Entre fantasmas no nos vamos a pisar la sábana. Promediando Remember my name, el documental biográfico dedicado a David Crosby, el tipo se apoltrona en el sillón de su casa y hace el inventario final. Las canciones y los enigmas. Las traiciones, el amor, los escenarios. Los amigos muertos. Los amigos que ya no le hablan. No me quiero morir, repite Crosby. No me quiero morir. “Me impactó mucho”, dice Juan Irio. “O sea, Crosby es un tránsfuga. Uno no confía mucho en él: no le compraría un auto. Sin embargo, dice la verdad. No solo que la vida es corta, sino que aquello que queremos que se vaya no se va y que la gente del pasado sigue estando con nosotros. Cuando me veo en el espejo veo a mis abuelos y cuando veo a mis hijos sé que voy estar en ellos. Esta música, en ese sentido, es tanto para los vivos como para los muertos”.
Esta música es Vida sentimental, el flamante disco como solista de Irio. Después de la disolución de El Estrellero y el regreso de Thes Siniestros, el caballero apolíneo del indie platense finalmente se decidió a armar un cuarteto y meterse en los estudios Nakao para dejar registro. A juzgar por estas once canciones, es un momento de sobria iluminación. Si bien desde la tapa hasta el último de los versos está atiborrado de espíritus (“se iba a llamar ‘Música para fantasmas’, pero ya tengo discos que se llaman Fábula y Paseo en búfalo”, explica. “No quería hacer un tema de los Kinks: fa fa fa”), la música que lo refracta es vital sin aspavientos. Es decir, sin euforia ni la gestualidad sobreactuada de las redes sociales.
“Para el sonido, no estuve pensando en una banda en particular sino en un lugar y una época: el primer lustro de los setenta en Laurel Canyon”, dice Irio. “En todo caso, una referencia más puntual podría ser el brasilero Tim Bernardes. Lo escuché mucho este último tiempo y si bien no se refleja en lo musical, si está presente en algunas cuestiones vocales. Me vi muy tocado por su música, al punto que en el último tema digo ‘mis cosas invisibles’, que es el nombre de su último disco”.
Las coordenadas no son gratuitas. Como aquellos héroes de la contracultura o las canciones del paulista, Vida sentimental no sólo prescinde de la producción presurizada al vacío de Spotify sino también de todo el abanico de ademanes que supone vivir actualizado en la Era de los Contenidos. Esa discusión con su época, paradójicamente, lo vuelve más contemporáneo que todos esos maduritos que acceden a ponerse una remera XXL. En ese sentido, si bien es un disco personalísimo, termina siendo generacional. Para los que nos criamos con el rock como cultura joven, significa soltar el lastre de querer ser lo que no somos. A su manera, a su delicada y estoica manera, Vida sentimental es un renunciamiento. Una aceptación. Ergo, una liberación.
“Este año se cumplen treinta años de la primera vez que pisé un escenario”, dice Irio. “Me subí a tocar en un club de jubilados, con una banda que tenía entonces. El público eran tres viejos, pero yo me sentía Neil Young. O Thurston Moore, que en ese momento me gustaba más. Pasaron tres décadas, pero el otro día toqué en un lugar y eran diez personas. No hay mucha diferencia entre aquellos tres viejos y esas diez personas. Ya no espero cierta mística, porque a veces no está o porque no es algo que realmente quiera sentir. Mi renunciamiento viene a hacerme una pregunta: quién soy, qué lugar ocupo, qué espero de esto. Bueno, ya no me importa”.
Una familia da para todo. Aunque pertenece a la Generación Dorada del indie platense, Irio cultivó un perfil más apolíneo que lo fue distanciando progresiva y estéticamente de la corriente de Laptra. No sucedió de un día para el otro. Ojo Shangai y Les Plupart, sus bandas de los tardíos noventa, fueron inequívocamente sónicas. En los segundos, por ejemplo, tocaba Mora de los 107 Faunos y el propio Bochatón ofició de productor del disco debut. Thes Siniestros fue el primer volantazo. Durante su primer lustro, se la pasaron tocando tex-mex y rockabilly como si fueran menos una banda que una instalación. Usaban máscaras tipo El Zorro y hablaban en ese castellano neutro que todavía hegemoniza los doblajes del cine de la tarde.
“Justo después de Los últimos días (2011), empecé a pensar en hacer un disco más folk e influenciado por los haikus y el minimalismo”, dice Irio. “Tenía algunas canciones con ese aire californiano de montaña, pero todavía no había letras definidas. A pesar de ser bastante lector de Kerouac, nunca había leído Big sur. Así que me topé con la edición de Adriana Hidalgo y empecé a leerlo, ya desde el primer momento, con la idea de volcarlo a un disco”.
En lugar de componer un ‘disco conceptual’, los Siniestros tomaron lo que les servía. No hicieron un álbum de rock & roll rutero –obvio- o –aún más obvio- una suite de talking jazz, sino que certificaron su devoción por los Beach Boys. Flavio Marinetti (batería) y Martín Remiro (guitarra) tocaron con inventiva y suficiencia: si era un golpe o una nota, era un golpe o una nota. La banda sumó un tecladista pero, paradójicamente, radicalizó su dogma: nada de fills, nada de yeites. La operación con las letras fue idéntica: Irio tomó la prosa farragosa de Kerouac pero solo se quedó con la revelación. En ese sentido, su forma de cantar está deliberadamente en el grado cero del histrionismo. No tiene inflexiones y evita, con la disciplina de un samurái, toda esa afectación que compromete a buena parte del rock argentino.
Fundados en el cénit de la escena (es decir, en el comienzo de su declinación), El Estrellero capitalizó el zeitgeist vendiendo gato por liebre. Aunque salieran preciosos en todas las fotos y tocaran en algún que otro escenario chic, ese pop tenía un cuchillo escondido debajo del saco. Los títulos no mienten: “Terror blanco”, “Corea del Norte”, etc. Así, mientras El Mató accedía a su status como banda de estadio, Irio expandía los alcances de su lengua con una banda que incorporaba a las generaciones nuevas hasta su desintegración.
“Hace poco me puse a pensar en esto: un nadador en el medio del océano”, dice Irio. “Cuando empecé a tocar, me tiré al agua. Me encontré con un mundo que desconocía y empecé a bracear para ver hasta dónde alcanzaba. Vamos a ver si llegamos al disco, y llegamos. Vamos a ver si llegamos a este festival, y llegamos. En un momento, con mucho dolor y frustraciones, entendí que nunca hay tierra. Toques en el Madison Square Garden o en un barcito, el océano siempre es vasto: lo único que importa es nadar. Puede sonar naive, pero esa es la verdad”.