Una fiesta de cumpleaños puede ser un ejercicio autocelebratorio, una buena oportunidad para juntar amigos con la supuestamente simple razón del paso del tiempo. Una excusa para el brindis y el regocijo. Cuando una banda cumple años, redondos o más o menos, la tentación de "hacer algo" es grande, a veces inevitable. La cuestión es qué es ese "algo", de qué manera se festeja, qué contiene el brindis. Si es solo una fiesta más o menos salvaje y taza taza cada cual para su casa, o si hay más que palmeos en la espalda y frases de ocasión.
Lo que hizo Divididos en Vélez fue mucho más que una fiesta de cumpleaños.
Lo habían señalado Ricardo Mollo y Diego Arnedo en aquel encuentro con la prensa en El Teatro de Flores, este concierto era también una forma de lavarse el regusto amargo de aquel primer Amalfitani de septiembre de 1994. Pero el trío que completa Catriel Ciavarella no se quedó en eso, que hubiera sido un objetivo si se quiere menor, casi un capricho. Semejante cita tenía que alimentarse de otras cosas, cosas que hacen a la esencia de la banda y que podían convertirla en otro hito de una rica carrera artística. Que las localidades se agotaran un mes antes demuestra que su público entendió lo mismo. Que había en juego algo más que una revancha de aquel Vélez o el festejo de 35 años.
Curiosamente, el gesto simbólico más potente de la noche del sábado no fue planificado, se decidió una hora antes del show y vino a ponerle el moño a una velada que ya era perfecta. En agosto de 2017, La Renga dio una serie de seis recitales en el estadio de Huracán que ponían fin a diez años sin presentaciones en CABA. Concretar esa serie había costado sangre, sudor y lágrimas: el gobierno porteño puso innumerables trabas para la habilitación (incluyendo argumentos como la "venta de estupefacientes" en los shows), y era inevitable pensar cuánto peso tenía en ello el empeño de la banda en involucrarse en cuestiones como las fábricas recuperadas o el reclamo por la aparición de Santiago Maldonado. Desde entonces, todo intento del grupo de Mataderos por volver a actuar en la capital fue bloqueado por el gobierno que encabeza Horacio Rodríguez Larreta. En CABA se realizan infinidad de eventos masivos, algunos de ellos con "riesgos" similares a los de un show de La Renga. Ver allí una proscripción no supone exageración alguna.
Es por eso que el gesto de Divididos, que la participación de Chizzo en "Sobrio a las piñas" se extendiera a un regreso de La Renga en Liniers, excede el gesto de amigos en la fiesta para convertirse en hecho solidario, cultural y político. No político en el sentido partidario o militante, sino en el reclamo multitudinario por un recorte de los derechos laborales de los músicos. A La Renga se les prohíbe de hecho ganarse la vida, trabajar y cobrar por ello, en un distrito donde sus seguidores se cuentan por miles y miles. A La Renga se lo demoniza por su público "difícil", como si las tribunas de fútbol estuvieran pobladas por carmelitas descalzas. A La Renga se le pasa factura por encarnar ese "feos, sucios y malos" que tantas veces se le adosó a ciertos representantes del rock argentino. El síndrome de los Redondos en Olavarría.
El goce generalizado que se desató en el Amalfitani ante "El final es en donde partí", la emoción que traducía ese abrazo entre los músicos, amplió las dimensiones de ese gesto simbólico, ese aguante bien entendido de Divididos hacia sus colegas. No siempre el rock local supo, pudo o quiso mostrar ese espíritu de cuerpo: en consonancia con los vaivenes sociales, han habido etapas de cultivo de la quintita propia, de individualismo, de evitarse dolores de cabeza por actitudes contra la corriente o de batalla de egos. Pero muchas otras veces ha sabido estar a la altura, y el convite de Divididos sintoniza con una mirada que entiende que, más allá de diferencias estilísticas, de enfoque o de formas de comercialización de la propia obra, hay un movimiento nacido en los '60 que a pesar de todo creció, se desarrolló y se consolidó, pero nunca puede dar todo por sentado o resuelto.
Y ese "a pesar de todo" no es una apreciación ligera. Al rock argentino le estacionaron celulares en la puerta de los shows para cargar gente por "averiguación de antecedentes", le cortaron el pelo en comisarías, obligaron al exilio a varios de sus representantes en la nefasta época iniciada en 1976, lo usaron para darle épica a la Guerra de Malvinas y luego lo tiraron, le escamotearon difusión, lo reprimieron, lo estigmatizaron, lo quisieron convertir en caricatura para jingles, lo apuntaron con mil deditos acusadores. Nada fue fácil ni gratis. Y que un sistema político le niegue sistemáticamente el derecho a trabajar a un grupo musical, sea del género que sea, merece respuestas como las que se vieron en Liniers.
No es tampoco un gesto extemporáneo o para la tribuna: para quien quisiera involucrarse, Divididos habilitó en Vélez espacios para donaciones de la Fundación Sí, difundió búsquedas de personas de la Red Solidaria y la campaña #HablemosDeAutismo, invitó a La Garganta Poderosa a vender su revista y recolectar firmas para el proyecto de Ley para el Salario de las Cocineras Comunitarias, invitó a colaborar con la Fundación Empate para abrir espacios y ampliar actividades para personas con Síndrome de Down, habilitó mesas para difundir información sobre la Ley de Humedales. No es algo de ahora, la banda ha apoyado toda clase de iniciativas sociales: fue, también, su forma de entender la cita como algo más que un festejo de cumpleaños.
Y después, claro, lo artístico. A todos nos encanta desgañitarnos con el cántico de "Escuchenló, escuchenló, escuchenló...", pero en el fondo y adelante también se sabe que el cantito de guerra se limita a solo una de las facetas que el grupo muestra en cada noche, en cada disco. Divididos es mucho más que La Aplanadora, aunque cuando se propone rockear el apodo les calce como un guante. Y su diversa paleta de instintos y búsquedas se apoya en el indiscutible disfrute que los anima en escena. Mollo, Arnedo y Catriel son hermanos de la vida, de la música, que entienden el escenario como espacio vital e imprescindible. Y con esa actitud pueden ofrecer la clase de espectáculo que se vio en Vélez.
Con un sonido demoledor y pantallas que hicieron mucho más que llevar la imagen de los músicos a quienes estaban lejos, el grupo entregó 31 canciones, tres horas de show, que pudieron ir del furioso punk de "Cuadros colgados" a la indecible belleza de 45 mil voces afinadísimas acompañando a Mollo en "Spaghetti del rock". Engarzó naturalmente las canciones de Sumo que son también parte de su historia con la participación de Gustavo Santaolalla en "Qué ves" -esa canción cuya estatura de megahit llegó a hartar a los músicos, la injusticia que sufren temas que no son éxito por casualidad sino porque, bueno, son grandes canciones-, o el notable dueto con Nadia Larcher para "Vientito de Tucumán", los homenajes a Spinetta y Pappo, los pogos de "Rasputín" y "Cielito lindo" (donde la gente ni quiso esperar, se lanzó a poguear antes de la andanada final), el notable estreno de "San Saltarín" con gaitas, saxo, flauta y el violín del gran Javier Casalla, la lisergia de los lejanos "Los sueños y las guerras" y "Gárgara larga", la apoteosis final de "Aladelta" y "El ojo blindado". Porque las fiestas son fiestas si la música acompaña, y la música de Divididos produce emociones intensas aun cuando deja la aplanadora estacionada.
El 10 de junio de 1988, en el pub Rouge de Flores y ante una reducida concurrencia, Mollo, Arnedo y Gustavo Collado echaron a andar su historia. Hacía menos de seis meses que se había ido Luca y la tristeza flotaba en el aire, y todo era puro enigma. En 2023 Divididos explota de vida, comparte con su público una felicidad, pasión, orgullo y satisfacción imposibles de medir. Tampoco es necesario, alcanza con sentirlo en la piel, en el corazón, la garganta y el alma. Y repetirlo: escuchenló. Escuchenló. Escuchenló.