Todos tenemos un amigo ecológico, alguno con la mala suerte de que sea de los que te recomiendan hacer compost en el balconcito del departamentito, alguno con la suerte mejor de que te explique algunos equilibrios y unos cuantos desequilibrios. Uno de estos explicó un paradigma medio de terror, que todo acto humano tiene consecuencias ecológicas, aunque parezca rebuscado.
Que lo digan las nutrias, que se jodieron con la política económica de Juan Martín de Pueyrredón.
Hasta que apareció en todas las revistas del planeta el sonriente John Fitzgerald Kennedy, todo el mundo usaba sombrero. Todos, ricos y pobres, galeras o gorras, se tapaban la cabeza con algo y ni pensaban en asomarse en público descubiertos. A Kennedy, que puso de moda la cabeza sin tapa, le debemos esta era en que el sombrero es un gesto, una manera de ser excéntrico o étnico.
Pero si antes había tanto sombrero, también había una enorme industria global del sombrero que llegaba a Buenos Aires, donde había algún italiano, algún español y algún portugués que fabricaba sombreros ordinarios. España, antes de 1810, estaba en guerra con los ingleses, masivos exportadores de sombreros, con lo que se había creado lo que hoy llamamos una barrera pararancelaria y los pequeños talleres pelechaban.
El gran centro de la industria, sin embargo, era el Alto Perú, más o menos la actual Bolivia, que exportaba a toda Sudamérica excelentes sombreros de lana de vicuña. Los modelos altoperuanos no eran sólo los bombines típicos del mundo andino, sino piezas de todos los estilos chilenos, argentinos, orientales y peruanos. Del fino caballero al llanero y el gaucho, todos encontraban algo.
Con lo que no extraña que esa industria fuera víctima del golpe mercantilista de 1794, cuando la corona española decretó que todo el pelo de vicuña existente en todo el virreinato fuera vendido compulsivamente a la Real Hacienda. Esta locura, que a duras penas se cumplió con violencia, era para proteger la industria española de sombreros, que técnicamente tenía el monopolio de venta en el Imperio.
Para 1809, con la corona pedaleando para atrás para tratar de conservar sus dominios, el monopolio español se estaba quebrando, proceso que terminó con la Revolución de Mayo. La apertura total de la economía terminó como termina siempre, con la destrucción de la industria local, por entonces muy débil. Para 1815, la protesta era incontenible y hasta los sastres protestaban por la importación de esa novedad nefasta, la ropa ya hecha. Los que tenían talleres más grandes fueron por más y pidieron la total prohibición de todo artículo que remotamente se pudiera fabricar aquí.
Pueyrredón, flamante Director Supremo, no llega a tanto pero en 1817 decretar un arancel a las importaciones con rangos variables. Los más altos son para los ponchos, que los ingleses fabricaban, barcos pequeños, ropa hecha y por supuesto, sombreros. Mientras los importadores y los comerciantes ingleses gritaban de bronca, les agregó una rebaja a los derechos a las importaciones de productos sudamericanos.
Lo que vino entonces debe ser el primer lobby de nuestra historia, con todos moviendo sus fichas. La presión inglesa fue tal, que a los pocos meses Pueyrredóm tuvo que dar marcha atrás, rebajar los costos de aduana y aumentar el costo de los productos fronterizos. Los sombrereros contraatacaron, con la ayuda del hoy olvidado Juan José de Sarratea, un as en eso de la publicidad. Los fabricantes se concentraron en hacerle lobby a los legisladores, mientras Sarratea machacaba con el modelo norteamericano de industrialización con protección de los fabricantes locales.
Entre los argumentos estaba que la industria ya empleaba a 120 trabajadores, nada menos, y un evento muy moderno, el de comparar un sombrero inglés con uno argentino mojándolos con una regadera frente a los legisladores. La pieza criolla salió airosa, la inglesa deformada.
La Legislatura hizo lo que siempre hacen las legislaturas, formó una comisión en octubre de 1818. El resultado fue la ley de febrero de 1819, que aumentaba los derechos de importación de los sombreros y sólo de los sombreros. Como esto ya era Argentina, Puyerredón tuvo que crear un cuerpo de inspectores para evitar que los comerciantes remarcaran los precios de los sombreros que ya estaban acá.
El sector sombrerero prosperó, pero tenía un fuerte problema también muy moderno, el de los insumos importados. Faltaban productos para el impermeabilizado final, pero más básicamente faltaba pelo de vicuña. La guerra de Independencia no había terminado y el gran reducto de los realistas era, justamente, el Alto Perú. La vicuña, la llama, la oveja y hasta el guanaco en tierras libres no alcanzaba para hacer sombreros de calidad.
Aquí entra en escena uno de los sombrereros, el belga Felipe Alejandro Soulages, que descubrió cómo agregar a la mezcla de lanas el pelo de nutria. Soulages tenía una de las principales fábricas, con mano de obra libre y esclava, y aprendices de los que firmaban un contrato de esclavitud light por unos años, cuando se graduaban como maestros del oficio.
La técnica de Soulages desató una masacre. Las nutrias son laguneras y orilleras, quieren agua y bañados, con lo que empezaron a llegar a la ciudad barcas y más barcas, carretas y más carretas de pieles de nutria de las lagunas del Paraná. San Nicolás se transformó en una capital del negocio, con flotillas operando en las islas entrerrianas, y en Dolores y Patagones se instalaron pulperías que sólo admitían una moneda, la piel de nutria. Los indios pampas rápidamente entraron en el negocio y en vez de malones traían caravanas de caballos cargados de pieles.
El cascarrabias del padre Castañeda dejó un testimonio, en 1822, de la "fiebre de la nutria" y sus efectos secundarios. Era imposible conseguir empleados en el campo, renegaba el cura periodista, porque a dos pesos la docena de pieles de nutria, ni valía la pena trabajar todo el día. Resulta que con buena maña, se podía ganar la vida laguneando una tarde.
Los comerciantes ingleses y los norteamericanos también entraron en el negocio, pero para exportar las pieles a sus sectores sombrereros, mucho más grandes que el nuestro. La masacre se acelera tanto que empiezan a escasear los bichos y varios gobiernos, de Rivadavia a Rosas, tomaron las primeras medidas preservacionistas de nuestra historia. En 1832, 45 fabricantes de sombreros argentinos le piden al gobierno que prohíba completamente la exportación de pieles, como ya hacían Francia, Gran Bretaña y España. Ni bola les dan.
Las nutrias, se sabe, no se extinguieron ni mucho menos. Son feroces y más que fértiles, inteligentes y mañeras. Lo saben todos los que tienen un gallinero cerca de un curso de agua y se encuentran una buena mañana con un revoltijo de plumas y sangre, nada más.