Como cantaba Eladia Blázquez, tengo el corazón mirando al sur. No sólo nací en Quilmes, donde el lujo era un albur, sino que me fui alejando cada vez más de la Capital, siempre rumbo al sur, sin salir de la Provincia de Buenos Aires. Cuando tenía seis años mis padres se fueron a probar suerte a San Bernardo (Partido de La Costa), y me dejaron al cuidado de mi abuela para que hiciera primer grado en una escuela religiosa del conurbano. Al año, me vinieron a buscar, gracias a Dios. A los dieciocho me fui a estudiar ingeniería a Mar del Plata, y me quedé para siempre (ya van cuarenta años), aunque les cuento que durante casi veinte volví durante los veranos para trabajar en la ferretería paterna. Siempre he andado trajinando la ruta 11, no he vivido en otros lugares, y nunca me mudaré (a no ser que me sorprenda el deshielo y el mar avance algunos kilómetros). Estos son mis lugares en el mundo, ya estoy aquerenciau a mi pago y a mi rancho.
Siempre sentí desconcierto, desazón y otros “des” cuando iba de visita a la ciudad de Buenos Aires. Nunca comprendí bien las razones que llevan a que tanta gente viva allí en forma abigarrada (y por lo general, mal) dedicando tantas horas de su vida para desplazarse de un lugar a otro. Obviamente que me doy cuenta que tienen algunos beneficios, por ejemplo que el boleto en bondi es baratísimo. Pero puesto todo en la balanza, me cuesta creer que el resultado sea muy satisfactorio. Todos dicen que no se pueden ir, que lo harían si quisieran, pero debo confesar que mucho no les creo. Y en esto no hago distinciones entre conurbano y CABA. Entiendo que no debe ser lo mismo, pero para los que somos del interior de la Provincia nos cuesta reconocer las diferencias (por algo se habla del AMBA).
Pero sucede que Buenos Aires, en este caso me refiero a la Provincia, no es solo el Gran Buenos Aires, o sea el llamado conurbano. Chocolate por la noticia me dirán ustedes, pero considero apropiado poner en palabras que no solo hay vida después de la avenida General Paz, sino que después del tercer cordón donde empieza el campo, también habitan unos cuantos millones de bonaerenses. Claro que están desperdigados en un enorme territorio aunque ya no sea la tan desolada pampa húmeda de la literatura gauchesca. Me dirán también que hay ciudades como Bahía Blanca, Tandil, Junín, y obviamente Mar del Plata que son grandes, incluso que están conurbanizadas.
Pero la vida allí no es lo mismo, en principio porque sus habitantes estamos a cientos de kilómetros de donde dicen que atiende Dios. No nos hace cosquilla el ombligo cuando decimos donde vivimos, no nos sentimos importantes. No podemos ir a ver a nuestro equipo de fútbol favorito el domingo (o viernes o sábado) sino que esperamos a los torneos de verano (aunque los muchachos están agarrotados). Los recitales de las grandes bandas no llegan nunca (solo vino Queen y The Police cuando no los conocía nadie). Y si nos toca una enfermedad brava, nos desesperamos en viajar a consultar al mejor especialista que siempre atiende en CABA.
Vale decir, los que habitamos en el interior bonaerense vivenciamos la Provincia en forma muy distinta de quienes residen en el conurbano, a los cuales se les mezclan las perspectivas. Porque por ejemplo, aunque hagan esfuerzos para diferenciarse (incluso construir otra identidad), para nosotros todos son porteños (y no solo los de CABA). Del mismo modo que todos seguramente lo seamos para quienes nos miran desde la Patagonia o desde el norte del país.
Pero la cosa se complica aún más, porque sucede que también hay mucha diversidad dentro del interior de la Provincia. Porque no la vivencian de la misma forma quienes habitamos la costa bonaerense que quienes viven en los pueblos y ciudades de tierra adentro, sin inmensas orillas de arena o roca besadas por el Océano Atlántico.
Tengo la firme sospecha de que todos los que habitamos los pueblos y ciudades linderas al océano, desde el Cabo de San Antonio hasta Carmen de Patagones incluida, tenemos algo en común. Todos somos costeros (no sólo los del Partido de La Costa). En principio, nos relacionamos con el mar y por ende con el turismo veraniego, aunque este disminuya cuando más al sur avanzamos. Y esto produce algunas particularidades. Ahí van algunas.
Recuerdo que una vez hace muchos años, un amigo me habló de la “pequeña burguesía arribista” que poblaba la costa bonaerense. Quizás tengamos cierta modalidad fenicia en la forma de vincularnos, de actuar como un “busca” con el turista, que se nos cuela en algunos de nuestros pliegues subjetivos. Porque claro, hay que aprovechar la temporada, tratando de juntar lo suficiente para pichulear los otros nueve o diez meses. Todos lo pretenden, y muy poquitos lo logran (mucho menos en la actualidad).
Los destinos turísticos patagónicos o del norte argentino parecen no concentrar tanto sus actividades en solo dos meses. Ofrecen algo más que el sol, el mar y la playa, y en algunos casos absorben turistas internacionales, ampliando no solo el tiempo sino los márgenes de sus ganancias. En la zona costera tenemos muy marcados los ciclos de bonanza (que incluyen mucho trabajo) y de malaria (con subempleo o desocupación) articulados con lo estacional, con el clima que nos ha tocado.
Debe ser por eso que muchos costeros emigran continuamente en búsqueda por lo general de otras costas, son auténticas golondrinas. Algunos aseguran que Mallorca está lleno de marplatenses. Y aunque no tengamos estadísticas demográficas, debe ser cierto (si es que verdaderamente existen los marplatenses, cuestión que dejaré para otra nota).
Otro aspecto problemático que ya se infería de lo anterior es que muchos trabajamos intensamente al servicio de otros, o sea atendiendo a la inmensa mayoría que disfruta y descansa en el mejor momento del año para eso. Hay una especie de desfase, no estamos en el mismo compás que nos marca la tele diciéndonos que en el verano se debe vacacionar. Y nos molesta sobremanera, nos pone bastante malhumorados no poder ir a la playa como lo hacen los porteños. Esto me hace acordar a esa machirula broma acerca del lugar de trabajo del médico ginecólogo.
A veces, hasta los maltratamos. Recuerdo cómo mis padres solían agredir en el negocio a algunos clientes que protestaban por los elevados precios: ¿Por qué no se van a veranear al río de Quilmes? Confieso amargamente que alguna vez los imité. Lamentablemente, algunos resentimientos no pueden ser morigerados con una simple y voluntariosa campaña de atención al turista.
Otro amigo, colombiano oriundo de Barranquilla, me contó hace algunos años de la existencia de la “bacanería de la costa” como una forma de vida más cercana al principio de placer. Pero eso no nos pasa a los costeros bonaerenses. Claro, no debe ser lo mismo vivir en el Caribe Sur que sufrir el viento y el frío durante el invierno, el otoño, e incluso la primavera (aunque últimamente tenemos más calor gracias al efecto invernadero, dicen). Por otra parte, no nos es tan fácil vivir del aire o de una manera ascética. La miseria se siente y no parece ser una opción buscada, sino vivida con resignación o rebeldía, esto último en el mejor de los casos. No podemos olvidar que Mar del Plata suele ostentar el mayor índice de desempleo de toda Argentina.
Soy reacio a pensar en identidades totalizantes, ni tampoco cristalizadas en el tiempo. Entonces ustedes se interrogarán qué sentido tendrán todas estas divagaciones. Es una buena pregunta a la cual no le encuentro mucha respuesta, tan solo que va en sentido inverso a lo que pienso. Suelo ser contradictorio y a veces me convierto en abogado del diablo, por lo general para mi perjuicio. Pero qué importa, asumo esa tara, “es un sentimiento, no puedo parar…”
Los invito a seguir pensando en estas cuestiones. Después de todo, aunque no lleguemos a nada concreto ni mucho menos certero, nadie podrá impedirnos que nos pongamos a problematizar sobre qué es “lo bonaerense”. Y durante el intento, quizás logremos elucidar un poquito más de nosotros mismos.