Primero de setiembre de 2022 en Barrio de la Recoleta, Buenos Aires. A las 20.32 minutos. Una Bersa 320 apareció en un movimiento de ¿diez segundos? por entre dos cabezas. Dos gatillazos. Balas ausentes. Un movimiento hacia abajo de CFK para recoger un libro. La multitud ajena, menos dos hombres que se abalanzan sobre el hombre de la Bersa. Lo vimos en medio de gritos y cánticos por la tevé. Fue un instante, sí. Duró menos que el empujón de un cuerpo vivo pero dopado con pentonaval que arrojan desde un avión. Menos, mucho menos, que los larguísimos minutos que tomó la aviación naval para descargar toneladas de bombas para asesinar a 300 argentinos el 16 de junio de 1955 en Plaza de Mayo cuando quería matar a Perón. Menos que el robo del cadáver de Evita de la CGT rumbo al exilio milanés durante 15 años. Menos que lo que tardaron las ráfagas de ametralladora del grupo de asesinos de la ESMA que fusilaron a Rodolfo Walsh. Fue un instante donde se condensaron 38 libros supurantes contra CFK, 654 denuncias judiciales falsas, 867 horas de televisión babeando odio en la más intensa y pertinaz persecución: esta vez, no hubo anticipos. Pero la secuencia de las últimas horas previas a los dos gatillazos ya había enloquecido a la brújula del odio.
Y esa brújula tiene una historia política inconfundible: se trata siempre de la construcción del odio político -hate news- contra los dirigentes populares y de la edificación de un poder mediático sometido a la reproducción de mentiras -fake news- para defensa de los intereses económicos de los sectores dominantes y la demonización de los líderes populares para forzar cambios económicos. Durante el siglo XX argentino, prevalecieron los golpes militares para cambiar la matriz económica desarrollista e independentista en América Latina. El centro neurálgico de esas intervenciones tuvo que ver siempre con la necesidad imperial de controlar y usufructuar los recursos naturales, pero, hacia dentro de cada país, fueron las clases dominantes las que actuaron a través de mecanismo o militares (golpes) o legales (lawfare o guerra jurídica) para controlar la distribución y apropiación de la renta nacional.
Los gobiernos populares siempre debieron enfrentarse a esa conjunción de opositores violentos, medios de comunicación afines y justicia ilegítima que socavaron la voluntad democrática. No podía ser la excepción el primero de todos, el del radical Hipólito Yrigoyen. Después de que la oligarquía ideara un país para unos pocos a través de la generación del 80 y la privatización de las tierras que alguna vez pertenecieron a los pueblos originarios, el radicalismo impulsó a la pequeña burguesía y nuevos asalariados a reclamar por sus derechos políticos. Para ellos, hubo que sostener un Estado que llegara a donde los privados solo veían negocios. Educación, salud, empresas nacionales (sobre todo la creación de YPF), todo debía transformarse. Desde el comienzo los grandes medios de comunicación (los diarios Crítica, La Prensa o La Fronda o revistas como Caras y Caretas) que representaban a la vieja oligarquía fueron la maquinaria para erosionar la figura del líder radical. Las críticas eran que el crecimiento del Estado se realizaba a través de la incorporación como empleados públicos de la militancia radical para favorecer aquel sector social a través de lo que ya entonces llamaban populismo a través de una impronta personalista del “peludo”. De hecho, Mauricio Macri reavivó el debate en junio último al afirmar que el populismo se inició con Yrigoyen. Razón no le faltaba. La irrupción de una clase media independiente de la oligarquía fue uno de los principales factores que desencadenaron el golpe militar del 6 de setiembre de 1930. El general José Félix Uriburu tomó la Casa Rosada y le pidió a la Corte Suprema un fallo sobre la legitimidad de su gobierno, al que llamó provisional. La Corte estableció que nada obstaba para el ejercicio del poder por los sublevados, “si se respetan los derechos establecidos por la Constitución”. Aquella famosa acordada fue firmada el 10 de septiembre por los cortesanos José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle y Antonio Sagarna y el Procurador Horacio Rodríguez Larreta (tío bisabuelo del actual jefe de gobierno porteño). Yrigoyen fue detenido en La Plata y llevado a la isla Martín García y la turba saqueó su casa ubicada en Brasil 1039 de la ciudad de Buenos Aires. Yrigoyen fue sobreseído por falta de pruebas en los cientos de causas a las que había sido sometido y recuperó su libertad. De hecho, Yrigoyen falleció en una casa prestada por sus correligionarios, en 1933.
Pasada la década infame, fue Juan Perón quien volvió a encarnar el sentir popular. El Estado de Bienestar y la puja distributiva que representaba no podía ser tolerada, nuevamente, por esa tríada que conformaban los opositores y sus fuerzas armadas, la Justicia y los dueños de los medios de producción que incluían a los grandes diarios y sumaba ahora a las principales radios. Las 120 denuncias contra Perón fueron escandalosas. Lo acusaban desde ser un pederasta que tenía un romance con una militante menor de edad de la Unión de Estudiantes Secundarios, Nelly Rivas, hasta la que le inició la Revolución Libertadora, en 1956, por “traición a la Patria”. El decreto 4161, firmado por esos tiempos, prohibía invocar el nombre propio del presidente depuesto y el de sus parientes, usar las expresiones "peronismo", "peronista", " justicialismo", "justicialista", "tercera posición", y entonar las composiciones musicales "Marcha de los Muchachos Peronistas" y "Evita capitana”. Hasta Hugo del Carril fue encarcelado por cantar “la Marchita”. Por esos años, el cadáver de Eva, su mujer, fue secuestrado por el gobierno militar y recién lo recuperaría en 1971. Lo cierto es que lo que no se toleraba era que cuando Perón fue derrocado, en 1955, los trabajadores participaban con el 50% del ingreso nacional. Ya en 1958, con la Revolución Fusiladora, la cifra había bajado a 35,5%. Hubo que esperar a 1974, con Perón nuevamente en el Gobierno, para que pasara a 47 puntos. Para la década de 1970, el abogado de Perón, Isidoro Ventura Mayoral, declaró que su cliente ya no tenía ninguna causa abierta de aquellas 120. La dictadura militar de 1976 que derrocó a Isabel Perón no necesitó el lawfare, aunque contó con el periodismo para el silencio y ocultamiento de la tragedia, por lo menos hasta 1982, que descargó con el asesinato y la desaparición y el exilio de miles de argentinos. La Guerra de Malvinas fue el parteaguas de ese silencio.
A partir del 2001 la idea de los golpes militares para someter a los gobiernos populares entró en decadencia. Desde Washington se pergeñó, entonces, la necesidad de cambiar la Escuela de las Américas para formar militares contrarios a los populismos- es decir a las doctrinas de la soberanía y justicia social de Latinoamérica, a las nuevas formas de control a través de la formación de un ejército de abogados, jueces y especialistas: los soldados de la guerra jurídica. Los soldados del lawfare. Sus armas: los códigos penales como terminales de un proceso social basado en la difusión de noticias falsas sobre la moral y la conducta de los líderes populares: el arma de las denuncias de corrupción a través de los medios de comunicación, ahora agigantados no sólo en los diarios sino en la explosión de internet y las redes sociales. Así, el periodismo de guerra es un diseño del neoliberalismo, del reino feroz de las corporaciones en la comunicación. Es una dictadura simbólica sobre las cabezas, la parte más esencial en cuanto a la definición de la libertad de las personas. Considera a los ciudadanos, su cabeza, como un objetivo militar, capturando y colonizando su subjetividad para confundir y someter. Sirve a los intereses de las corporaciones económicas y gobiernos para los que actúa, vulnerando, con información falsa o fake news, manipulada, el derecho de los ciudadanos a elegir en libertad. Ahora bien, la base del periodismo de guerra son las fake news y las hate-news o incentivación de los discursos de odio. O sea, noticias mentirosas y noticias de odio.
A partir de 2003, Néstor Kirchner comienza a recuperar la participación de los trabajadores en el PBI. En su etapa pasa del 28% al 35%. Para 2007, cuando Cristina Fernández llegó a la presidencia, los métodos para la eliminación del poder popular se hicieron más sofisticados. En 2008, con el conflicto por las retenciones con el bloque agro exportador, se inició un proceso sostenido de guerra comunicacional o periodismo de guerra -admitido así por sus propios hacedores- de los grandes medios, en su mayoría transformados en corporaciones asociados al gran capital financiero nacional e internacional, con sede en guaridas fiscales. Sin embargo, el nivel de producción de derechos sociales, políticos y personalísimo del gobierno de CFK a medida que crecía en participación popular también crecía en ser objeto del odio que estalla hacia 2015 cuando los datos de la distribución del ingreso daban -como había sido en las vísperas del golpe militar de 1976- una participación de los trabajadores en el PIB de casi 51,8%. Nuevamente el poder mediático y económico (ahora usando de ariete a los jueces en lugar de los militares) se oponían al famoso fifty-fifty. Comenzaron así las denuncias de opositores y una retahíla de juicios en la justicia federal bajo el lema de que el gobierno popular era sobre todo corrupto, es decir, una asociación ilícita para robar y además, asesino, ya que se usó la muerte del fiscal Nisman como ariete de esa guerra jurídica en marcha que debía derivar, como derivó, en el triunfo de la derecha liderada por el procesado empresario Mauricio Macri a la Presidencia. A partir de allí comenzó la implementación sostenida del lawfare o guerra jurídica. Así, analizan muchos autores, “la instrumentación del derecho con fines políticos aparece como una de las estrategias preferidas de las derechas que abrevan en los métodos fascistas, que se extendieron a todo occidente. El fascismo usa códigos muy parecidos a los que utiliza la mafia y en general el crimen organizado. Se castiga la deslealtad, la venganza es algo normal y necesario y se plantea la eliminación del contrario como medio para conseguir sus fines. Si la eliminación física es posible, se perpetra, como sucedió en las dictaduras del siglo XX en Europa y en América Latina, incluido el nazismo y el franquismo, pero hoy, que es más difícil garantizar la total impunidad del asesinato o la desaparición forzada, se recurre al desprestigio constante o a su encarcelamiento en base a acusaciones falsas (lawfare) o a su bloqueo mediático como actor político y social. La idea es la misma, neutralizar al oponente y sacarlo del camino, haciendo sinónimas las palabras adversario político y enemigo.”
Las denuncias contra Cristina Fernández durante sus dos mandatos (2007-2015) en Comodoro Py, sede de la justicia federal, llegaron a ser 654. La guerra mediática abarcó todos los carriles: se escribieron 38 libros en contra de su gobierno con difamaciones y mentiras sobre su historia personal. Se grabaron más de 1000 horas en programas de tevé acusándola de corrupción, de locura, de violencia, de despotismo. También, fueron denunciados sus hijos. Pero con la llegada de Macri al Gobierno el lawfare recobró su protagonismo. La primera medida fue intentar meter por la ventana a dos jueces de la Corte sin contar con la aprobación del Senado. Luego llegó el copamiento del Consejo de la Magistratura donde mediante un ardid se le arrebató un representante al kirchnerismo para quedarse con la mayoría y designar a un macrista para capturar la mayoría del órgano de designación y remoción de magistrados. Luego comenzó el nombramiento y reposicionamiento de 256 jueces copando en forma vertical los tribunales de Comodoro Py. La estrategia de Macri fue no preocuparse tanto por los tribunales de primera instancia sino asegurarse la mayoría en la Cámara de Apelaciones, Tribunal Oral, Casación. Así sus propios funcionarios se transformaron en querellantes para reabrir causas como, por ejemplo, la de Vialidad Nacional. Esa fue una de las diez causas en que hizo eje el macrismo para acabar con Cristina Fernández gracias a la ayuda inestimable del fiscal procesado Carlos Stornelli y el juez Claudio Bonadio que llegaron a tener siete procesos al mismo tiempo en su contra y proponer 8 indagatorias a CFK en el mismo día. Actualmente se está llevando adelante el juicio oral por el supuesto direccionamiento de la obra pública en Santa Cruz conocida como causa Vialidad. En esa causa había sido sobreseída dos veces, pero en 2016 fue relanzada por una denuncia del funcionario macrista Javier Iguacel. Para Cristina Fernández los que la juzgan son jueces del lawfare y su condena ya está escrita. La sobreactuación del fiscal Diego Luciani parecía correr en esa línea (fue transmitido en cadena nacional). En estos días, es el turno de los abogados defensores de otros imputados que, curiosamente, no aparecen en los canales de noticias. Se pretende impedir que Cristina Fernández se presente nuevamente de candidata, proscribiéndola no sólo del próximo acto electoral sino de por vida. Con una sentencia basada no en evidencias sino en “convicciones” de los magistrados. Los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola- ambos jugadores del Liverpool, un equipo que tiene su cancha en terrenos propiedad de Macri- intentan mantener una acusación nacida del matrimonio del periodismo de guerra y el lawfare: intentan definir que el gobierno de la líder política más votada luego de Irigoyen y Perón, y la más amada y odiada después de Eva Perón, fue la jefa no de un gobierno popular sino de “una asociación ilícita”. Es la degradación del sentido de la justicia y del derecho en Argentina. Son las consecuencias de una guerra jurídica que necesita del odio y del periodismo de guerra para fabricar victimas a liquidar no en las urnas sino en las nuevas mazmorras judiciales. No sólo a líderes políticos sino una idea de país más igualitario, soberano e independiente. Y no solo virtualmente como se demostró con el intento de magnicidio a CFK sino también con la captura final de una Corte Suprema integrada con cuatro cortesanos sospechados de integrar el poder mafioso.