La vieja Olivetti verde y descascarada retumba en la penumbra del cuartito de la dirección de inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Un sub oficial de segunda está tecleando la ficha:

Legajo nro. 23 / Carpeta 39 / Orden 144.

Nombre: Flamini, Oscar Rubén

Fecha de Nacimiento: 26 de Junio de 1944

Domicilio: Ingrasia 658, Ensenada

Lugar de trabajo: Astillero Río Santiago.

Categoría: Peligrosidad grado 1. Comunista.

“Y si…el ´75 fue bravo…” dice hoy este Rubén Flamini de casi ochenta años, que trabajó en el Astillero desde sus catorce y que ahora recorre el pasillo apoyado en un bastón que no le quita -en absoluto- la energía.

Los ojos de Flamini sonríen cuando habla. Sonríen y miran a Diego Barreda, su otro compañero, también de ochenta años, también comunista, también parte del grupo conocido como “Los Sobrevivientes”. “Los sobrevivientes somos, fuimos, veintiséis. Algunos, como yo, pudimos zafar y salir al exilio, otros, como Diego, se comieron la cana. Muchos no sobrevivieron. Tenemos la dramática memoria de que el Astillero Río Santiago es, de todas las fábricas, quien más muertos y desaparecidos tuvo: cuarenta y seis”. La pausa en cada frase se corresponde al ritmo del pensamiento. Rubén no solo piensa antes de decir algo; también va pensando mientras lo dice. Y Diego asiente. Sin duda que Diego Barreda es la retaguardia de Rubén y casi no habla, pero mira. Y esto bien podría ser una escena de “Si Te Dicen que Caí”, la entrañable novela de Juan Marsé. Pero no es novela. Es parte de la historia argentina.

Oscar entró a trabajar al Astillero a los catorce años y fue parte de la primera toma de las instalaciones a los quince porque “ya en aquella época pedíamos horario reducido, por salubridad. Los compañeros eran todos peronistas y eran épocas de gran efervescencia política. Se hablaba de política, se formaba política. Ahí estaba todo lo bueno”.

Rubén Flamini vivió el Astillero Río Santiago “cuando pasé de aprendiz a fundición, me tocaba hacer una pala de hélice. Era una hélice de 4 palas, se hacían a mano, se moldeaba, se fundía, se enfriaba durante la noche y se media a la mañana. Las medidas de las curvas, el borde de fuga, el borde de ataque, tienen que ser exactas porque si no se quiebran. Yo hacia la pala y al día siguiente entraba a las ocho de la mañana. ¡las pelotas! ¡Yo llegaba a las cinco para ver mi trabajo! Esa cosa pesaba cinco mil kilos ¡y yo quería ver mi obra!”.

Años después, fue uno de los redactores del convenio colectivo de trabajo que rige hasta hoy y allí comenzó otra etapa: “primero la policía de la provincia, después la triple A, y después la dictadura. Lo de ellos era interrumpir la continuidad generacional, porque nosotros laburábamos y discutíamos y nos formábamos. Y eran tiempos de la gran política. No se discutían boludeces como ahora de quién dijo o quién no dijo, era alta política; formación, propuestas, estrategias, y de ahí nace la organización, la resistencia y el convenio colectivo de trabajo. Y cada cosa en su tiempo y lugar”

Las anécdotas vienen solas a propósito de lo que se hable. Tantos años de lucha dejan miles de hojas en la memoria intacta: ”Una vez íbamos a tomar el ministerio de economía. Allá había de todo, peronistas, radicales, troskos, comunistas, pero íbamos juntos, porque marchábamos juntos, compañeros con los que tenías fuertes diferencias, durante la marcha nos puteábamos, nos pateábamos de verdad, patadas, golpes, pero la columna no se desarmaba y si tocabas a un compañero de la marcha, se armaba a los fierrazos sin contemplación. Mira, había respeto por las ideas. Acá la mayoría eran peronistas y yo fui doce años secretario general de la organización, votado por mayoría, y siendo comunista. Era un clima de época”. Rubén se acaricia la barba mefistofélica y suspira. Sonríe suave. Levanta las cejas. Aprieta los labios, asiente con la cabeza. “Todo ocurrió entre el setenta y cuatro y el setenta y cinco”.

Después llegó el Comando Restaurador Nacional prometiendo “que todos los zurdos seriamos ajusticiados. Y allí las matanzas, las torturas, crueles, y las prisiones, los exilios…”.

Acá sobreviene un largo silencio en que Flamini se toca las manos, piensa, y decide si se queda en esa parte de la historia o gira y arranca para los días de imparable entusiasmo, entonces mira el techo, toma aire y recuerda: “aquí llegamos a ser cinco mil trabajadores. Esto era un hervidero de obreros, por eso fue natural que se convirtiera en un centro político, porque se trabajaba muchísimo y te ibas formando profesional y políticamente: trabajo y derechos, porque eso te forma y te hace feliz. Es muy emocionante ¡imagináte! El partido es importante, porque va a delinear lo que tiene que hacer el gobierno”.

El café que acaba de llegar viene bien, pero corta la música casi marcial de esta película viva sobre un triunfo tan absoluto como momentáneo. Finalmente estamos asistiendo al relato directo de unas batallas épicas de las que no se habla. Flamini y Diego son los guardianes de historias que no se cuentan y acaban perdiéndose como la memoria del abuelo desde la mecedora a la hora de la siesta.

Oscar hizo un silencio atento sin sacarle los ojos de encima a la persona que trajo el café, y cuando se fue, decidió seguir dando la pelea en ese campo donde se juntan la nostalgia y el futuro: “Lo que pasó es que los jodimos a los milicos y claro, se molestaron. Habíamos tomado la fundición y vino la infantería de marina armada hasta los dientes y nosotros los mirábamos desde el piso de arriba y ellos disparaban a las ventanas. La idea de ellos era entrar para sacarnos, pero nosotros habíamos puesto delante de los portones los tanques de nafta y si entraban a bala, volaba todo por los aires. Pero nosotros no teníamos armas, así que armamos unas mangueras que usábamos con la compresora de aire y metíamos en la punta unos cuarzos al rojo vivo y con eso tirábamos desde arriba. Ellos no podían reventar los portones por los tanques y hacia arriba no nos veían. Bueno, así los tuvimos dos días. Después negociamos la salida. Había que negociar desde una posición favorable. Nosotros no éramos aventureros, éramos laburantes organizados ¿entendés?” Y ahora la risa es carcajada franca, y recuerda que fue él quien le mandó la carta a Hugo Chávez para que visite el Astillero, y Chávez fue “y mandó a hacer dos buques que acá siguen por el bloqueo que EE UU tiene sobre Venezuela”.

Es hora de irnos. Los pocillos de café en la mesa prestada están vacíos y los sobrevivientes dan cuenta de que más allá de las penurias, las luchas, las persecuciones, siempre que hablan del Astillero, hablan con un cariño inmenso. Oscar Flamini mira el buque enorme por la ventana y levanta el dedo por primera vez, “pero hay todo por delante, ¡mirá! todo por hacer. Esto es enorme. Solo hay que organizarse y pasar por encima de esta época de retrocesos aniñados y consentidos desde la pose de progresismo. Nosotros defendimos esto de una forma en que si lo propones hoy, te dicen que sos un trosko tirabómbas ¡pero así se defendió todo lo que después se convirtió en derechos!”

Y entonces respira y vuelve otro silencio. El silencio del que supo, del que hizo, e intenta imaginar, saber, si habrá un puente que sirva de certeza entre la nostalgia de lo soñado y un porvenir fabuloso, porfiadamente también soñado, todavía.