Desde que Chile recuperó su democracia en 1990 después de diecisiete años de la brutal dictadura del general Augusto Pinochet, cada presidente entrante se ha dirigido a los grandes empresarios del sector privado para contarles las intenciones del nuevo gobierno en materia de economía. Hubo considerable especulación en enero del 2022 sobre lo que diría el carismático Gabriel Boric, recientemente elegido presidente con una plataforma furiosamente antineoliberal. ¿Haría siquiera una aparición este agitador tatuado de treinta y cinco años de edad que había ganado notoriedad como un líder del movimiento estudiantil y enseguida como un fogoso miembro del Congreso?

Boric acudió a esa reunión, pero en vez de comenzar su discurso con declaraciones sobre sus planes o su eventual agenda legislativa, leyó un poema de Enrique Lihn (1929-1988) sobre el cementerio de Punta Arenas, la ciudad natal del nuevo presidente: "Ni aun la muerte pudo igualar a estos hombres/ que dan su nombre a lápidas distintas/ o lo gritan al viento del sol que se los borra ..." Boric estaba sacando de las sombras a los innumerables chilenos cuyas vidas han sido saqueadas, un modo de recordarle a la clase dominante chilena que "reina aquí la paz..., pero una paz que lucha por trizarse", donde permanecen los muertos, "cada uno en lo suyo para siempre, esperando, tendidos los manteles, a sus hijos y nietos".

Menos de una semana después, dirigiéndose al Congreso del Futuro, un foro anual que promueve el conocimiento científico, citó una vez más a un poeta, el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal, cuya irreverencia “contra todo autoritarismo” Boric admiraba: "en uno de sus últimos poemas antes de morir..., decía que la humanidad necesita una nueva matemática, porque uno más uno no son dos, sino uno, y que la salvación no es de uno, sino de todos nosotros juntos". Durante el año siguiente, las alusiones a la poetas, renombrados y desconocidos, siguieron apareciendo en sus discursos.

Los políticos, por supuesto, suelen recurrir de vez en cuando a la poesía. Para no ir más lejos, las famosas palabras de Seamus Heaney, “cuando la esperanza y la historia riman" (“when hope and history rhyme”) son repetidas a menudo por Bill Clinton y constantemente por Joe Biden. Pero la fascinación de Boric por la poesía y la literatura no es incidental o accesoria, sino medular. De niño, el pequeño Gabriel recitaba extensos versos que su abuelo le había leído y, en la adolescencia, participó asiduamente en un taller de jóvenes escritores, componiendo coplas incandescentes y editando una revista literaria. La viabilidad de una carrera literaria tiene que haber sido reforzada por el hecho de que tantos poetas chilenos destacados nacieran en provincias alejadas: Pablo Neruda en Temuco, Gabriela Mistral en el Valle del Elqui, Nicanor Parra en Chillán, Pablo de Rokha en Licantén y Gonzalo Rojas en Concepción, por nombrar sólo algunos que viajaron a Santiago para afianzar sus ambiciones literarias. Muchas décadas después, Boric hizo una similar peregrinación.

Y en un universo alternativo, es concebible que alguien con las voraces lecturas y aspiraciones líricas de Boric hubiera labrado una obra madura antes de alistarse en las lides políticas, siguiendo un modelo establecido por varios autores esenciales de América Latina. Sarmiento, por ejemplo, escribió, durante su exilio en Santiago, el "Facundo", un libro híbrido, mitad ensayo, mitad ficción, una obra maestra cardinal del siglo 19, cuya visión sobre la “barbarie” aplicaría cuando llegara a la Presidencia de su país. Cuando José Martí murió en el campo de batalla en 1895 luchando por la independencia cubana, ya había producido una asombrosa variedad de poemas y ensayos, que inspiraron tanto esa lucha como el asalto al Moncada de Fidel Castro décadas más tarde. Solo después de que Rómulo Gallegos escribiera novelas tan fundamentales como “Doña Bárbara” fue elegido primer mandatario de Venezuela. Vargas Llosa, cuya ficción enaltece las letras contemporáneas continentales, fue candidato a la Presidencia del Perú. Y Sergio Ramírez ya era un novelista distinguido cuando se desempeñó como vicepresidente de Nicaragua, durante el primer gobierno sandinista (significativamente, cuando Daniel Ortega, el dictador de Nicaragua, revocó la ciudadanía de Ramírez, Boric le ofreció la nacionalidad chilena).

No hay garantía, por supuesto, de que Boric hubiera alcanzado tal prominencia literaria. La historia, en todo caso, intervino. El joven que arribó a la capital se involucró ardientemente en las movilizaciones estudiantiles universitarias que canalizaron las frustraciones de tantos compatriotas que protestaban por la desigualdad y las injusticias que eran el legado de la dictadura y que los cautelosos partidos de centro e izquierda no habían podido resolver con éxito. Esa militancia finalmente lo llevó en diciembre del 2021 a ganar la Presidencia con la mayoría más alta (56%) en la historia de Chile.

El disidente que ingresó al Palacio Presidencial en marzo del 2022 estaba decidido a llevar a cabo un programa político utópico e iconoclasta, impulsado por las recientes insurgencias ecológicas, feministas y LGBTI, así como por las luchas históricas de los trabajadores y los pueblos originarios. Pero también fue influenciado por una literatura polémica y profética creada por poetas y narradores marginales y subversivos (Pedro Lemebel, Germán Carrasco, Diamela Eltit, Elicura Chihuailaf, Griselda Núñez, Roberto Bolaño, Alejandro Zambra), para quienes el verso de Enrique Lihn de que “sobre Chile pesa una lápida” (y que Boric declamó en las aulas del Congreso) personifica al país represor y atávico contra el que se rebelan.

Muy pronto, empero, la despiadada realidad de ese Chile conservador y tradicional comenzó a pesar justamente como una lápida sobre este rebelde político deslumbrado por poetas que se burlan impertinentemente del status quo. Para lograr que se aprobara la legislación en un Congreso indócil donde no tenía mayoría, necesitaría apaciguar muchos de sus sueños revolucionarios antisistema. Otro obstáculo fue que el 62 % del electorado rechazó rotundamente, en un referéndum en septiembre pasado, una Constitución portentosamente progresista, que expresaba los anhelos refundacionales de Boric y los movimientos que lo habían conducido al poder. Esa derrota turbó al novel presidente. ¿Acaso sus metas no eran compartidas por el país real, cuyos ciudadanos estaban mayoritariamente preocupados por una situación económica deteriorada y la falta de seguridad ante el aumento vertiginoso de una violencia criminal cotidiana?

Que el asediado Boric reaccionara a estos y otros reveses adoptando una agenda transformadora más moderada y modesta, incluso proponiendo soluciones que había condenado en el pasado, podría interpretarse como un sometimiento a un principio enunciado por Maquiavelo: es mejor romper una promesa si cumplirla va en contra de los propios intereses. Pero me parece que la mera conveniencia política es insuficiente para explicar este giro hacia una actitud menos beligerante. Creo que ese cambio también fue preparado por lo que sus libros más preciados le habían ya enseñado.

Su capacidad, por ejemplo, para cuestionar sus propias ideas preconcebidas está vaticinada por una frase de Albert Camus, su autor extranjero favorito: "La duda debe seguir a la convicción como una sombra". Y su voluntad de acoger contribuciones de generaciones anteriores más experimentadas, incorporando a su coalición a las mismas figuras veteranas de centro izquierda que había descalificado tan virulentamente, no es tan sorprendente, dada su estima por escritores (Jorge Teillier, Stella Varín Díaz, Armando Uribe, Jorge Edwards y el propio Lihn) que publicaron su obra más sustancial muchos años antes del nacimiento del joven presidente. Y en cuanto a encontrar un terreno común con los opositores a su gobierno, la poesía, que no es siempre combativa, ofrece un espacio de belleza y misterio donde los adversarios pueden reunirse y reconocer su mutua humanidad.

Esta apertura y tolerancia aprendidas en sus incesantes lecturas no deben confundirse, sin embargo, con el abandono de las creencias y principios que esos mismos libros han alentado. La literatura preferida de Boric está marcada por una implacable y tierna reverencia por un mundo natural amenazado y una profunda empatía por el dolor de hombres, mujeres y niños perpetuamente marginados por los poderosos. Si traicionara esa identidad íntima moldeada y habitada por "ecos y voces de nostalgia" (Neruda), Boric se sentiría huérfano, emocionalmente a la deriva.

¿Son irreconciliables las dos pasiones de la vida de Boric: el fervor por una literatura recalcitrante y sacrílega y la dedicación a una forma flexible y pragmática de servicio apasionado a su pueblo? ¿Puede ser fiel a ambos amores?

Eso dependerá en parte de lo que ocurra adentro de los inmensos confines de su mente, pero sobre todo de cómo vastas multitudes de chilenos definan su futuro comunitario mientras acompañan a su líder en este viaje tan inédito. El resultado estará determinado por la capacidad de los compatriotas de Boric para imaginar, de una manera que tantos escritores pasados y presentes han conjeturado con palabras obstinadas y maravillosas, una tierra que ya no está eternamente agobiada por una lápida, una tierra donde los muertos en los cementerios pueden descansar en paz y los descendientes que los visitan pueden vivir en justicia, donde tal vez la esperanza y la historia podrían, en efecto, comenzar a rimar.

 

Ariel Dorfman es el autor de La muerte y la doncella y, más recientemente de una colección de poemas, Palabras desde el otro lado de la muerte (Visor) y de una novela a punto de publicarse, Allende y el museo del suicidio (Galaxia Gutenberg).