En su carta del 17 de julio de 1978, mi padre, el Capitán Soriani, hace un salpicado de temas que ahora releo con ternura y nostalgia. Dice mi viejo:
“En una carta anterior te dije que le preguntaras al médico qué vacuna se te puede aplicar, porque en tu situación más vale prevenir que curar”.
En julio del 78 la represión arreciaba en las cárceles y el párrafo demuestra la resistencia de mi padre. No se convencía de que no sólo era imposible aplicarse alguna vacuna, sino que tampoco teníamos atención médica ni ante casos de enfermedad manifiesta. En esa época llevábamos más de tres años detenidos y más de dos desde el golpe genocida del 24 de marzo del 76. Evidentemente lo traicionaban sus deseos: nuestra preocupación no eran las vacunas preventivas, sino amanecer vivos cada mañana.
“Tengo la máquina fotográfica que me prestó tu hermana –continúa el Capitán–, y pienso ir a sacar fotos del barrio para mandarte. Pero estoy esperando que venga la primavera y con ella la luz que ahora brilla por su ausencia.
También quiero convencer a tu madre para que el próximo enero me acompañe a San Clemente del Tuyú y pasemos unos días juntos en el viejo Hotel Bellini. El mismo al que íbamos con tu hermana, cuando ustedes eran chicos, pero al que nunca fui con ella, que prefería quedarse en casa.”
Nunca recibí las fotos del barrio y tampoco recuerdo si mis padres fueron o no a San Clemente, pero este párrafo disparó recuerdos que me aliviaron varias mañanas de desazón y miedos, cuando la muerte rondaba los pabellones y las caminatas interminables dentro de la celda eran la única actividad posible en el penal de Magdalena.
Corría el camastro de hierro al centro de la celda y empezaba a caminar en círculos alrededor, así evitaba tener que dar tres pasos hasta la pared, girar, y dar otros tres. La caminata en círculos era más ágil y continua. A veces duraba seis, siete o las horas que cada uno decidiera o aguantara. Eran solitarias, en silencio, y la intensidad de los recuerdos nos transportaban a paisajes felices, como aquellos días de San Clemente junto a mi padre y mi hermana.
El hotel se llamaba Bellini; mi viejo, al que nunca le sobraba un peso, alquilaba una habitación para los tres, y a veces para los cuatro, porque mi hermana llevaba una amiga. “Ella la necesita, hijo –me explicaba el Capitán–, en cambio nosotros dos jugamos juntos.”
El hotel quedaba frente a la playa y el día comenzaba temprano. A las ocho bajábamos al comedor para desayunar las medialunas y el café con leche servido por mozos desde cafeteras enormes, con mangos de madera largos y de un aluminio manchado por el uso y el óxido. Cuando terminábamos, y antes de subir al cuarto a prepararnos para el día de playa, mi padre leía el menú del mediodía que pegaban en los vidrios de la puerta del comedor. La tarifa incluía el almuerzo: sopa de verduras o ensalada, de entrada, y vermichelis o ravioles caseros de segundo. Cuando anunciaban milanesas había festejo, porque eran la especialidad de la cocinera que, si mal no recuerdo, era la esposa del dueño.
Luego subíamos a la habitación y cargábamos la sombrilla, las lonas y la infaltable pelota. Nunca reposeras, porque el Capitán sostenía que a la playa “no se iba a estar tirado como una vaca al sol, sino para aprovechar el mar que oxigena y tonifica. Hierro puro”, dictaminaba muy serio.
Mi viejo jugaba “al cabeza” conmigo con la famosa Pulpo, toda la mañana, mientras mi hermana reclamaba a gritos su ayuda para hacer algún castillo de arena. El Capitán a veces se resignaba y me miraba cómplice: “juego de mujeres, hijo”, mientras agarraba el balde y corría a buscar agua para hacer “una fortaleza, rodeada de agua que impida el cruce del enemigo”.
Volvíamos hambrientos al mediodía para devorar los platos del Bellini. Luego, mi padre se entregaba a la ceremonia de hacerse un café en una pieza tan estrecha que apenas cabíamos. Llevaba una alcuza con alcohol de quemar y calentaba agua mientras batía el café instantáneo hasta dejarlo de color beige y cremoso. Se fumaba un Saratoga y, entre pitada y pitada, nos empastaba con los bronceadores de entonces: Ambre Solaire, o Emulsol, que no se absorbían nunca. Mi hermana y yo odiábamos esas cremas que nos dejaban pegajosos por horas, pero sabíamos que no había resistencia posible: el Capitán no transaba. “Se lo ponen o nos quedamos. No quiero que terminen insolados”, afirmaba mientras nos untaba con prolijidad.
Las cenas no eran en el hotel, sino unas porciones de pizza o algún menú barato: “Cuanto menos gastemos, más nos quedamos”, decía. Pero nunca dejaba de darnos algunos gustos: los helados o las kermeses de la peatonal nos tenían de clientes, y al Capi le encantaba ver cómo volaban las latas frente a sus certeros bochazos. “Fui el de mejor puntería de mi promoción”, recordaba emocionado, mientras guardaba los premios: hipocampos que cambiaban de color según el clima, llaveros con almejas o lapiceras incrustadas de caracoles.
Muchos años después, volví a San Clemente del Tuyú junto a Laura, mi compañera, y ahí seguía, en la esquina de siempre, el viejo Hotel Bellini. Con su estilo “moderno” y sesentista, el mismo enorme balcón terraza al frente, el histórico logo. Los mismos sillones, repisas y muebles. Iguales adornos. Las mismas alfombras y estrechos pasillos, y la amabilidad de sus empleados, que nos llevaron de visita por todos sus rincones.
Ese mediodía, frente a esas imágenes de película en blanco y negro, como en un espejo invertido recordé esas caminatas solitarias en la celda de la prisión militar de Magdalena, donde revivía aquellas vacaciones de la infancia que precedieron a otros años felices de sueños, compromiso y militancia, cuando el asalto al paraíso estuvo ahí, al alcance de nuestras manos.
* El libro Las cartas del Capitán será presentado el domingo 14 de mayo a las 20.30 horas en la sala José Hernández de la Feria del libro.