¿Cuánto libros, aproximadamente, lees por año? ¿Hay libros que te ayudaron a mejorar tu vida? ¿Asistís a la Feria del Libro? ¿Hay una relación directa entre más del millón de personas que frecuentan este evento y la lectura real? ¿O asistir a la Feria es una especie de “obligación socio-moral” independiente de la voluntad efectiva de leer libros? Todo ese amontonamiento de gente, libros y parlantes aturdiendo oídos, ¿se transforma luego en el silencio y la concentración necesaria para leer?

El espectro de esas preguntas planea sobre la fiesta del texto. Pero también están les devotes del libro que penetran en el mundo infinito de la lectura y se subjetivan a partir de ella. El mercado intensivo de libros es movilizante y facilita a potenciales lectores el acceso a ellos. No queda claro, en cambio, si se puede transmitir la virtud de la lectura.

En una oportunidad le preguntaron a Sócrates si la virtud se puede enseñar para lograr que todas las personas sean virtuosas. Sí y no, contestó. Se pude enseñar, pero no se puede asegurar que todas logren la virtud. Tomemos por ejemplo dos ciudades, en una de ellas a nadie se le enseña a tocar un instrumento, mientras en la otra toda la población recibe lecciones de música. En la primera ciudad saldrá alguna vocación mediante búsqueda personal, mientras en la segunda habrá muchas personas músicas, aunque no toda la población seguirá interpretando. Así ocurre con la lectura. Si no se la promociona con prácticas reales igual habrá lectores, pero pocos.

“La nena no me lee”, dice angustiada la madre cuando ve los resultados paupérrimos de su hija en el colegio. Pero cabe preguntarse cuántos estímulos para leer recibió esa niña. Pensemos en los vaivenes de la economía. Cuando el cambio es favorable a nuestro país respecto de los países vecino, se forman contingentes para viajar a comprar mercadería barata a mansalva. ¿Qué se consume? Fundamentalmente electrodomésticos y ropa. Es poco probable, en cambio, que algún niñe haya visto a su familia hacer uno de esos tours de compras para adquirir libros. Ex nihilo nihil fit, de la nada nada surge, con suerte, se llega a cosecha lo que se sembró.

Sin embargo, es probable que les compradores de electrodomésticos incursionen también en esa especie de obligación ética de asistir a la Feria del Libro (como a la noche de los museos, o de la filosofía o de los edificios notables). Actualmente no hay ciudad relevante que no celebre su propia fiesta del libro y sus “noches cultas”, por supuesto.

“Soy mis libros leídos y por leer”, diría quien -como el poeta- imaginara el paraíso bajo la forma de una biblioteca. Hay libros que cambian vidas, hay libros que acompañan toda la vida, así como hay vidas dedicadas a los libros. Mejor dicho, a los textos, a la lectura (el soporte es indifirente). Todo texto es relato significativo de un hecho real o ficticio. Textos científicos, ficcionales, académicos, religiosos, políticos, artísticos, periodísticos, filosóficos, pedagógicos, pornográficos.

Leer es devenir nómade sin moverse del lugar. Cuando se establece una relación intensa con la lectura se viaja en alfombra mágica. Nos transportamos a ciudades invisibles, como las de Italo Calvino, o a contrasentidos fascinantes como los de Lewis Carroll, o a mundos eróticos y mágicos como los de Marosa di Giorgio. “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”, escribe Emily Dickinson.

A pesar de que no existen chárteres para viajar a comprar libros, Argentina se encuentra entre los países latinoamericanos que más horas le dedican a la lectura: cuatro y medio o cinco libros anuales per cápita. Según quién y cómo se elaboren las estadísticas ese puesto se disputa con Chile, Brasil, México y Colombia. ¿Y los países del primer mundo? La abundancia económica por sí misma ya supone aumento de lectores. Si bien la excesiva ganancia no necesariamente da como resultado aumento significativo de lecturas, Estados Unidos ocupa el tercer lugar en el ranquin de lectores -doce libros por persona por año- a pesar de su exceso de recursos, mientras Canadá, con menores ingresos, encabeza la lista con diecisiete libros per cápita. ¿Y Francia?, segundo.

También hay relatos que salvan vidas, como la de Sherezada narrando durante mil y una noche para no morir, y hay otros que trastruecan vidas. Don Quijote y Teresa de Ávila, cada uno por su lado -siendo uno ficción y la otra realidad- son conmovides por los mismos textos, los de caballería. Teresa le reprocha a su madre la fascinación por esas epopeyas. Un mal ejemplo para sus hijes. Y se culpa por haber sido lectora de esa literatura que ya no lee, pero la dejó marcada. Los textos tienen materialidad, producen efectos. Los relatos de caballería encendieron de pasión a Teresa que, estimulada por lecturas místicas, se entregó a éxtasis amorosos y sadomasoquistas con la divinidad. Esos mismos relatos de gestas encendieron en Don Quijote el deseo de aventuras. Ejecuta todo lo leído. El hidalgo salió del libro a través del libro (se narra a sí mismo), y siguió en el libro correteando jovial por las llanuras de La Mancha.

* * *

También hay éxtasis políticos que se robustecen a través de libros. Así fue con el Che Guevara y con Rosa Luxemburgo (entre otres). En El último lector, Ricardo Piglia les auna por su pasión revolucionaria y lectora. Guevara, en 1956, gravemente herido y presintiendo la muerte (que en esa oportunidad no fue), busca referentes en sus lecturas para enfrentar el fin. Relata, abrasado por la fiebre, su necesidad de vivir y morir leyendo y escribiendo. Algo semejante a Rosa Luxemburgo que maltratada y a punto de ser asesinada, leía escenas del Fausto de Goethe. O Sócrates, que en lugar de optar por el silencio para que la intoxicación de cicuta doliera menos, eligió intercambiar relatos filosóficos hasta el final. O el poeta Horacio anunciando que levantaba un monumento más perenne que el bronce y más alto que las pirámides de Egipto. Su obra se seguiría leyendo mientras la callada vestal subiese a las colinas de Roma para honrar a los dioses. Pero sus profecías sobrepasaron las creencias paganas y se puede encontrar ese monumento en formatos virtuales o materiales. Hoy, después de tres mil años, esa construcción hecha solo con palabras sigue viva. El pequeño encanto de los grandes libros.