Graciela García Romero salió confiada el 26 de octubre pasado de los tribunales de Comodoro Py. Acababa de transmitirles a los jueces de la Cámara de Casación una necesidad que ella cargaba en el cuerpo desde hacía más de 40 años: les pidió que condenaran a Jorge Acosta, el “Tigre”, por las violaciones sexuales a las que la había sometido mientras estuvo secuestrada en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Siete meses después, llegó la respuesta: el exjefe de inteligencia del grupo de tareas 3.3.2 fue sentenciado por los abusos sexuales que padeció García Romero.
Para sus compañeros de militancia, Graciela era la “Negrita”. Tenía 27 años cuando la secuestraron. Iba caminando por avenida Córdoba y San Martín con otra compañera. Pese a que hizo todo lo posible por escaparse, ese 15 de octubre de 1976 terminó en la ESMA. Allí dejó de ser Graciela o la “Negrita” para pasar a ser la “544”, el número con el que los represores empezaban a borrar las identidades de sus presas.
Dentro del campo de concentración de la Marina, García Romero –como otras secuestradas– sufrió distintos tipos de violencia sexual. Recuerda cuando entró el represor Francis Whamond para preguntarles qué enseres de limpieza querían: no era un gesto dadivoso, era parte del proceso para “adecentarlas” a esas mujeres torturadas para ellos. También tiene presente cuando Antonio Pernías, otro de los integrantes del grupo de tareas, intentó abusar de ella.
Pero más grabada tiene la noche en la que la bajaron desde “Capucha” a ver al “Tigre” Acosta. Él le ofreció una porción de torta –un manjar dentro del centro clandestino donde la comida habitual era un sánguche gomoso con carne con olor a podrido o directamente el hambre–. “Mañana te voy a sacar”, le anunció. A ella le quedó clarísimo qué le estaba diciendo.
Al día siguiente, Acosta la llevó a un departamento que tenían los marinos en Libertador y Olleros, al que llamaban Guadalcanal –como la batalla– y abusó de ella. Otras veces, la llevó a otro departamento que estaba ubicado en Santa Fe y Ecuador. En otra oportunidad, llevaron a un grupo de secuestradas a una quinta –en la que también estaban los represores– y Acosta les ordenó: “Elíjanse”. Según relató García Romero, todo esto tenía un componente adicional en su caso: la patota de la ESMA sabía que ella era lesbiana.
Al revisar la sentencia que el Tribunal Oral Federal (TOF) 5 dictó en 2017 en la causa que se conoce como ESMA Unificada, la Sala II de Casación Penal –con los votos de Guillermo Yacobucci y Carlos Mahiques– decidió hacer lo que el TOF no hizo: condenar a Acosta por las violaciones que sufrió García Romero.
Los camaristas dijeron que los abusos sexuales constituían crímenes de lesa humanidad, que habían sido cometidos en forma reiterada por un agente estatal actuando bajo el amparo del Estado y en un contexto de un ataque sistemático y generalizado contra la población civil. “Consideramos que se deben encuadrar los hechos de violencia sexual en las figuras penales referidas específicamente a esta clase de delitos, ya que es la manera adecuada de visibilizarlos y de establecer la verdadera dimensión que han tenido”, escribieron Yacobucci y Mahiques.
Para explicar el por qué de la violencia sexual en la ESMA, el tribunal recurrió a las palabras que la “Negrita” había pronunciado en la audiencia del 26 de octubre del año pasado. “El objetivo era aniquilar a esa mujer que éramos; una mujer autónoma; un modelo diferente, que había –de alguna manera– desobedecido. Autónomas, politizadas y que, a través del abuso sexual y la violación, buscaban nuestro deterioro, nuestro quiebre, nuestra desintegración”.
Graciela comenzó en 2005 el camino que llevó a la condena de Acosta –la segunda por delitos sexuales, ya que en 2021 el TOF 5 lo encontró culpable por otros tres casos–. En ese momento, Carolina Varsky, abogada del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), le preguntó si quería presentar una querella contra el alma páter del grupo de tareas 3.3.2. De alguna manera, en ese momento, supo que era lo que había estado buscando durante casi tres décadas –que estuvieron marcadas por el estigma de haber sobrevivido y de haber sido víctima de la violencia sexual en la ESMA–.
En 2009, el juez federal Sergio Torres procesó al "Tigre" Acosta por abuso sexual, pero después la Cámara Federal ciñó los padecimientos de Graciela a la figura de tormentos –una forma a la que recurren los tribunales para hacer caso omiso de las violencias diferenciales por razones de género–. Durante el juicio de la ESMA Unificada, tanto la fiscalía como las querellas pidieron su condena, pero el TOF 5 lo rechazó.
Este lunes, a casi 18 años de iniciado el camino, Graciela recibió la noticia de boca de su abogada, Sol Hourcade, la coordinadora del equipo de Memoria, Verdad y Justicia del CELS. "Lo logramos", dijo emocionada.
Después llegaron los llamados de otras abogadas que la acompañaron en la búsqueda de justicia y de otras compañeras que padecieron también el infierno de la ESMA. "Es una felicidad amarga –le contó Graciela a Página/12–. Nos alegramos de que finalmente haya justicia, pero es con mucho dolor".
La confirmación de los vuelos de la muerte
“Uno de los métodos más habituales utilizados por las Fuerzas Armadas para terminar con la vida de las víctimas fueron los denominados ‘vuelos de la muerte’”, sostuvo la Sala II de Casación al revisar la sentencia de ESMA Unificada. El fallo es la primera confirmación de la mecánica empleada por la dictadura para la desaparición de quienes estaban secuestrados en los centros clandestinos.
La Sala II ratificó la condena de Alejandro Domingo D’Agostino, uno de los pilotos de Prefectura que comandó el vuelo del 14 de diciembre de 1977 en el que arrojaron al mar a los doce secuestrados de la Iglesia de la Santa Cruz –incluidas tres Madres de Plaza de Mayo y las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet–. Sin embargo, pese al reconocimiento de la mecánica del exterminio, Casación no revirtió las absoluciones de Emir Sisul Hess, Julio Poch y Rubén Ormello –también acusados por su participación en los vuelos de la muerte–.
Los camaristas Carlos Mahiques y Guillermo Yacobucci, además, decidieron absolver al marino Hugo Héctor Siffredi –que venía con una pena de prisión perpetua por parte del TOF 5–. Siffredi, agente de inteligencia naval, negó ser el represor conocido como “Pancho” que identificaron distintas víctimas. Como su fisonomía supuestamente no coincidía, los camaristas lo absolvieron por el principio in dubio pro reo. La tercera jueza, Ángela Ledesma, se inclinó por confirmar la condena.