Juan se levanta y toma una pastilla para la presión. Durante el desayuno toma otra para mejorar el sistema digestivo. Luego, como tiene una reunión importante, consume un comprimido para relajar los nervios. Como no lo puede evitar, después del encuentro de trabajo, toma una para aliviar el dolor de panza que apareció como resultado de afrontar una situación de estrés. Al llegar a su casa, se relaja pero no consigue dormir; de manera que espera un rato y toma una pastilla más para descansar. Juan no existe, aunque en realidad sí existe: sobreabundan las personas que, a su turno, consumen a lo largo del día anfetaminas para no comer, quemadores de grasa para bajar de peso o estimulantes para no dormir. El uso social de los remedios tiene que ver con la medicina, y también la desborda.
Los seres humanos, en el presente, son estimulados a tomar un medicamento para cada dolencia y protagonizan un fenómeno que se conoce bajo el rótulo de medicalización de la vida cotidiana. Los laboratorios, por su parte, fomentan esta situación de hipermedicalización a através del marketing, a partir de publicidades que promocionan elixires capaces de resolver todas y cada una de las molestias, afecciones, trastornos y males.
El cardiólogo uruguayo Baltasar Fleitas define a la medicalización de la vida cotidiana como “la invasión de la medicina en aspectos de la sociedad y de la vida que no son patológicos en sí mismos ni pasibles de tratamiento”. Lo que el especialista quiere decir, en este sentido, es que las personas terminan resolviendo como médicas situaciones que, en verdad, son sociales, profesionales o pertenecen a otros ámbitos. Así, la ansiedad y la tristeza; la menstruación, menopausia y andropausia; la calvicie, disfunción sexual y anticoncepción; el déficit de atención o la hiperactividad, en el 2023, son medicados. La patologización de la vida, de este modo, transforma a las personas en dependientes de drogas que necesitan para afrontar cada uno de los instantes de sus vidas.
“La sociedad en la que vivimos es muy exigente, la medicalización se vincula con el ritmo con el que vivimos. No solo nos medicamos sino que nos automedicamos. La polifarmacia puede tener efectos adversos muy notables”, comenta la médica infectóloga Leda Guzzi.
Pensar y hablar como la medicina manda
“Existe una apropiación por parte de la medicina de situaciones normales o biológicas. Un ejemplo paradigmático es el inicio de vida: el nacimiento, que es un fenómeno normal, se convierte en un problema médico. De hecho, a las mujeres que dan a luz, se las nombra como pacientes. ¿Cuál es la enfermedad que tienen? ¿Estar embarazadas y estar por tener un hijo?”, señala Ignacio Maglio, abogado y miembro del Consejo Directivo de la Red Bioética de Unesco.
María Luisa Pfeiffer, investigadora del Conicet y experta en el área, acuerda en esta situación y apunta la existencia de un paradigma médico/biológico que se ofrece como solución para sortear los obstáculos que puedan surgir. “El hecho de que la medicina consiga logros importantísimos hace que siempre acudamos a ella y confiemos plenamente”, expresa. Así es como, a partir de su legitimidad en el espacio público, hasta el propio lenguaje médico traspasa las fronteras disciplinares y comienza a ser empleado desde otros lugares y con otros sentidos. “Muchas reacciones del ser humano las tamizamos con conceptos médicos. Cuando hablamos de la economía decimos que vamos a hacer un diagnóstico; y ya no estamos cansados sino deprimidos. Estamos tan imbuidos de estas categorías que traspasan todas nuestras relaciones, una terminología que está al alcance y confunde”, dice. Y agrega: “Esto guarda relación con el poder de la medicina de determinar lo normal y diferenciarlo de lo anormal”.
En este marco, el fenómeno es global. Aunque originariamente afectaba a la cultura occidental, poco a poco se fue desplazando hacia la oriental. El cuerpo humano se limita al cuerpo biológico tal como lo define la medicina. “Esto tiene una implicancia muy clara: cualquier cosa, daño o incomodidad que le pase al ser humano es susceptible de ser consultada con un médico. Incluso la psiquiatría se ha incorporado a la medicina; todo lo relacionado a los afectos, los sentimientos, las relaciones con los otros”, destaca Pfeiffer. Después continúa con su reflexión y remata: “Si todo lo que nos pasa son enfermedades, necesitamos curarnos de esas enfermedades. El tema es que las personas no miran al interior de su propia vida, no se preguntan por qué se sienten mal. A lo mejor se sienten mal porque se pelearon con un ser querido o por vivir en una sociedad que no les permite alcanzar sus deseos. Esas cosas nos las cura la medicina”.
En todo está el mercado
Según el historiador francés Philippe Ariès, en las sociedades contemporáneas existe un tabú en relación al dolor. De esta manera, a los humanos se los empuja a evitar esa sensación por todos los medios posibles. Así es como, según resume Maglio, “el escape al sufrimiento y al dolor tiene que ver con una consigna de la modernidad”. En esta línea, una manifestación que se desprende de esta consigna es el excesivo consumo de medicamentos, práctica que crece y que les permite a los individuos desmarcarse de sensaciones y experiencias desagradables.
En paralelo, se acelera la mercantilización de la salud con los laboratorios como protagonistas exclusivos. “Si nos referimos a los medicamentos, hay que saber que existe un interés de la industria muy grande. Inclusive se inventan enfermedades para poder seguir prescribiendo medicamentos. Es parte del negocio”, destaca Maglio. Luego brinda un ejemplo: “Es muy claro lo que sucedió con los parámetros para medir hipertensión, que se van corriendo, precisamente, para indicar fármacos. Lo mismo sucede con la patologización de los chicos: se crean enfermedades para nombrar comportamientos que hace poco tiempo solo se definían a partir de sus características personales. Se decía que eran niños inquietos y ya. Ahora se los medica”.
De hecho, no solo se promueve el uso de formulaciones en aquellos que tienen alguna enfermedad, sino que también se promete mejorar la vida cotidiana (aseguran la felicidad y el bienestar) de los que están sanos. Así, las farmacias que en el pasado se parecían más a laboratorios, hoy se asemejan más a las almacenes o supermercados, en los que se puede comprar desde chocolates a anteojos de sol, espejos y gaseosas.
Desde aquí, un antecedente valioso lo constituye el libro “Medicalización y sociedad”, que es el resultado de un trabajo colaborativo de especialistas de la Universidad Nacional de San Martín y el Observatorio Argentino de Drogas que depende de Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico. La publicación, a lo largo de los diversos capítulos, deja entrever cuál debe ser el rol del Estado para poner en cuestión los vínculos que se tejen entre la salud y el mercado. Así, postula la necesidad de recuperar una definición de la salud que recupere los contextos, que supere la mirada individualista y que la reconsidere como un derecho humano.
Ni morir tranquilo se puede
La medicina hizo, afortunadamente, que muchas enfermedades que tiempo atrás eran mortales hoy puedan tratarse sin problemas. Junto a la potabilización del agua, prolongó la vida y la dejó en un promedio de 75 años, mientras que en el siglo XIII, un hombre que alcanzaba las cuatro décadas era considerado casi un anciano. Para decirlo de una vez, las ciencias de la salud reemplazaron a la muerte con enfermedad.
Nadie estará en contra de la premisa de que vivir más es mejor; sin embargo, ¿qué hay de la calidad de vida? Esta pregunta se relaciona con las formas del morir en la actualidad. Si en el pasado las personas en Occidente fallecían en sus casas, al calor de sus seres queridos; en el presente lo hacen conectados a todo tipo de máquinas y artefactos cuyo único objetivo es estirar la agonía.
Como explica Ariès: “La muerte en el hospital no es ya ocasión de una ceremonia ritual que el moribundo preside en medio de la asamblea de sus parientes y amigos, y que varias veces hemos evocado. La muerte es una cuestión técnica lograda mediante la suspensión de los cuidados; es decir, de manera más o menos declarada, por una decisión del médico y del equipo hospitalario”.
Hoy en día, gracias a los avances científicos, la medicina ayuda a vivir a los enfermos, pero no los ayuda a morir. Quizás sea momento de otorgarle al final de la vida la atención que se merece.