Las cartas de Kurt Vonnegut que recoge este libro cuentan la historia de la vida de un escritor; un escritor cuya influencia continúa presente en todo el mundo, y parece que seguirá siendo así durante mucho tiempo. Son tan personales, ingeniosas, entretenidas y arrebatadoramente profundas como la obra que publicó en forma de novelas, relatos, artículos y ensayos. Ningún intérprete externo será capaz jamás de expresar su vida con la autenticidad y la hondura de estas cartas que escribió a sus hijos, sus amigos, sus editores, sus defensores académicos, sus críticos y aquellos que intentaron prohibir su obra.

Leer estas cartas me ha permitido conocer mejor a mi amigo Kurt Vonnegut y apreciarle aún más. Nada le resultó fácil. Nada le desanimó: ni los numerosos editores que rechazaron sus libros y relatos; ni el departamento de antropología de la Universidad de Chicago, que rechazó no una, sino dos de las tesis que redactó para su maestría (solo se la concedieron cuando se hizo famoso); ni la Fundación Guggenheim, que rechazó su primera solicitud de beca; ni las dudas de familiares y amigos como su tío Alex, que dijo que no había podido leer Las sirenas de Titán después de que Kurt le dedicara el libro, o su tía Ella Stewart, que no vendía las obras de su sobrino en su librería en Louisville, Kentucky, porque las consideraba depravadas; ni sus vecinos de Cabo Cod, que ni leyeron sus libros ni expresaron el menor interés en la manera con que se ganaba la vida; ni los consejos escolares que prohibieron sus libros (y, en una ocasión, llegaron a quemarlos en un horno) sin haber llegado a leerlos; ni los críticos académicos que le desdeñaron y despreciaron; ni los traicioneros reseñistas que intentaron desanimarle cuando se hizo famoso; ni los burócratas a los que combatió por todo el mundo en defensa de los derechos de los escritores; ni los grupos cristianos de derechas que condenaron a este hombre, que describía a Cristo como “el mejor y más compasivo de los seres humanos”. Todo aquel que considere que la vida de un escritor puede ser sencilla -por mucho que este acabe alcanzando la fama y la fortuna- dejará de creer en esa fantasía después de leer estas cartas. Y se sentirá inspirado por ellas.

UN MUCHACHO LLAMADO VONNEGUT

Oí por primera vez el nombre de Kurt Vonnegut en la primavera de 1950, durante mi último curso en el instituto Shortridge de Indianápolis, cuando le confesé a uno de mis profesores que deseaba ser escritor. Él frunció el ceño con gesto de preocupación, se frotó la barbilla durante un instante, asintió con la cabeza y me dijo:

-Bueno, hay un muchacho que hizo eso... un muchacho llamado Vonnegut.

Me enteré de que “el muchacho llamado Vonnegut”, que había hecho sus pinitos como escritor en el Shortridge Daily Echo, acababa de publicar su primer relato en la revista Collier’s aquel mismo año. Para mí, aquello era el equivalente a alcanzar la cima del monte Olimpo.

Ni aquel profesor de instituto ni ninguna otra persona en el mundo -con la excepción de Jane Marie Cox, su amor de juventud y compañera de instituto, que llegaría a ser en su primera esposa y en la madre de sus primeros tres hijos- pensaban que Vonnegut fuera a convertirse en un escritor de fama mundial, cuya obra se traduciría a los principales idiomas del planeta. Mark, su hijo mayor, escribió acerca de los años más difíciles de Kurt, en el libro de memorias Just Like Someone Without Mental Illness Only More So: “Mi madre sabía que mi padre iba a hacerse famoso y que todo aquello acabaría valiendo la pena. Estaba más convencida que él de que algún día se convertiría en un escritor célebre”.

Al habernos criado en Indianápolis en los años treinta y cuarenta, tanto mis amigos como nuestras familias y yo conocíamos el apellido Vonnegut: la cadena de ferreterías Vonnegut Hardware Company tenía su sede en el centro y había sucursales por toda la ciudad. En verano, mientras estudiaba en el instituto, Kurt trabajaba en la tienda principal para su tío abuelo, Franklin Vonnegut, haciendo paquetes en la sala de envíos y, durante un tiempo, como encargado de uno de los montacargas. Más tarde le escribió a un fan de Indianápolis que también había trabajado en la tienda: “Aquella experiencia moldeó mi idea del infierno. El infierno consiste en operar un ascensor para toda la eternidad en un edificio de solo seis pisos”. Pero respetaba la empresa que habían fundado sus antepasados, y así lo comentó en la recopilación de ensayos Palm Sunday: “Me gustaba lo que vendíamos. Eran objetos honestos y prácticos”.

De pequeño yo ya era consciente de que los Vonnegut habían contribuido al progreso empresarial de la ciudad, pero hasta mucho más tarde no supe de la inmensa contribución cultural de la familia. Clemens Vonnegut, el bisabuelo de Kurt, emigró de Alemania en 1848, se estableció en Indianápolis en 1850 y no se limitó a fundar la Vonnegut Hardware Company, sino que se convirtió en una influencia capital para los asuntos culturales de la ciudad. Creó la Asociación de Librepensadores de Indianápolis y el Turngemeinde, el centro de cultura alemana y gimnasia de la ciudad. Este pasó a conocerse más tarde como el Athenaeum Turners, que estaba al servicio de toda la comunidad y ofrecía teatro, conferencias y música, además de gimnasia. El edificio que lo albergaba se sigue conociendo como Athenaeum.

Clemens formó parte del consejo escolar de la ciudad y acabó siendo su presidente. Fue un firme defensor de la educación pública y se encargó de que el plan de estudios incluyera a los clásicos, la historia y las ciencias sociales. Creía en la importancia de la condición física y se ejercitaba a diario, sin importarle el tiempo que hiciera; cargaba con una piedra de buen tamaño en cada mano que solo soltaba para hacer dominadas en las ramas bajas de los árboles. No es de extrañar que Kurt encontrara en Clemens, un hombre escéptico que escribió su propio responso fúnebre, “al antepasado que más me cautiva”. Señalando que habían descrito a Clemens como “un excéntrico culto”, Kurt escribió en Palm Sunday: “Eso es lo que aspiro a ser”. Tanto Bernard, el abuelo de Kurt (“a quien no le gustaba comerciar con clavos”), como su propio padre, Kurt, Sr., aspiraban a llegar a algo en el mundo de las artes y se convirtieron en prominentes arquitectos en Indianápolis. Bernard Vonnegut, el primer arquitecto con licencia de toda Indiana, diseñó con su socio, Arthur Bohn, algunos de los edificios más importantes de la ciudad, incluyendo el museo de arte John Herron, el instituto Shortridge y el Athenaeum. El mismo año en que murió Bernard, su hijo, Kurt, Sr., se graduó en el Massachusetts Institute of Technology y volvió a casa para convertirse en arquitecto e incorporarse al despacho de su difunto padre.

GANADORES Y PERDEDORES

Tardé varios años en ser consciente de lo profundamente que le afectó la experiencia de haber sido un mal deportista en el instituto. Cuando, tras muchos años de esfuerzos, al fin obtuvo fama y fortuna y se mudó a Nueva York, una noche en que se quedó hasta tarde sentado solo, bebiendo bourbon, llamó al servicio de información de Indianápolis para solicitar el contacto del hombre que había sido el entrenador de fútbol americano en el instituto Shortridge mientras él estudiaba allí. Kurt dijo que, en su época, existía la tradición de que el personal docente hiciera “regalos en broma” a los estudiantes de último curso más conocidos durante la fiesta de la clase. Me contó que, en el instituto, él era “alto y flacucho, un chaval desgarbado”, y que el entrenador le “premió” con una suscripción al curso de culturismo de Charles Atlas. Aquel curso era famoso por sus anuncios, que mostraban que tipos enclenques de cuarenta kilos de peso podían llegar a convertirse en héroes musculados. El regalo le dolió y avergonzó, y, pese a todo el éxito que había tenido, seguía escociéndole. Me contó que, después de todos esos años, cuando tuvo al entrenador al otro lado del teléfono, le dijo: “Me llamo Kurt Vonnegut. Lo más probable es que no se acuerde de mí, pero quería decirle que mi cuerpo se ha desarrollado perfectamente bien”.

No volví a pensar en ello hasta que leí, en su introducción a una colección de relatos titulada Bagombo Snuff Box, un recuerdo de una tarde en que regresó del instituto y se sentó a leer un cuento en The Saturday Evening Post. Comienza así: “Afuera llueve y yo no soy popular”. Sabía, por el anuario del instituto, que Kurt había sido presidente del Comité Social, que organizaba bailes y fiestas; codirector junto a su mejor amigo, Ben Hitz, de una “hilarante comedia” en el prestigioso Junior Vaudeville; miembro del consejo estudiantil, editor del Daily Echo y, lo que más impresionaba a cualquier persona que hubiera estudiado en Shortridge, fue uno de los diez chicos de último curso nominados para el Uglyman (lo cual no hacía referencia a los diez chicos más feos del curso sino a los más populares). Junto con las diez chicas más populares, nominadas para el Bluebelle, todo el cuerpo estudiantil votaba entre aquellos veinte compañeros al pináculo de la popularidad en el instituto.

Victor Jose, amigo de Kurt en aquella época y miembro como él del Club de los Búhos (uno de los numerosos clubes sociales que no organizaba el profesorado pero que florecieron en Shortridge durante las épocas que Kurt y yo pasamos allí), colaboró con él en el Daily Echo y, tras participar ambos en la Segunda Guerra Mundial, trabajaron juntos en la agencia de noticias de Chicago en 1947. Mantuvieron su amistad y se cartearon de manera intermitente a lo largo de toda su vida. Cuando le pregunté a Vic Jose cómo era posible que Kurt hubiera pensado que no era popular pese a su prestigio y todos sus logros escolares, me contestó que tenía la sensación de que se trataba de algo relacionado con “su conflictiva relación con los llamados héroes deportivos de nuestro tiempo”.

Kurt se burlaba de los dioses del deporte, “probablemente en su escritura, probablemente en el Echo -recordó Jose-. El caso es que había mala sangre y, como venganza, algunos de los atletas cogieron a Kurt en algún lugar, sin que los vieran; se lo llevaron y lo metieron en uno de los cubos de basura del edificio de la escuela. Me enteré de todo esto por otros, Kurt nunca me lo contó, pero era algo que se sabía. No fue una broma simpática y pareció enconarse con el tiempo, porque resurgió con motivo de la reunión de los cincuenta años”. Dos de los atletas de la clase se opusieron a que Vonnegut realizara el discurso principal de uno de los actos de aquella celebración, pero el resto del comité organizador insistió en que él fuera la estrella. La cosa se volvió irrelevante cuando Kurt telefoneó dos días antes del acto para informar de que había contraído la enfermedad de Lyme y no podría acudir. En la reunión de los sesenta años, según me contó Jose, los mismos exatletas expresaron su contrariedad ante el hecho de que se fuera a presentar un busto de bronce de Kurt durante la cena del sábado en el Athenaeum, y la abandonaron antes del homenaje a su más famoso compañero de promoción.

Kurt, en la introducción a Our Time is Now: Notes from the High School Underground (1970), escribió: “No se me ocurre nada más cercano al núcleo de la experiencia estadounidense que el instituto”. Tengo la convicción, basada en mi propia experiencia, de que los años de la adolescencia moldean gran parte de nuestras actitudes y de nuestra percepción del mundo de cara a lo que nos quede de vida, y creo que el amor que Kurt sintió siempre por quienes llevan las de perder nació de su antipatía hacia los “dioses del deporte” de su época, y de la humillación a la que le sometieron con el incidente del cubo de la basura. Ver cómo su padre perdía su fortuna y tenía que cerrar el despacho de arquitectos durante la Depresión, y cómo a continuación perdía los pocos negocios que le quedaban cuando se detuvo la construcción de edificios durante la Segunda Guerra Mundial, sin duda representó también un factor relevante para que Kurt se convirtiera en un adalid de los desamparados a lo largo de su carrera literaria.

En 1972, en un artículo sobre la convención republicana para la revista Harper’s, Kurt llegó a la conclusión de que “los dos verdaderos partidos políticos de Estados Unidos son los ganadores y los perdedores. Es algo de lo que la gente no se da cuenta y en su lugar se declaran miembros de dos partidos imaginarios, los republicanos y los demócratas. Los jefes de ambos partidos imaginarios son ganadores. Cuando los republicanos se enfrentan a los demócratas, una cosa es cierta: “los ganadores van a ganar”.

Hay dos fuentes que Vonnegut cita directamente o a las que hace referencia a lo largo y ancho de su escritura que me parecen esenciales para entender su actitud. Una es el sermón de la montaña. Cuando en 1980 le invitaron a dar el sermón del Domingo de Ramos en la iglesia episcopal de Saint Clement, en Nueva York, dijo: “Me siento cautivado por el sermón de la montaña. Me parece a mí que la de la compasión es la única buena idea que nos han dado hasta ahora. Quizá tarde o temprano nos acaben dando otra idea así... y entonces tendremos dos ideas buenas”. La segunda es una cita de Eugene V. Debs, de Terre Haute, Indiana, y por tanto hoosier como él: “Mientras haya una clase baja, yo perteneceré a ella. Mientras haya un elemento criminal, yo formaré parte de él. Mientras quede un alma en la cárcel, yo no seré libre».

En Cronomoto, Kurt definió la cita de Debs como “un eco” emotivo del sermón de la montaña” y la usó también como epígrafe en su novela Hocus Pocus, cuyo protagonista se llama Eugene Debs Hartke. Hartke recibió su nombre “en honor de Eugene Debs, socialista y pacifista y sindicalista que se presentó en varias ocasiones a la presidencia de Estados Unidos, y que obtuvo muchos más votos que ningún otro candidato nominado por un tercer partido en la historia de este país”.

VONNEGUT AL MATADERO

Los textos de Vonnegut, al igual que su conversación, resultan a menudo sorprendentes porque te hacen reír y pensar al decir aquello que te estaba dando vueltas por la cabeza -o que se te acababa de ocurrir- y que no te habías atrevido a decir o pensar. Es algo que te desarma porque lo hace con un lenguaje y un estilo en apariencia sencillos, pero que a veces resultan chocantes, y ese choque se debe al autorreconocimiento. Robert Scholes, el primer crítico académico que reconoció la obra de Vonnegut (y uno de los más perspicaces), explicó en su libro The Fabulators (1967) que Vonnegut “usa el potencial retórico de la frase corta y del párrafo corto mejor que cualquier otro escritor actual; obtiene a menudo un intenso efecto cómico o dramático al aislar una sola frase en un párrafo suelto o al separar una frase de su contexto para que sirva como estrambótico encabezamiento de un capítulo. La simplicidad y la cotidianidad aparentes de su escritura enmascaran la eficacia de su poder”.

Esa “simplicidad y cotidianidad» le puso las cosas difíciles a la mayoría de reseñistas y críticos, que optaron por encasillarle de maneras que malinterpretaron y difamaron su obra. Mientras trabajaba como relaciones públicas para la General Electric, estaba “completamente rodeado de máquinas y de ideas para hacer otras máquinas, así que escribí una novela sobre la gente y las máquinas. Y por las reseñas me enteré de que era un escritor de ciencia ficción. Yo no lo sabía. Suponía que estaba escribiendo una novela sobre la vida”, explicó en el ensayo Science Fiction para The New York Times Book Review. “Desde entonces vengo ocupando un cajón archivador con la etiqueta de ciencia ficción y me gustaría salir de él, sobre todo desde que demasiados críticos serios suelen confundir ese cajón con un orinal”.

Esa clasificación no impidió que Vonnegut se sirviera de elementos clásicos de la escritura de ciencia ficción -formas de vida y planetas imaginarios, viajes espaciales a otros mundos- para arrojar luz sobre dilemas tan mundanos como el amor y el odio, el miedo y la locura, en lugares tan “reales” como Schenectady o Indianápolis, Dresde y Cabo Cod, las islas Galápagos y Virginia Occidental. En 1967, antes incluso de que su primer best seller, Matadero Cinco, hiciera saltar por los aires las fronteras convencionales entre la ciencia ficción y la literatura (con un héroe, Billy Pilgrim, que, “despegado del tiempo”, se desplazaba entre décadas y lugares tan distantes como Toledo, Ohio, y el planeta Tralfamadore), Robert Scholes captó que “tal y como la novela romántica pura nos proporciona un ejercicio psíquico necesario, la comedia intelectual como la que hace Vonnegut nos ofrece un estímulo moral; no hay una postura ética fija que podamos asumir de manera complaciente, sino un tipo de pensamientos que nos llevan a ejercitar la conciencia y nos ayudan a mantener nuestra humanidad en forma, lista para responder a la humanidad ajena”.

Críticos y profesores universitarios jóvenes, como Jerome Klinkowitz y John Somer, empezaron a enseñar la obra de Vonnegut y a escribir sobre ella, en primer lugar en la colección de ensayos The Vonnegut Statement, de 1973. Escarbaron en bibliotecas y revistas antiguas en busca de artículos y ensayos que no estuvieran recogidos en ningún libro, y le convencieron para que los publicara en 1974 como Guampeteros, fomas y granfalunes. A ellos se les unieron otros jóvenes académicos como Peter Reed, Marc Leeds y Asa Pieratt, quienes apreciaron, enseñaron, recopilaron e interpretaron su obra para las nuevas generaciones.

Pero ni toda esa atención ni el éxito que siguió a Matadero Cinco lograron inmunizar a Vonnegut contra el estallido de rencor que se traslucía en la respuesta negativa a Payasadas o ¡nunca más solos!, su novela de 1976.

«Lo insólito de aquellas reseñas fue que querían que la gente admitiera que yo no había sido bueno nunca -dijo Vonnegut a sus entrevistadores de The Paris Review-. De hecho, el crítico del Sunday Times solicitó a aquellos colegas que me hubieran alabado en el pasado que admitieran en público el tremendo error que habían cometido. La denuncia oculta decía que yo era un bárbaro, que escribía sin haber realizado ningún estudio sobre la gran literatura, que no era un caballero, que me había dedicado alegremente a hacer articulillos para revistas vulgares... que no me había curtido en la academia”.

El entrevistador le preguntó si, tras aquella andanada de críticas negativas, había “necesitado algún consuelo”.

"No me había sentido peor en toda mi vida -contestó Kurt-. De repente, los críticos querían aplastarme como si fuera un insecto”. Quizá se sintió como si los atletas del instituto lo hubieran metido dentro de un cubo de la basura.

AHORA ESTÁ EN EL CIELO

Kurt siempre apoyó a sus amigos escritores. El año antes de morir vino a ver una charla que di en la iglesia episcopal de Saint Bartholomew, en Nueva York, sobre un libro que acababa de publicar, y después me invitó a cenar. Mientras él se tomaba un manhattan, su aperitivo habitual, y yo una copa de vino, dos jóvenes no dejaban de lanzarnos miradas desde otra mesa. Finalmente, uno de ellos se puso en pie y se acercó a preguntar:

-¿De verdad es usted Kurt Vonnegut?

Kurt le contestó que sí y acto seguido me presentó y se puso a hablarle al extraño sobre mi nuevo libro, instándole a que lo leyera, cosa que al pobre tipo no le interesaba en lo más mínimo. Después de contestar educadamente a algunas preguntas sobre su vida y obra, Kurt le dirigió un gesto elegante con la mano a modo de despedida, y el joven le dio las gracias, se retiró y regresó a su mesa. Era algo típico de Kurt: desviar la atención de sí mismo para intentar promocionar el desconocido libro de un amigo, responder a la intrusión bien intencionada de un extraño con gracia, despedirlo con dignidad y que tanto el fan como el amigo se sintieran bien tratados, habiendo encarnado el mandamiento que él convirtió en costumbre: “Trata a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti”.

En Cronomoto escribió: “Cuando yo mismo me muera, Dios no lo permita, espero que algún graciosillo diga sobre mí: Ahora está en el cielo”.

 

Para que conste, dejen que diga que Kurt Vonnegut “ahora está en el cielo”.