En mayo de 1963, exactamente sesenta años atrás, Gloria Steinem publicaba en la revista Show su icónica crónica A Bunny’s Tale —El Cuento de la Conejita—, un exposé de las condiciones laborales en los bares Playboy que escribió luego de trabajar en la franquicia de Nueva York con una identidad falsa durante algunas semanas. Su hazaña, además de ser uno de los crossover más improbables de la historia (la feminista más emblemática de Estados Unidos trabajando para los emporios más misóginos que existieran), deja una importante lección acerca del trabajo periodístico y la militancia, los límites entre estos y sus potencialidades también.
“(Marie) volvió a Nueva York y trabajó cortamente como secretaria en una pequeña fundación educativa de la cual soy directora. Estaré muy feliz de darle una buena referencia. Tres amigos acordaron darle su mejor recomendación personal. Conocerla es quererla. Mañana es el gran día. Marie hará su primer viaje lejos de esta libreta de anotaciones y hacia el mundo. Ahora me voy a comprar un leotardo”, así comienza Steinem su trabajo describiendo a Marie Catherine Ochs, su alter ego y su falso background —esta traducción y las que siguen son propias—.
Durante las próximas semanas no será Gloria, sino Marie, la que se meta en el Playboy Club de Nueva York a perseguir esa promesa de “ganar entre 200 y 300 dólares semanales” para “las jóvenes atractivas” que quieran disfrutar de la “vida glamorosa y excitante, con altas probabilidades de viajar” y conocer “la espectacular vida de una conejita Playboy”.
Claro que fue Steinem, aquella lideresa del movimiento feminista de los 60 y 70, la que publicó la nota (sin una sóla mención al movimiento, las ideas o el marco teórico de los feminismos) que catapultó su carrera como periodista. “Antes de este artículo —dice en Gloria: In Her Own Words, de HBO— me mandaban a hacer notas frívolas como ‘Cómo cocinar sin cocinar para un hombre’”.
La fuerza de la militancia de Gloria, que abunda en esa nota, es que no puede verse. No se explica en ningún punto un deber ser de las cosas ni marca posicionamientos morales acerca del estado de las mismas: Steinem muestra, describe, narra y lo siniestro se hace presente como en una invocación brujeril.
“‘No nos gusta que las chicas tengan un background’, dijo (la encargada de personal) de manera firme, ‘sólo queremos que encajen en la imagen de la conejita’. Me dirigió al cuarto de trajes. ¿Me pongo el leotardo? ‘No te preocupes por eso’, dijo Sheralee, ‘sólo queremos que encajes con la imagen de la conejita”, cuenta Gloria acerca de su audición para Playboy, un trabajo que consistía en ser camarera, encargada de guardarropas, guía, asistente y entretenimiento para los caballeros que asistían al Playboy Club. Ni un sólo calificativo sale de la pluma de Steinem, basta con mostrar las tareas y complicaciones del trabajo para que le lector saque sus propias conclusiones.
La idea de que el periodismo debe sólamente mostrar no es novedosa —y bastante poco simpática—. Pero que el periodismo de consignas puede también mostrar y no sólo proponer parece que sí lo fuera. Salvando las diferencias —especificidades— entre los feminismos y los activismos queer El Cuento de la Conejita sienta precedente para el periodismo militante. Es decir, para el trabajo periodístico de aquelles que tienen sus consignas políticas claras pero que en muchos casos se confunde con una difusión panfletaria del deber ser del mundo mejor camuflado de tema de agenda —me incluyo en el pecado—.
Dos cuestiones interesan respecto a esto: la furia y la seducción. Sobre el primero resultan ilustrativas las palabras de Rafael M. Mérida Jiménez en la introducción de su compilado Manifiestos gays, lesbianos y queer: Testimonios de lucha. Para justificar cierta cronología y anglocentrismo el autor dice sobre Stonewall que si “alcanzó tal resonancia simbólica” se debe a la “necesidad de creación de una mitología fundacional y de una genealogía grupal” que mantuviera “el espíritu de acción y de rebeldía” y que ese acontecimiento —junto a muchos otros— “logró resquebrajar el dique de rabia contenida, de represión íntima y de la condena colectiva”.
Lo que el autor explica es que esa antología de textos proclamativos son los ejemplos más representativos de lo que circulaba en distintos espacios, agrupaciones políticas y estudiantiles luego de esas revueltas (entre 1969-1994). Eran, como dice el título, manifiestos pero también panfletos y fragmentos de discursos o cartas y son al periodismo especializado en géneros y diversidades lo que el Frank Sinatra Tiene Gripe es a los perfiles y las crónicas.
Es entendible que el llamado periodismo interpretativo hable desde esa rabia contenida y lo haga bajo la lógica de la consigna política porque la trayectoria de nuestros movimientos carecen de una distintiva tradición periodística de características y temáticas propias que se alejen lo suficiente del arte, la literatura o el ensayo para existir aparte. Pero lo que la crónica de Steinem demuestra es la incompletitud de su potencialidad al querer sólo explicar sin mostrar.
“La conejita china reveló hoy que ella usaba medias de algodón para rellenar su escote, completando así mi lista no oficial de Rellenos de Escote de Conejitas: 1) Pañuelitos de papel; 2) Bolsas de plástico; 3) Algodón absorbente; 4) ”Rabos” de disfraz de conejita cortados; 5) Goma espuma; 6) Lana; 7) Mitades de tampones; 8) Retazos de seda; 9) Medias de algodón”. ¿Necesitó Steinem explicar cómo el cuerpo de las mujeres en ese espacio era moldeado a una imagen inalcanzable de belleza sumisa? ¿Le hacía falta apelar a la deconstrucción o a algún autore que hoy tal vez ni siquiera esté interesade en su propia teoría?
La magia de ese texto reside en la capacidad de mostrar lo siniestro del mundo sin decir que lo es. Lo que lleva al segundo punto, la seducción. En su último video —de magistrales dos horas— Natalie Wynn (Contra Points) analiza la autobiografía Megan Phelps-Roper, una ex fanática religiosa devenida influencer que dice haber abandonado la iglesia de extrema derecha debido al intercambio amable por Twitter. Paradójicamente, en el mismo relato aunque sin darle importancia, dice ser igualmente definitivo para ella ver cómo las autoridades de la iglesia maltrataban a su madre.
La tésis de Wynn es la siguiente: los argumentos no importan tanto y nunca importaron lo suficiente; es igual de imperante apelar a lo irracional, a la empatía, a las circunstancias y a la experiencia personal de las personas para generar cambios —y convertidos—. Lo revolucionario del Cuento de la Conejita es que te deja ver sin explicaciones la explotación, los turnos interminables, la tortura del vestuario, la mentira, el destrato, la humillación, la deshumanización; Steinem describe las ampollas ocasionadas por el taco aguja sin decirte que le duelen, no hace falta. Lo que realmente importaba es que el texto encaje en la verdadera imagen de la conejita.