Jaime Durán Barba es un nene de pecho. Jamás sería capaz de hacer lo que Roger Stone, en tiempos en los que prefería a Kennedy por sobre Nixon. Stone convenció a todos sus compañeros de curso de que no votaran al futuro Tricky Dick, quien según su versión, si era elegido presidente iba a proponer que las clases se extendieran a los sábados. Nadie votó a Nixon en su curso. “Ese día aprendí el valor de la desinformación”, dice hoy Roger Stone, asesor político que en las últimas elecciones fue crucial en la campaña de Donald Trump. En ese momento, año 1960, el precoz aprendiz de marrullero tenía... 7 años. Fue la última vez que militó del lado demócrata: de allí en más sintió de modo inconfundible que eran los republicanos los que mejor representaban sus principios. La razón de su deslumbramiento por Kennedy debe haber sido la misma que tenían sus padres por JFK: “Su peinado era mucho mejor que el de Nixon”. Get Me Roger Stone (“Consíganme a Roger Stone”) es el título del documental dirigido por Morgan Pehme, Dylan Bank y Daniel Di Mauro y producido por el canal Netflix, que puede verse por esa plataforma y confirma aquello que decía Hitchcock: “cuanto mejor el villano, mejor la película”.
“Es mejor tener mala fama que no tener ninguna”, predica una de las reglas–Stone, obviamente escritas por él mismo. “Tenés que ser escandaloso para hacerte notar”, postula otra. Este hombre que parece haberle copiado el look a su correligionario Tom Wolfe, autor de La feria de las vanidades (traje inmaculadamente blanco y sombrero y zapatos también, anteojos redondos, moñito, bastón señorial y tiradores muy Wall Street, a los que desde hace un tiempo les suma un entretejido muy poco distinguido) se viene empeñando en cumplir con ambas, con enorme éxito, desde los tiempos de Nixon, cuando con apenas veinte añitos se integró a la gestión del futuro Mr. Watergate, ya dejando su huella. Hizo una contribución de campaña a un posible rival de Nixon en nombre de una alianza socialista, pero después le pasó el recibo a un diario, y obviamente se ocupó de que todo eso se hiciera público, sacando del ring para siempre al posible rival. En los siguientes cuarenta y cinco años esa sería la marca del estilo político de Roger Stone, operando siempre para el Partido Republicano. Para que no queden dudas de que es un tipo fiel, Stone se hizo tatuar el rostro de Nixon –su ídolo– en la espalda.
Este nativo de Connecticut es un genio precoz. Convertido al republicanismo gracias a un libro del candidato presidencial Barry Goldwater tras su breve affaire kennedyano, Roger trabajó como voluntario en la campaña de Goldwater en 1964, cuando tenía sólo 12 años. Verdadero animal político, tres años más tarde le presentaron a Nixon y dio inicio su larga amistad con el ex vicepresidente de Eisenhower, que se extendió hasta después de la renuncia de éste, cuando pasó a funcionar como su hombre en Washington. Desde ya que Stone participó de la campaña de Reagan. Aunque no de las de Bush padre e hijo, pero no porque no estuviera de acuerdo con sus políticas (faltaba más) sino porque en el primer caso asesoró a otro candidato del republicanismo, en el segundo porque andaba ocupado atajando denuncias a diestra y siniestra. Durante la campaña de Reagan, Stone, siempre con más capacidad de levantar basura que los guinches de los camiones de Manliba, se vinculó con Roy Cohn, brazo derecho de Joseph McCarthy durante la famosa caza de brujas de los 50.
Con una foja exactamente equiparable a la de Stone, Cohn ya tenía por cliente al benemérito Donald Trump cuando ingresó como asesor a la campaña de Reagan. Junto con Stone urdieron una maniobra maravillosa, consistente en sacarse de encima a un competidor de Ronald en las primarias, mediante el sencillo expediente de conseguirle una candidatura por otro partido, el Liberal de New York. ¿Cómo fue que aceptó el PLNY? Muy sencillo: Cohn le pidió a Stone que dejara un ataché en la oficina de un abogado con mucha influencia en ese partido, sin mirar qué contenía. Stone no miró (dice) y el candidato desapareció. En la campaña por la reelección de Reagan, Stone formó junto a tres estimados colegas una firma de consultores políticos, entre cuyos clientes más notorios figuraron personajes como el dictador filipino Ferdinando Marcos y el congolés Mobutu Sese Seko, notorio cleptócrata y violador de derechos humanos.
Otra de las reglas–Stone es “Niega, niega”, tan parecida al “miente, miente” de Goebbels. ¿No son ambos acaso dos maestros de la propaganda, la manipulación, el relato digitado? A propósito: así como Stone escribió sus Reglas, Goebbels escribió un Decálogo de la propaganda política. En 1996 y con esa manía que tienen los estadounidenses de mezclar lo privado con lo público, la revista The National Enquirer dio a conocer que Stone había publicado anuncios pidiendo compañeros sexuales para encuentros swingers con él y su segunda esposa. Stone lo negó rotundamente. En 2008 reconoció que era cierto. La anécdota no importa por el hecho en sí sino por la revelación de la condición de mentiroso del personaje. En cuanto a su moralidad, Stone es lo suficientemente desafiante como para que no le quepa la del republicano típico. En 2012 renunció a su afiliación al Partido Republicano para abrazar la del Partido Libertario, que como su nombre lo indica predica la libertad sexual, la tolerancia en el mismo terreno y reclama la legalización de la marihuana. En Get Me Roger Stone se lo ve asistiendo a una reciente Marcha del Orgullo Gay, con el pecho descubierto (algo que le encanta, para mostrar que aún a los sesenta y largos lo conserva muy bien torneado). En verdad, este libertinaje de derecha no es ninguna novedad: el propio Trump lo predicaría, si no le alienara buena parte de su base de votantes.
Trump, finalmente. Él y Stone son, claramente, tal para cual, de modo que los piropos que ambos se prodigan suenan perfectamente creíbles. Para los dos la política y el espectáculo son lo mismo, y todo es cuestión de puesta en escena. “La política es el show business de los feos”, afirma Stone, algo a lo que Trump no adheriría, porque se cree el más lindo de la fiesta. Los dos buscan el escándalo, el centro del escenario, la primera plana permanente, épater le citoyen moyen. El gran gesto, el gesto extravagante, la salida excéntrica, la sorpresa. Stone llega a un acto con una remerita blanca con el rostro de Bill Clinton estampado y debajo la leyenda “Violador”. De joven su mechón rubio va creciendo, casi tanto como el jopo de Trump. “Mi mamá es un personaje, es como la mamá de Los Soprano”, dice, sin ningún temor a la propiedad transitiva. “Ésta es la zona contemplativa de la casa”, dice en su mansión del estado de Florida. “Acá pienso mi estrategia política y cómo destruir a mis enemigos”.
¿En qué medida Donald es una creación de Roger? Imposible determinarlo, pero más parece haber habido una forma de fusión entre ambos. De todos modos, la primera y magnífica escena de Get Me Roger Stone muestra a éste entre bambalinas, observando silencioso en la oscuridad, mientras Trump da uno de sus ruidosos discursos de campaña.