“Entonces Joyce le dijo a Jung/ que su hija escribía lo mismo que él,/ y Jung le contestó: ‘Pero allí donde usted nada, ella se ahoga’”. Ricardo Piglia. Formas Breves.
Mientras intento no hundirme, casi inmóvil a pesar del esfuerzo, veo a los otros desplazarse con gracia, veloces, dejando una fina estela de espuma tras de sí. Ellos hacen su rutina con esa indiferencia marítima que se impone en las peceras, en los acuarios y al parecer también en las piletas. Entonces no es una cuestión de extensión o de profundidad lo que causa esa actitud, quizás se trate de algo que le pasa a los cuerpos sumergidos en este tipo de densidad.
Para la física de los fluidos da igual que el cuerpo sea inerte, minúsculo o maravilloso, si su densidad es superior a la del líquido al que se sumerge, inexorablemente se hundirá. Su voluntad de caída, su decisión natural de dirigirse hacia el fondo, será mayor a la fuerza que desde abajo lo empuja hacia la superficie. El asunto dramático de la física del agua solo empieza cuando un cuerpo quiere vivir o sobrevivir en ese medio. Es la importancia de aprender a nadar, pensé. Veo, mientras tanto, a cada nadador en su andarivel, con ojos tornasolados dirigidos hacia la línea negra, avanzando como si nada le opusiera resistencia.
En los documentales que tengo en la memoria desde siempre, el espectáculo de las profundidades resulta en que los peces son, o bien parte de un paisaje móvil, o bien el alimento de otros peces. Piedra, arena, algas y ellos, sin solución de continuidad, una misma ondulación y un mismo desplazamiento infinito. Sorprende la gigantesca dimensión de esa danza autómata en medio de tanta pobreza sonora. Si se los mira bien, a los peces se les nota una pasividad ancestral en la aceptación de la parte del paisaje que les toca, de ahí que no emitan sonidos con su boca, ni para llamar ni para llorar. Entre los animales acuáticos, pienso, y suelto el aire de mis pulmones en el agua, sólo hay indiferencia o ferocidad.
Mucha gente ha confundido esa indiferencia con tristeza o pesadumbre. Se trata de una ilusión que interpreta mal la ausencia de párpado y la insignificancia asumida de los peces. Parte de la fascinación que provocan, se debe a que detrás de esa mirada insomne no hay nada ni nadie. Puro borde corporal sin interioridad, presos de un estupor blanco y vacío, sin todavía poder siquiera asustarse del espectáculo idéntico que verán por siempre.
Desde niño que no abría los ojos tanto tiempo bajo el agua. Son los beneficios de llevar puestos estos antiparras que compré para mi primera clase. La mezcla de ese tono menor de luz, la lentitud en la que descienden las pequeñas partículas y la ausencia casi total de sonido, pero no de vibraciones, vuelven a algunas cosas más nítidas. Todo lo vivo desciende un escalón. Sos más primitivo, más primario, más elemental. La envoltura acuática que protege el organismo incipiente siempre será el comienzo. Pero algo sucedió que nos arrancó de ese origen. Los marineros, pero sobre todo los buzos, intentan disimular esa grieta que nos arrojó a la tierra. Sus visitas periódicas y controladas no dejarán de ser jamás una intrusión, su cercanía con aquél mundo nunca borrará la infinita distancia que nos separa. Aún así, disimulan bien, y a fuerza del hábito a veces logran la soñada continuidad.
Suspendido en el agua, boqueo con la dificultad espasmódica de los principiantes y veo sus brazadas largas, la flexibilidad de los tobillos en las patadas, y sobre todo, veo la naturalidad que los nadadores tienen al respirar. Ellos también han logrado una familiaridad con lo más extraño, pero no simulando branquias como los buzos, ni flotando artificialmente como los navegantes, ni exagerando su ineludible mutación, sino, engañando al magnetismo del agua que empuja a volver al antes del principio. Ellos, antes que cualquier otra cosa, han aprendido a permanecer en la superficie, a sacar la cabeza afuera y a respirar metódicamente el aire que nos salva del ahogo, que nos recuerda el exilio sin retorno.