A veces, puede ser complejo hacer convivir la investigación académica sobre cierto objeto de estudio con la llegada al público general. Sergio Pujol, historiador, docente, ensayista y escritor, lo logra. Especializado en música popular, quizás quién más sepa de la materia en Argentina, ha escrito numerosos libros relacionados a la música de nuestro país, entre los que figuran Jazz al Sur. La música negra en la Argentina (Emecé, 2004), Discépolo, una biografía argentina (Emecé, 1997), Rock y dictadura. Crónica de una generación 1976-1983 (Emecé, 2005) y Canciones argentinas 1910-2010. Cien años de música argentina (Emecé, 2010), entre muchos otros.

Este jueves 18 de mayo, en la Biblioteca Central de la Provincia, Pujol presenta su último libro: “Gato Barbieri: Un sonido para el Tercer Mundo” (Planeta), en el que retrata la leyenda del saxofonista más enigmático de la escena jazzera argentina. Inventor de un jazz periférico, la figura del Gato aún no estaba contenida con rigor en una biografía, a pesar de su importancia y su impacto en la historia de la música. Por eso y por otras razones, su autor afirma que más que de un investigador, para hacer el libro se convirtió en un "perseguidor" del Gato Barbieri. 

En conversación con este medio, Sergio Pujol adelanta ésta y algunas curiosidades del proceso de escritura de la biografía del músico y su relación actual con su reivindicación, además de ofrecer su opinión sobre la relación entre jazz y política y sobre la música popular en la actualidad. 

—Pensando también en tu libro Jazz al sur de 1992 (reeditado en 2004), ¿cuál fue el puntapié inicial para comenzar una investigación sobre el Gato Barbieri?

—En Jazz al sur dediqué parte de un capítulo a Gato Barbieri, lógicamente. Pero la primera vez que me imaginé escribiendo una biografía sobre quien, sin duda, ha sido el músico argentino de jazz más importante del mundo fue en el invierno de 1996, cuando Juan Forn, por entonces director del suplemento “Radar” de Página 12, me pidió que entrevistara a Gato, vía telefónica desde Nueva York. Fue un trabajo soñado, pero al mismo tiempo mucho más difícil de lo que yo pensaba. Gato era poco conversador  —había superado relativamente su tartamudez— y poco antes había muerto su mujer, Michelle. En cierta forma, este libro terminó siendo el modo que encontré de narrarlo más allá de aquella fallida entrevista. Además, en mi libro anterior, El año de Artaud, conté algo de la presentación que Gato hizo ese año en el Teatro San Martín. En general, cada libro nuevo que escribo parte de algún motivo o célula temática presentado en libro que lo precedió. Este procedimiento le da cierta continuidad a lo que escribo, pero de un modo un tanto velado.

—En otra nota decís que más que investigador, te convertiste en un perseguidor del Gato Barbieri. ¿Cómo fue ese proceso de recopilación de datos para el libro?

—Lo de “perseguidor” se puede entender como una cita al famoso cuento de Julio Cortázar dedicado a Charlie Parker, el primer héroe musical de Gato Barbieri. En términos de investigación, tuve que perseguirlo por todos los sitios por los que anduvo a lo largo de sus varias vidas, si vale la metáfora del gato. Estamos hablando de un músico de dimensión global, que vivió más años fuera que dentro de la Argentina. Por lo tanto, la mayor parte de las fuentes estrictamente musicales no era del todo accesibles para un investigador que vive aquí. Me refiero a los músicos europeos y norteamericanos con los que grabó, los sellos discográficos, las giras y conciertos por el mundo, los trabajos para cine, como Último tango en París, etcétera. De todos modos, ya fuera porque la pandemia obligó a todos a permanecer la mayor parte del tiempo en sus casas o sencillamente porque Gato fue un tipo muy querido y admirado al que todos quisieron recordar dando testimonio, debo decir que encontré buena disposición en la gente que contacté. Finalmente, no tuve mayores problemas para realizar entrevistas y consultar grabaciones inéditas y la enorme información periodística que abordó la figura de Barbieri desde mediados de los años sesenta.

—Algunos han llamado al libro "homenaje" o "vindicación". ¿Te sentís cómodo con estos términos? ¿Sentiste la necesidad de reivindicar al Gato?

—El de Gato Barbieri es un caso bastante curioso en cuanto a sus picos de popularidad y reconocimiento público y sus caídas o crisis de creatividad. Creo que el libro tiene algo de reivindicación en la medida que la música de Gato hoy se difunde poco y resulta prácticamente desconocida para las nuevas audiencias, incluso para melómanos jóvenes que no le escapan al jazz. A su vez, algunos de los que conocen su música tienen una visión estereotipada e incompleta. Sólo ven en Gato Barbieri a la estrella que grabó “Europa” de Santana, vendió millones de discos en todo el mundo y compuso la banda sonora de la película más erótica de los años 70. Todo esto es verdad, pero como músico fue mucho más; y como “personaje”, un tipo algo secreto y reservado, casi un enigma. Por supuesto no hice ningún rescate; la música de Gato siempre ha estado al alcance de la mano y su figura llegó a gozar de fama internacional sólo comparable, quizá, con la de Martha Argerich o Astor Piazzolla, para hablar de músicos argentinos en el mundo. Pero su inestabilidad, tanto emocional como artística, lo volvieron una figura contradictoria, incluso escurridiza.

—¿Qué es lo que hace tan atractivo o especial, no solo a la música del Gato sino a él como personaje?

—Como músico, fue excepcional. Transitó diversos estilos de jazz, desde el bebop hasta el smooth jazz, pasando por su original fusión de free jazz y ritmos latinoamericanos. A principios de los años 70, la crítica especializada lo consideraba uno de los tres mejores saxofonistas de jazz del momento (Los otros dos eran Sonny Rollins y Wayne Shorter). Pero, al mismo tiempo, Gato inventó, con la asistencia de Michelle, una figura, un ícono. Su sombrero negro, sus anteojos, su look rojo y negro, su chalina… Y, obviamente, su talento para sintonizar con el ethos de un tiempo particular en la historia de América latina, cuando la utopía revolucionaria parecía haber encarnado en la literatura, el cine, la plástica y la música. No es casual que el momento en que Cortázar presenta su novela más política, Libro de Manuel, Gato grabe Chapter One. Latin America para el sello Impulse! Esto coincide con el fenómeno del film Último tango en París de Bertolucci, con Marlon Brando y María Schneider. Hay, por lo tanto, una constelación de tópicos: América latina, la revolución, el jazz como música de vanguardia, el tango en París, etcétera, que Gato supo interpelar de modo notable y oportuno. Y, obviamente, con un sonido absolutamente único.

—El subtítulo es “Un sonido para el Tercer Mundo”. ¿Cómo explicarías esa compleja relación del jazz con lo latinoamericano que cifraba al Gato?

—Gato encuentra en la música sudamericana —sobre todo, en lo indoamericano y lo brasileño— los materiales sonoros y rítmicos que le permiten formar parte de la gran familia del jazz internacional aportando algo novedoso. Hoy no sorprende que el pianista Adrián Iaies toque jazz con temas de Cobián y Cadícamo, o que el trompetista peruano Gabriel Alegría se inspire en la música afroperuana, pero este tipo de diálogo no era nada común en tiempos del Gato, salvo en el área de la música afrocubana y el llamado latin jazz. Justamente, uno de los grandes aportes de Barbieri en relación a lo latinoamericano fue haber ampliado su imaginario. Hoy podemos pensar lo latino en el jazz más allá de Paquito D'Rivera o Tito Puente. Cabe agregar que ese giro latinoamericano o tercermundista con el que Gato encontró finalmente su lugar en el mundo de la música fue, en parte, inspirado en las conversaciones que mantuvo con su amigo el cineasta brasileño Glauber Rocha, figura clave del movimiento Cinema Novo.

—Sos especialista en música popular argentina. ¿Qué papel pensás que juega el jazz en esos términos?

—Como en su oportunidad observó Berenice Corti, a los festejos del Bicentenario no fueron invitados músicos argentinos de jazz. Y no porque no los hubiera, claro. Todavía cuesta pensar la práctica del jazz en nuestro país en términos identitarios. Esto no sólo se relaciona con ciertos prejuicios en torno a un género nacido en los Estados Unidos, sino también con el hecho de que los propios intérpretes de jazz siempre referenciaron a grandes creadores norteamericanos, como en el mundo de la llamada música clásica lo podría hacer Bruno Gelber respecto a Arthur Rubinstein. Esto cambió en las últimas décadas. En cuánto influyó en esto la música de Gato Barbieri, es algo que no lo podemos saber. Pero si lo pensamos en términos de historia reciente del jazz argentino, no caben dudas de que Gato abrió un abanico de posibilidades para ser, al mismo tiempo, latinoamericano y jazzista. 

—En otras ocasiones estudiaste la relación entre la música y la política, como el rock y los 70s, por ejemplo. ¿Podría pensarse un vínculo entre el jazz y la política y, en ese caso, cuál sería?

—Ese vínculo ha existido, si bien a escala más reducida. Pienso en un disco como Bronca Buenos Aires de Jorge López Ruiz, con textos de José Tcherkarski. Se grabó y comercializó durante la dictadura de Onganía, en tiempos del Cordobazo. En términos “políticos”, podríamos decir que fue más contestatario que la mayoría de las canciones del rock nacional, pero con un alcance más restringido, ya que el jazz nunca fue una música masiva. En esa línea se ubicó Gato con sus discos The Third World, Fenix y Bolivia —dedicado a Che Guevara—, entre otros. No es dato menor que tanto Leandro Barbieri como su hermano Rubén estuvieran afiliados al PC argentino. 

—En el marco de los 40 años de la democracia, ¿cómo pensás que fue cambiando la relación entre la música popular y la construcción de la ciudadanía?

—El fin de la censura en 1983/1984, el compromiso de varios músicos con los movimientos de Derechos Humanos —el caso de León Gieco es ejemplar en ese sentido— y la posibilidad de expresarse libremente, incluso en relación a los discursos conservadores en los mundos del tango y el folclore, son conquistas que trajo la democracia a la música. Por su parte, la música le ha brindado a la democracia una idea de ciudadanía cultural más amplia y diversa, visibilizando ciertas expresiones folclóricas anteriormente omitidas o negadas. Pienso aquí en la cultura musical mapuche, o el componente afro de la música del Río de la Plata. 

—Por último, ¿cómo pensás que se configura esa relación hoy, pensando en los movimientos feministas y de disidencias, que buscan la ampliación de derechos, y la música popular: reggaeton, trap, cumbia 420, etcétera?

—Sin duda, los nuevos géneros y estilos se han ganado un lugar en el menú de las prácticas musicales argentinas. Si bien la tensión entre creatividad y lógicas de mercado no sólo no ha desaparecido sino que, me temo, se ha incrementado, dejando a algunos de los mejores músicos del país en una situación de desprotección preocupante. Sólo basta pensar las migajas monetarias que plataformas como Spotify —que obviamente todos consumimos con alborozo— les dejan a los músicos en carácter de regalías. Pero, por otra parte, ese movimiento de apertura cultural que empezó a darse con la recuperación democrática no cesó. Tanto el feminismo como las disidencias —dicho esto en términos amplios— no sólo han modelado nuevos discursos musicales, sino también han permitido una suerte de revisionismo de nuestra historia musical. Por ejemplo, los recientes libros sobre las mujeres en el rock argentino o los abordajes de las milongas queer en el universo tanguero no existirían sin la articulación entre movimientos sociales, política y música.