Francisca Cruz Bernardo, Paquita, vanguardia y nido que inspira a romper mandatos, fue la primera bandoneonista argentina profesional. Era muy joven (murió unos días antes de cumplir veinticinco años) cuando armó una orquesta propia y compuso tangos, valses y pasodobles.
Dos de sus tangos: La Enmascarada y Soñando, los grabó Gardel, el morocho decía que era la única mujer que dominaba al taura del bandoneón. Paquita es la descripción que no alcanza y el deseo de escucharla tocar. No podemos. No hay discos suyos. Dicen que uno grabado por su cuenta, casi de entrecasa, se rompió accidentalmente en los años sesenta. No hay discos porque las discográficas, fieles al poder machista, desestimaron a la mujer que convocaba multitudes: narices contra el vidrio en los bares del centro y calles cortadas (Santa Fe y Juan B. Justo porque el bar La Paloma quedaba chico) fueron el estadio lleno de sus mejores funciones.
Sin un testigo, será nuestra imaginación la que recree el ondear sonoro del fuelle entre sus manos, entre sus piernas. Paquita estudiaba piano, pero lo dejó cuando descubrió el bandoneón, tenía quince años. Sin que su familia lo supiera, creían que seguía con las clases de piano, estudiaba sola con el método de Augusto Berto. El secreto de la autodidacta no duró mucho, la familia se enteró y, aunque costó que el padre andaluz aceptara, Paquita pudo perfeccionar su técnica con José Servidio, Pedro Maffia y Enrique García.
Después tuvo que convencer al andaluz para que la dejara tocar en público (el permiso lo daba un marido o un padre) lo logró a fuerza de insistencia y con el apoyo de sus hermanos Enrique y Arturo. Tocaba en los patios y en fiestas parroquiales de Villa Crespo, el barrio en el que vivía con su numerosa familia: “en Murrillo 661 a las 21 gran función y baile familiar. A beneficio de un compañero enfermo. ¡No olvidarse! En el baile presta concurso la bien conocida orquesta Paquita.”
En 1921 su orquesta (el pianista era el jovencísimo Osvaldo Pugliese, quien había ido a la audición usando pantalones cortos) se presentaba todas las noches en el mítico Café Domínguez, en la Av. Corrientes entre Paraná y Montevideo. En una caricatura, “La Flor de Villa Crespo”, como la llamaban porque ahí había nacido un 1° de mayo, aparece con el bandoneón apoyado sobre sus piernas cerradas y apoyadas sobre un banquito, sus piernas eran un tema de discusión, cómo era la pollera larga y amplia que usaba cuando las abría, también.
Se suman a la popularidad de la caricatura recuerdos que hablan de ella con golosa admiración, en uno aparece manejando su propio auto, usa una capelina y un hombre va sentado en el asiento de atrás; en el otro, rechaza el delantal de cocina que le tocaba usar cuando se casó su hermana mayor (la costumbre era que cuando una hija se casaba el delantal pasaba a la hija que la seguía en edad). Su cuerpo empapado por una lluvia torrencial de otoño durante un día de campo con amigas se convirtió en resfrío y el resfrió en muerte. Hablaron de tuberculosis, de neumonía, de bronquioneumonía, de complicaciones, opinaron sobre su salud, su vida y sus pulmones.
Cuando Paquita murió los vecinos de Villa Crespo salieron de sus casas para sumarse a la multitud que caminaba hacia el cementerio: “Un impresionante cortejo fúnebre: un grupo numeroso de mujeres llorosas, que llevaban a pulso un ataúd. La muchedumbre, detrás”. Queda su música.