Rita Lee tuvo un rincón muy especial en su vida musical: los Beatles. La cantante brasileña, fallecida a los 75 años, comenzó su carrera cantando covers de la banda de Liverpool antes de dedicarse al rock en portugués.
En 2001, la artista sorprendió con un disco dedicado a canciones de los Beatles. En la Argentina circuló con el título Bossa'n Beatles por cuestiones comerciales, pero el título original es Aqui, ali, en qualquer lugar ("Aquí, allá, en cualquier lugar"), por "Here, There and Everywhere", una de las canciones versionadas.
Página/12 ponderó aquel trabajo y publicó, en agosto de 2002, un texto de la propia Lee contando su pasión por los Beatles. Es el que sigue.
Mi nombre es Rita Lee y soy una beatlemaníaca. En 1962, mi hermana mayor se casó con un inglés y cuando regresó de su luna de miel en Londres, me trajo un regalo: el primer single de los Fab 4, “Love me do” y “PS I Love you”. Así empecé con la adicción. Desde 1963 hasta 1970, bebí, comí, fumé y respiré Beatles. Me la pasaba dibujando por todas partes sus siluetas. Luego se me dio por retratos individuales de cada uno, que hacía en lápiz en el papel de mejor calidad que podía conseguir. Era aquel en que le envolvían el pan a mi padre, en la panadería. Mi familia esperaba que mi vicio algún día fuera reemplazado por una carrera universitaria, un marido, o incluso por otros héroes, como ya había pasado antes con James Dean y Elvis. En aquella época, cuando Los Beatles lanzaban un disco, ahorraba cada centavo posible para poder comprar tres. El primero era para guardarlo, el segundo también, por si el primero se rompía, y el tercero solamente para deleitar mis oídos y mi alma.
Resumiendo mi lado fan (y también evitar repetir las mismas historias vividas por mi generación entera), yo era una de esas miles de muchachas que soñaba que iba a Londres y se quedaba frente a los estudios Apple así lloviese, tronase o relampaguease. Un buen día tuve la suerte de ver a los cuatro saliendo, y mientras la policía intentaba controlar a la muchedumbre chillona, por un instante tuve el privilegio de un acercamiento exclusivo al Rolls-Royce que salía del garaje. Y lo mejor de todo, una sonrisa y un saludo exclusivo de John Lennon. En la escuela secundaria fui parte de un cuarteto femenino llamado The Teenage Singers. Cantaba y tocaba la batería. Alrededor de 1966 tomé la decisión de aprender a tocar el bajo. Tal vez un día llegaría a impresionar a Paul. Durante un festival de música en otra escuela convencí a un muchacho dientón que se parecía un poco a Sal Mineo de que me enseñara a tocar. Se llamaba Arnaldo y tocaba el bajo en una banda llamada Wooden Faces, un grupo de chicos que hacían sólo música instrumental y no conocía a Los Beatles. Nuestra reunión produjo una fusión entre The Teenage Singers/Wooden Faces que, después de varios ensayos y luchas, se convirtió en un trío fanático de Los Beatles. La historia los conocería como Os Mutantes.
Luego, las películas. Mi otra hermana, Virginia Lee y yo regresábamos de la escuela e inmediatamente empezábamos a preparar sandwiches para todas las sesiones del día. Siempre fuimos los primeros en la cola y los últimas en salir. El hombre de la taquilla y las personas de la puerta ya nos conocían por nuestro nombre, y no tomó mucho tiempo antes de que pudiéramos entrar gratis. La idea era memorizar todo. Los caracteres, sus charlas, los detalles de los escenarios, el guardarropa, los ojos, las bocas, los movimientos, sin perder detalle alguno para que pudiéramos interrogar a cualquier otro fanático que encontráramos en el camino. Las preguntas eran, por ejemplo: “¿Cuál es el nombre del actor que hace del abuelo de Ringo? ¿Sobre qué se trata el diálogo entre él y George en la escena del vagón del tren? ¿Qué objeto está en el piso en el lado de la mano izquierda? ¿Qué está escrito en la etiqueta de la maleta en la que John está sentado?”.
Cuando salió Yellow Submarine, tomé un ácido durante Channel 100 (documental mostrado antes de la película principal). El efecto me pegó cuando la tripulación estaba yendo al viaje, así que atravesé la pantalla y me fui con ellos. En ese entonces un poquito de “El sol dorado” más puro duraba unas 12 horas o más, así que ese día me dormí en el cine y me desperté justo a tiempo para disfrutar la primera función del día siguiente. Repetí el mismo ritual por varios días más. Cuando Los Beatles se separaron, empecé a sentir los efectos de la abstinencia del vicio. En la búsqueda de una cura rápida, me mudé a la casa del enemigo. Me dije: “Bienvenidos los Rolling Stones”. En el fondo era una venganza, una respuesta a la traición de los cuatro, cada una de los cuales se había casado con otra. Junté todo el archivo de Los Beatles en una maleta y lo guardé en la parte de atrás del garaje de mi casa, con la intención de reabrirlo cuando tuviese sentido de nuevo, cuando todo regrese a la normalidad.
Permanecí sin hablar de Los Beatles por aproximadamente 10 años. Me burlé de ellos al decir públicamente que prefería la manera de los chicos malos, de Rolling Stones, las actuaciones teatrales de David Bowie y la locura de Iggy Pop. Me rehusé a ponerles discos de Los Beatles a mis dos hijos mayores. Era una de esas vedettes pecadoras que un día se ponen a evangelizar y salen a predicar contra las trampas del fuego del infierno. En agosto de 1980, mi hermana Mary Lee murió. En diciembre del mismo año se fue John. Esa noche busqué los discos en el garaje, me di una dosis excesiva de Los Beatles y lloré tanto como pude. Pedazo por pedazo, sus canciones volvieron a mí, de a poco. Me di cuenta de que por fin podía controlar la adicción.