Nació en enero de 1937 en Coronel Bogado, un poblado en el taco de la bota santafecina con clima húmedo, pero se crió en Villa Soldati, el barrio porteño donde se tiraba todo y se alzaban rancherías de miseria. El chico, cuando debería estar pensando en jugar o ir al colegio, se decidió a ser delincuente. Arrancó de ratero y terminó en el tope del escalafón como ladrón a mano armada y secuestrador, con alcance nacional. Sus viejos le pusieron Juan José Laginestra, pero su arranque temprano le valió el sobrenombre del Pichón.

Laginestra terminó siendo un aristócrata del crimen, alguien capaz de asustar, de ser convincente en sus amenazas, y nunca lastimar a nadie El talento actoral hacía doblete con sus muy buenos modales, que invitaban a portarse bien, aceptar el robo, o... Cuando terminaba en la cárcel era respetado, toda la población sabía quién era y respetaba la inteligencia de dar golpes notables sin nunca usar el arma. Esa era una manera de mostrar coraje poco usual.

Eso cuando estaba preso, que duraba poco porque Laginestra sabía fugarse, lo que lo ponía en la elite con Jorge Villarino y Eduardo Valfierno, dos de los criminales más conocidos de la época. Otra cosa que los relacionaba era su enemigo, el comisario Evaristo Meneses, que parecía ser el único que los podía rastrear. Meneses era inteligente y había desterrado la costumbre de arrestar gente por portación de cara: no servía para nada.

El Pichón dejó una historia de tres fugas, cincuenta asaltos y ni una víctima muerta en sus ‘golpes’ en medio país. Su primer “trabajo” fue un robo calificado el 30 de diciembre de 1959, donde se llevó 800 mil pesos de la época de una las oficinas de SEGBA en Rosario. Casi una década después, en 1968, los bancos sufrieron una seguidilla de asaltos en los que él se especializaba. Para el mes de agosto se computaban un total de doce golpes en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, y sólo uno había sido esclarecido.

También para ese entonces, había ganado fama entre los reclusos y los afectos a la crónica policial, al intentar fugarse dos veces en 1967 de la cárcel de encausados de Rosario, y haberlo conseguido un año después, la madrugada del 23 de marzo cuando sin que aún nadie se lo pueda explicar. Abandonó la celda aislada en la que lo requisaban cada 24 horas, dejando la puerta con candado por fuera y descolgándose por el muro de la prisión con una soga de 6,5 metros, para escapar en un Ford Taunus esquivando los disparos de la ametralladora de uno de los guardias.

Poco despues de esa evasión llevó adelante uno de los golpes más importantes de su vida. Asaltó en septiembre de 1968 el Banco Popular Argentino. A las 7, entraron a una casa lindera, ataron y amordazaron a los dueños, con una soga treparon la pared y cruzaron al patio del banco. Con paciencia, esperaron que apareciera algún empleado y cuando esto sucedió, lo controlaron, entraron y se llevaron 23 millones de pesos.

De igual forma se llevaron 38 millones de la sucursal del Banco Nación del barrio rosarino de Arroyito. En aquella ocasión, Laginestra le dejó a los empleados una de las frases que lo definieron: “Nosotros también trabajamos como ustedes, con la diferencia de que nuestro laburo es robarle al Estado”.

Los cuerpos policiales de la provincia de Buenos Aires, Capital Federal y Santa Fe lo buscaron por cielo y tierra. Patrulleros y helicópteros rastrillaban sin obtener ningún resultado. En sus robos desaparecía frente a las narices de todos. Era su marca distintiva. La policía no lo encontraba porque Laginestra tenía un camión cisterna aparentemente de transporte de vino equipado con camas, una mesa y lugar donde guardar comida. Al salir de los atracos ése era su aguantadero perfecto.

La ilusión del camión fue de su compañero de fechorías, Mariano Gareca, quien aseguraba haberlo visto en un film de la segunda guerra mundial, cuando los nazis ocuparon París. El truco fue efectivo hasta el golpe al Banco Nación del barrio de Arroyito, en Rosario, cuando un hombre que pasaba vio a la banda meterse en el camión. La Policía supo dónde buscarlos y así debieron abandonar su mejor carta.

Eran conocidos como “el sindicato de pistoleros” o la “aristocracia del hampa” y a pesar de la efectividad de sus golpes, Laginestra no hacía ostentación de dinero. Sobre él afirmó el encargado de un inquilinato donde alquilaba una pieza que “no era muy comunicativo, pero sí amable y atento con los vecinos”. "Limpito, con buena ropa de cama” y “con cierto lujo no exento de buen gusto” para amueblar el cuarto.

En octubre de 1968 volvió a prisión y tras su fuga, comenzó con la etapa de los secuestros planificados. En Firmat, Santa Fe, su banda secuestró a un industrial. La plata del rescate debía ser dejada en un Fiat 600, que la policía custodiaba desde una distancia prudente para atrapar a los que fueran a buscar el dinero. Pero la faceta de artista de Laginestra se puso de manifiesto, dejando el auto estacionado sobre una boca de tormenta, y como el 'bolita' tenía el piso perforado, sacaron la plata y se fueron por el desagüe mientras la Policía seguía esperando.

El secuestro del metalúrgico Emilio Scholer lo llevó de nuevo a la cárcel y en 1972 fue condenado a 21 años de encierro. Pero nuevamente volvió a evadirse por un túnel de quince metros, y otra vez fue recapturado.

En sus años guardado, Laginestra fue el líder de la Unidad Penitenciaria 1 del barrio San Martín, en Córdoba, donde su palabra era sinónimo de autoridad para los reos comunes. En época de dictadura militar, “Pichón” hizo gala de su poder declarando una huelga en el penal para demostrar que los presos políticos eran torturados. Su orden dictaminó silencio total durante 24 horas, para que se sintiese con claridad el ruido de los golpes y los gritos de los torturados. Les hacía llegar manteca, dulce, biromes y papel higiénico, en el que sacaban a las calles las denuncias de torturas. El mismo les escribió una carta que decía “los llamamos otarios abobinados a garrote, pero los respetamos, con los huevos de ustedes y los conocimientos nuestros desvalijamos Córdoba”.

El 1 de noviembre de 1984 logró salir en libertad, aunque esta vez no se escapó, fue liberado por la Justicia. Dos años después, mientras se pagaba la quincena en la fábrica de medias que tiempo después cubrirían las piernas de Susana Giménez, tres ladrones intentaron llevarse el pago. Iban en un Ford Taunus robado en Capital Federal. Los policías les dispararon y dos de ellos murieron. Uno era otro Néstor Eduardo Pascual, de 27 años. El otro era Juan José “Pichón” Laginestra. Tenía 49 años.

El tiempo que pasó poniendo en ridículo a las policías de tres provincias y a la federal, lo habían convertido en blanco de los uniformados, que según se decía por ese entonces, no tenían intenciones de apresarlo vivo. Cuando escapaban de la fábrica de medias Silvana en Villa Ballester, huían desarmados y murieron acribillados. En el bajo mundo se corrió la versión de que la Bonaerense, reiteradamente humillada por “Pichón”, había ido directamente a matarlo, algo que jamás se pudo probar. Ese 7 de noviembre en los penales de Devoto y Caseros los presos, en señal de repudio por lo que consideraban un fusilamiento, apagaron sus radios durante 24 horas.

La crónica policial del momento aseguraba que guardaba un botín de millones, escondido hasta de sus propios confidentes y compañeros, lo que lo convertía en un personaje aún más atractivo para los lectores de noticias policiales en los diarios.

Juan José Laginestra, un caballero ubicado al otro lado de la ley, que con buen trato, inteligencia y creatividad, provocó para él, lo que jamás buscó para sus víctimas: una muerte violenta a fuerza de los balazos que nunca tiró, pero que recibió como pago de una vida dedicada al crimen.