Desde Barcelona
UNO Todo es un espanto (Rodríguez se niega aquí, por falta de fuerza y de espacio, a enumerar todos y cada uno de los factores que resultan en semejante afirmación) pero también, por suerte, hay nuevo libro de John Banville. Dos, en realidad. Por un lado (coincidiendo con el estreno en Barcelona, donde Neil Jordan filmó como falsa Los Ángeles, la adaptación de La rubia de ojos negros, logrado homenaje/resurrección de Banville al Philip Marlowe de Raymond Chandler) una nueva entrega de Quirke & Strafford: The Lock-Up. Uno de esos policiales que lo convirtieron por unos años en la sombra ya extinguida en inglés pero aún presente en español de su alias Benjamin Black. Y aquí, de nuevo, la sombría Dublín de los años '50s y el crimen como excusa para la investigación de las zonas más oscuras de los "buenos" pero no tanto. Thrillers mentales de sangre existencialista o algo así. Y, para Rodríguez, el volver a encontrarse con personajes a los que ya conoce mejor y quiere mejor que a muchos de sus conocidos y seres queridos. Por otra parte --y aquí Rodríguez casi cae de rodillas-- la edición en español de Las singularidades: novela de John Banville que pertenece al género que sólo podría definirse como "novela de John Banville".
DOS Y Las singularidades es la más plural de las novelas de John Banville. Porque en ella convergen y son devoradas --como por esa suerte de agujero negro en la cuasi pinkfloydiana portada de la novela-- buena parte de las líneas y personajes de lo que este irlandés nacido en Wexford en 1945, y seguramente el más grande estilista en idioma inglés en activo, ha venido creando hasta ahora. Aquí viene otra vez su criminal de cabecera (el amoral Frederick "Freddie" Montgomery, protagonista de una trilogía que comenzó con El libro de las pruebas en 1989 y se continuó con Fantasmas y Atenea). Y Montgomery ahora apenas se esconde bajo el alias de Felix Mordaunt, sale de prisión, y vuelve a la casa de su infancia en los páramos en los que se alza Coolgrange ahora rebautizado Arden House. Y ahora esta casa no es otra que la del difunto y celebrado y maldecido físico Adam Godley y familia, a quienes Rodríguez ya frecuentó en esa cumbre de la vertiginosa obra de Banville que es Los infinitos (2009). Y esto no es todo: por allí aparecen también los Godkin de Regreso a Birchwood, se experimenta con referencias a la Tetralogía científica (revelándose que Godley colaboró con el matemático Gabriel Swain de Mefisto, quien a su vez tuvo un affaire con la suicida y vengadora Cass de la Trilogía Cleave), y ¿será Benny Grace pariente de los Grace de El mar? Y por ahí merodea también un desilusionado biógrafo (autor de La invención del pasado, vida del infame crítico-filósofo y alguna vez antisemita Alex Vander de Impostura) al que el hijo de Godley ha encargado semblanza de su padre y quien responde al nombre de William Jaybee: personaje nuevo (aunque tal vez sea el narrador anónimo de La carta de Newton) pero cuyo apellido, fonéticamente, apenas esconde a las iniciales J. y B. de John Banville: aquel quien siempre estuvo allí tirando de los hilos, como los tan titánicos como traviesos dioses griegos de Los infinitos. Y, por encima de todos ellos, sigue latiendo la radiación y efectos de la Teoría Brahma de Godley. Teoría que, con sólo postularla, ha producido una suerte de grieta/pliegue en nuestra realidad (y la de los personajes de Los infinitos y de Las singularidades) tal como la conocemos al certificar la existencia de múltiples universos al mismo tiempo. Entonces y desde entonces y cortesía de un arbitrario "efecto de interferencia godleiano", los automóviles funcionan con agua salada, New York ha vuelto a llamarse New Amsterdam y la palabra entretanto ya no tiene sentido alguno. Y ha quedado demostrado que "cada aumento de nuestro conocimiento de la naturaleza de la realidad incide directamente en esa realidad, y que cada luminoso descubrimiento que realizamos produce un oscurecimiento igual y opuesto y abre un orificio en la pared de la gran esfera que es el tiempo y el espacio y todo lo demás. Como observó Adam Godley, sin duda con una risilla que casi le parece oír a Rodríguez, "Cada idea genial de cada cráneo privilegiado añade otro agujerito a la corteza".
TRES Y, sí, el de Banville es un cráneo más que privilegiado. Y El efecto propuesto y conseguido aquí es para los seguidores del irlandés similar al crepuscular éxtasis experimentado por los adoradores de la Marvel ante Avengers: Endgame. Aquí, sí, truena un vengador "Assemble!" con un próspero Banville como el más Strange de los doctores. Y (cabía esperarlo) ya hubo críticos que lo acusaron de un "sólo para fans" y de divertirse demasiado bailando solo con su música. Pero no: el invitador y el efecto es el de maravilla ante semejante entramado sostenido, claro, por una prosa impecable e implacable en la voz testigo y testimonial y con un algo shakespeareano de "un diosecillo, pues los dioses grandes se han largado" al que, posiblemente, ya se oyó en Fantasmas.
Y, sí, se sabe: Vladimir Nabokov es uno de los héroes de Banville; y aquí el irlandés juega consigo mismo como alguna vez jugó el ruso en La dádiva, Lolita, Pálido fuego, Ada y, muy particularmente, en ¡Mira los arlequines! Una suerte de auto-celebración a la vez que --así lo ha anunciado el autor-- despedida. Un adiós primero sorprendido y luego convencido de que "a medida que avanzaba en la escritura era más y más consciente de que se trataba de una suerte de recapitulación de todo lo mío. Estoy seguro de que es el último de estos libros que escribiré. Prácticamente hay en él referencias no sólo a casi todas mi novelas sino, también, a muchos de los escritores que más quiero. Las singularidades termina con las palabras full stop ("la postrera estocada para señalar un punto infinitamente completo, un punto final", se lee en la traducción; a la vez que comienza con un intraducible juego de palabras con sentence funcionando a la vez como sentencia penal cumplida y oración redactada e impresa) y no me veo a mí mismo volviendo a embarcarme en otro proyecto semejante. Me ha tomado cinco o seis años terminar y ya estoy viejo. Así que seguiré con mis policiales, que apenas me llevan tiempo; pero jamás insistiré en algo con esta densidad y potencia alusiva y elusiva".
Queda pensar --esperar, ruega Rodríguez-- que Banville, como Montgomery y Godley, no esté diciendo del todo la verdad. O que un mundo "de espejos y laberintos", pero mejor que el nuestro, nos traiga pronto a un Banville próximo premio Nobel firmando algo que bien podría titularse Las excepcionalidades o Las reconsideraciones.
Mientras tanto y hasta entonces, esta obra maestra...
CUATRO ... de John Banville (alguien quien sostiene que "la oración es el más grande invento de la civilización" y que "si la lectura de lo mío obliga a la consulta del diccionario se me debería agradecer, porque le hice a alguien el favor de enseñarle palabras que no conocía"). Algo que, hasta donde sabe Rodríguez, ninguna de esas plurales artificiosas desinteligencias artificiales está capacitada, por el momento, para pensar y escribir y leer singularmente. Así que, mientras se pueda, más vale --vale más-- desenchufarse y admirar y, sí, "conversar" en el más profundo y electrizante silencio con algo que maquinó alguien tan sabio y genuino como John Banville.