El ejercicio de mirar, especialmente cuando todo se observa desde el ojo izquierdo, se convierte en una filosofía del cuerpo. Verónica Gerber Bicecci funda su existencia desde su lado izquierdo. Su ojo derecho es demasiado débil y ella es zurda. Estos dos elementos componen casi una sinfonía en sus movimientos, una manera de apreciar el mundo que siempre está en tránsito. Mudanza, el libro publicado por Editorial Sigilo, es una especie de autorretrato que la autora y artista visual mexicana realiza a partir de otros personajes, seres reales, artistas a los que retrata con un leve misterio. Un texto que discute la idea misma de escritura o que encuentra la ficción en el territorio del ensayo.
Su escritura es como una especie de paseo, el deambular de alguien que quisiera olvidarse que es escritora, que intenta prescindir de la obligación de contar pero no puede hacerlo. Para Gerber Bicecci mirar es igual a escribir.
Su primera historia es sobre alguien que decide dejar de escribir porque, inspirado por la poesía concreta, deseaba que la palabra fuera una acción, una entidad tan palpable como un objeto. Buscar la escritura en otro lugar lleva a hacer de la vida misma una experiencia literaria. En este conjunto de textos late la pregunta de Ricardo Piglia sobre la vida y la escritura, una oposición que puede ser fatal en relación a ese tiempo que parece no existir.
Leer con todo el cuerpo
Hay también un resabio de las vanguardias. Los personajes, afectados por alguna crisis, necesitan recurrir a los hechos y moldearlos como una pieza artística, recortar en lo real una esfera estética, intervenir para crear sucesos de los que son narradores, como es el caso de la artista francesa Sophie Calle que retoma el concepto de flaneur de Baudelaire pero lo convierte en una forma intrigante y hasta riesgosa, al seguir a desconocidos, unirse a la trama de sus vidas pero considerarse la autora de esos hechos porque es ella la que decide seguirlos. Suerte de performance disimulada, Calle juega con el silencio y la soledad como si se encriptara en plena urbe. El arte está en las acciones o en la mirada. Hablar de escritores que ya no quieren escribir, como Ulises Carrión, le permite a Gerber Bicecci establecer un análisis crítico sobre la escritura. Al leerla pensamos en una autora que le está pidiendo algo más a la escritura, que no se conforma, que se identifica con estos personajes porque esa letra en el papel no le alcanza. En su mención a las vanguardias surge una ambición perdida. Gerber Bicecci realiza un desplazamiento que va del ensayo a la biografía para construir una autobiografía y un texto crítico. Introduce los recursos de las artes visuales en las letras para darles vigor y aventura.
Cuando la escritura se encuentra mejor en un sonido, como sucedía en las novelas de James Joyce (después de todo Finnegans wake hace de la onomatopeya un código musical y señala que la narración se funda en lo incomprensible) Gerber Bicecci recupera el poema "Altazor" de Vicente Huidobro donde la sonoridad es la que marca el canto poético para abolir toda referencia directa y ofrecer la matriz primera de lo poético, ese canto descuartizado, roto, casi agónico que se tuerce en su ritmo.
Lo que propone la autora, sin decirlo, es una literatura de la escucha, más que la palabra, una escritura que se deje atrapar por una música inquieta.
El diálogo que Gerber Bicecci establece con la poesía concreta brasileña une lo visual con ese campo sonoro. Usar la página como un espacio plástico, dibujar con las palabras, descolocar en la continuidad de la lectura, separar y agrupar sílabas para fracturar el sentido. Volver al lenguaje de los niños y los locos como si la literatura debiera ser refundada en sus procedimientos y no solo en sus temas: “Hacer más grande el agujero entre la palabra y el significado”. Un modo de volver a darle entidad a la palabra, autonomía, y no reducir a la función de un mero instrumento. Leer con todo el cuerpo.