A veces escribo congelado en un momento discontinuo de mi infancia: los días en que los hombres de la familia me llevaban a pescar. Padre, tío, abuelo y los hijos. Invernales primeros 2000. Brugo, Hernandarias, Villa Urquiza, La Paz. Recorríamos los pueblos de la costa oeste de Entre Ríos los fines de semana buscando un aire diferente al de la ciudad.
Los recuerdos más ceñidos son en la costa de Victoria. Ahí no pasa el río grande sino un riacho que se me antoja ahora cruzar nadando. En ese entonces papá ya tenía su primer 0km, pero igual íbamos desde Paraná en el Renault 12 verde del abuelo. Dentro de ese auto todo parecía rodeado de un halo mítico: el olor a cuero curtido de la carrocería, la palanca de cambios al lado del volante, el sonido del motor amigado a la sordera, las cañas puestas entre los asientos como una metáfora de la distancia entre papá y yo.
Mi entusiasmo no era atrapar pescados sino contemplar el río y ejercitar una especie de espera abstracta donde no sabía bien qué esperaba. De niño tenía muchas preguntas que nadie podía responder. Una de mis maestras me ayudó a sintetizarlas: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿a qué vine acá?.
A veces íbamos con mi prima Kiki. Éramos felices los dos jugando en las pilas de hojas secas, preguntándonos quién las había juntado. Cuando nos dejaban, tirábamos el reel lo más lejos que se podía, como si fuese un mensaje al futuro que cortaba el aire.
Pescar era, en sí, lo de menos. Disfrutábamos la ruta, el olor a río fresco y ciertos rituales mínimos que signaban algo parecido a una familia que hacía hogar en el paisaje, como lavarnos las manos en la orilla fría con un jabón chiquito y viejo que papá guardaba en su caja de pesca.
Mi abuelo se peleaba cuando veía que algún pescador aficionado había sacado un pescado chico y no lo había devuelto. Nos explicaba que se debe dejar que crezcan antes de comerlos, que esa era una forma de cuidar el ambiente y de respetar la vida.
Antes de que cayera el sol nos acercábamos donde los pescadores que llegaban a la costa rebozados de río y viento helado, ofreciendo lo que habían sacado. Los primos mirábamos las canoas repletas de sábalos asfixiados de aire sin saber si aquello era el bien o el mal. Tal vez nuestros padres comprarían algunos de esos pescados. Perplejidad y aceptación ante la muerte que nos alimentaría.
Ir a pescar era excusa para estar en el mundo los días donde no se trabajaba. O tal vez una forma de tomar distancia de las mujeres de la familia. No éramos buenos pescadores, pero a mi prima y a mí no nos importaba. Íbamos para jugar.
Han construido sobre el relato familiar un fantasma de mala suerte. Es como si una especie de nudo en el aire hubiera impedido que vivamos la alegria de pescador aficionado, la dicha fluvial de sacar cuatro o cinco pescados grandes, y que la abuela se ponga contenta cuando nos viera llegar. Pero no pasaba. Mutuamente los hombres se acusaban el uno al otro de ser yeta, de estar salados. Hoy sospecho que lo que sostenía esa maldición era el error de creerla cierta, de perseguirse con que siempre alguno de nosotros era el que portaba la mala suerte, y que se la contagiaba al otro con el solo hecho de estar ahí.
Una vez me pregunté si no sería yo el culpable, por esa siesta en Bajada Grande donde derramé un salero entero dentro de la caja de anzuelos, esa especie de pastillero enorme con restos de escamas que papá guardaba en el bolso de pescar. La posibilidad me preocupó realmente. No concibo algo peor que ser maldecido por el espíritu del río. Días después vi una bandada de biguás remontar vuelo, y supe que no era yo el responsable de la escasez. Los patos me dijeron con su danza que el río me quería, y al día de hoy esto se mantiene. Siempre que puedo voy y le hago una ofrenda. Si no sé qué decirle, le digo simplemente gracias.
Sacábamos bagres, paticitos flacos o armaditos que lloraban la asfixia del aire hasta que papá los devolvía al río con una actitud que oscilaba ente la la compasión y el resentimiento. Una vez picó en mi caña uno bastante grande que solo llegué a ver desde arriba del muelle, porque la línea se cortó en la disputa desigual que implica intentar pescar una mediana bestia marrón con un mediocre hilo de tanza y una caña desgastada. Chau, armado, realeza del barro. Lo vi dignamente pelear por su vida y celebré su victoria. Ese día me pregunté cómo es que siempre van y muerden el anzuelo, y la respuesta está en que los peces no tienen memoria, no pueden aprender del traspié que implica morder la vía regia a su muerte creyendo que es alimento. El pez más grande es el que nunca se deja atrapar. Esto fue en Puerto Curtiembre, donde la arcilla de las barrancas muestra colores inexplicables.
No pescábamos por necesidad, pero el abuelo siempre nos enseñaba un respeto de hierro por quienes sí lo hacían. Él sí había pasado hambre cuando era chico viviendo en Ibicuy con su torturador, que era su padre, mi bisabuelo Eduardo. En mi documento nacional de identidad está escrito su nombre, como un moretón. Dicen que tocaba el bandoneón mientras manejaba el tren. Hoy día sé que el silencio entre padre e hijo busca tapar una herida que no les pertenece. Ese silencio no los protegerá. Callando no cicatriza la herida.
Ya está adentrado el siglo. Crucé el río varias veces. Al abuelo se le derramó el yang en la cabeza y quedó mudo diez años por un acv. Después se murió de tristeza, como un roble viejo. Mi sobrino y mi padre cada tanto van a pescar, pero devuelven todo. Dibuja el abuelo en los ojos del pez su primitivo ecologismo y el bagre llora en dórico como el bandoneón de mi bisabuelo. Mueve sus chuzas como alas el bagrecito, peleando por volver al agua turbia, su medio natural.