Hay algo vertiginoso en la escena que supone reproducir, bajo un contexto dramático, buena parte de la experiencia virtual. Un poco como si ahora el teatro necesitara remitirse al universo de las pantallas y señalar una narrativa que acontece en simultáneo.
Las tres actrices y el actor interactúan produciendo una conversación virtual. Los cuerpos están presentes y la actuación es frenética, guiada por esa ansiedad que genera la charla mediada por el whatsapp. La urgencia para recibir una respuesta lleva a que la conversación se parezca a una especie de fluir de la conciencia donde la suposiciones, las sospechas y conjeturas se explicitan porque, después de todo, lo que se tiene enfrente es una pantalla y no una persona.
No me llames es una obra de teatro que propone una dramaturgia donde se incorporan los recursos de la virtualidad y para esto se vale de las ilustraciones y la animación de Marina Lovece que ocupan un lugar central en el escenario, en tensión con las actuaciones. Vane Butera, María Figueras, Paola Luttini y Pablo Toporosi entienden perfectamente el juego de esos cuerpos, asumen que la imagen podría generar una suerte de competencia y le ganan al atractivo de las pantallas gracias al conocimiento de su oficio, a esos cuerpos que están siempre en una suerte de batalla comprimida, como recreando las contrariedades que sufrimos frente a esa virtualidad a la que siempre le pedimos certezas.
Mariela Asensio como dramaturga y directora toma esa virtualidad desde una perspectiva crítica y la somete al desencanto. Muestra lo que ese estado de conexión permanente hace con nosotrxs pero, a su vez, da cuenta de una existencia virtual que puede ser tan determinante como la realidad de la convivencia entre los cuerpos. Nuestra manera de entender el mundo se ha transformado por completo. La escena donde Butera interpreta a una joven que ha cortado con su novio y la tarea central de ella y sus amigas, a cargo de Figueras y Luttini, pasa a ser borrar al hombre en cuestión de todo los espacios virtuales en un efecto que es casi el de la propia muerte (simbólica pero muerte al fin) marca ese lugar constante donde no podemos dejar de tener presente aquello que muchas veces queremos olvidar, donde el algoritmo interpreta de un modo equívoco nuestro interés malsano por espiar los posteos de otros y nos castiga haciendo visible aquello que nos haría mejor no saber.
En No me llames los roles cambian pero el tono frenético y hasta violento (esa prepotencia que describe un hábito que las redes sociales y el mundo virtual han naturalizado, de invadir, de reclamar una respuesta, de meternos sin cuidado en los deseos y las opiniones de lxs otrxs) parece inducir más a un monólogo que a un diálogo. De hecho muchos de los parlamentos de esta obra podrían considerarse como unidades disociadas y eso ayuda a generar en el público una risa ligada a la identificación ¿Hasta qué punto cuando enviamos un mensaje de whatsapp no estamos simplemente hablando solxs? Tanto la puesta como la escritura de Asensio están determinadas por un procedimiento donde los vínculos se constituyen desde una individualidad que ya no mide la diferencia entre lo que dice y lo que piensa, como si esa esfera virtual fuera un momento catártico y no una instancia social donde la presencia del otro nos condiciona y, a su vez, nos marca un límite.
Pero hay un personaje que intenta reparar esto. Butera encarna a esa voz que da cuenta de la angustia. Al hacerlo surge una situación irresoluble. Para poder separarse de ese mundo virtual, a veces, es necesario usar las herramientas que permiten terminar con el otro (bloquear, dar de baja una cuenta) y esa decisión, en un contexto como este, puede equivaler al ostracismo, a impedir el encuentro, a profundizar aquello que se quiere evitar, a dejar a los demás en una zona de incertidumbre e incomprensión. No me llames se hace cargo de esta contradicción, la plantea y reconoce que ese orden de cosas ya es irreversible.
No me llames se presenta los viernes a las 22 en el Teatro del Pueblo.