Novelista, prolífica cuentista y ensayista, Liliana Heker es una narradora extraordinaria. El hecho de que, además, haya dictado, durante la friolera de 40 años, un taller literario en el que se formaron algunos de los mejores escritores contemporáneos -Samanta Schweblin, Guillermo Martínez, Silvia Schujer, entre tantos-, habla también de la medida de su pasión por el oficio y su construcción minuciosa.
Junto a autores de la altura de Abelardo Castillo, Alberto Laiseca, Hebe Uhart, Heker pertenece a esa estirpe de grandes talleristas que, además de haber erigido sus propios edificios narrativos, han tenido la generosidad de formar a otros, a partir de sus propias intuiciones y certezas.
En esa clínicas de escritura -que interrumpió hace muy poco-, ella regalaba lecciones memorables, aprendidas más en el fogueo cotidiano con el teclado a lo largo de las décadas: por ejemplo, que la escritura no es magia, ni algo misterioso o meramente catártico, sino, sobre todo, un trabajo exhaustivo con las palabras, y que funda sentidos novedosos, incluso o en principio, para el autor: un viaje de descubrimiento.
O que eso que llamamos livianamente “talento” le debe mucho, en realidad, a la perseverancia y la paciencia, más que a la irrupción milagrosa -e improbable- de las musas. Que la espontaneidad y la velocidad no son valores al momento de escribir. Que la literatura está hecha de detalles. Que las ganas de escribir vienen escribiendo.
Pero sobre todo Heker ha sabido contagiar su entusiasmo.
Si algo la define es esa “vitalidad feroz y envidiable”, como supo sintetizar Schweblin. Así como su inusual capacidad de reflexión sobre el oficio: a sus lectores, así como a sus alumnos, supo transmitirles la convicción y la pasión que dan sentido a su vida, y en su caso está asociada al trabajo concienzudo con las palabras.
Como integrante y referente, además, de esa generación de los años 60 que asimiló la literatura al compromiso político, tampoco evadió jamás la toma de postura, ni en sus escritos ni en la vida, en un país en el que quienes evitan hacerlo lo hacen casi siempre por ideología antes que por distracción, y así de peligrosos resultan.
Habrá que repasar, entonces, los años de su formación, en los que se entrenaba en el ejercicio del debate en espacios dominados por los hombres: una proeza en sí misma, en aquel tiempo en que las mujeres estaban más bien habituadas a ocupar lugares periféricos.
En aquellas tertulias literarias -las de las revistas emblemáticas que también sirvieron como escuela, en una etapa fundacional, El grillo de papel (1959-1960), El escarabajo de oro (1961-1974), El Ornitorrinco (1977-1986)-, asumía en paralelo un compromiso con la Historia: si sus novelas y sus cuentos son la prueba de que la literatura permite indagar la belleza, el horror o el absurdo de nuestros actos cotidianos, también son reflejo de su tiempo, de sus contradicciones y sus injusticias.
Si los y las autoras nos conquistan, más allá de las historias que nos cuentan, por la visión del mundo que proponen o trafican en sus ficciones, el suyo es un compromiso que la ubica siempre muy lejos de quienes ejercen o justifican el atropello de los derechos humanos.
Su paso por aquellas revistas emblemáticas de los '60 y '70 resulta determinante para comprender su ADN literario. En El grillo de papel ejerció como Secretaria de Redacción: por allí pasaban colaboradores de la talla de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Juan Goytisolo, Ernesto Sabato, mientras que otros como Ricardo Piglia, Sylvia Iparraguirre, Humberto Costantini, Miguel Briante, Alejandra Pizarnik o Isidoro Blaisten, debutaban con sus primeras obras.
En El escarabajo de oro (1961-1974) -aparecida después de que la anterior fuera prohibida por un decreto de Arturo Frondizi-, llegó a ejercer como subdirectora. Mientras que El Ornitorrinco, que Heker co-fundó junto a Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, fue uno de los espacios de resistencia cultural durante la última dictadura. También por aquellos años -en 1980-, sostuvo su célebre polémica con Cortázar, acerca de la situación de los escritores residentes en el país y de aquellos que se encontraban exiliados. Terminaron amigos.
Mientras tanto, la escritora comenzaba a forjar una obra que se traduciría a numerosos idiomas y terminaría ubicándola entre los grandes nombres de la literatura argentina del último siglo. En 1966 publicó su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, al que seguirían Acuario, en 1972 y Un resplandor que se apagó en el mundo (tríptico de nouvelles), en 1977.
Con el tiempo llegarían Las peras del mal (1982) y en 1987, Zona de clivaje, su primera novela. Los cuentos de Los bordes de lo real (1991); su segunda novela, El fin de la historia -publicada en 1996 y recientemente reeditada-; Las hermanas de Shakespeare, (1999); La crueldad de la vida (2001); Diálogos sobre la vida y la muerte (2003), o, más acá en el tiempo, La trastienda de la escritura (2019), que recopila un método, las claves de su propio proceso creativo.
Son títulos que terminan conformando un legado, aunque a sus 80, y mientras escribe la que será su tercera novela, se siga considerando “una eterna aprendiz”. Su capacidad de reinventarse la distancia de quienes, finalmente, envejecen, y más allá de su edad. Sigue preguntándose “qué quiero”. Y sigue respondiéndose: “escribir”.
Si termina resultando deslumbrante es porque su trayecto revela la verdad de una búsqueda que nos enfrenta a una pregunta vital, más allá de que su obra representa una construcción formidable. Sus lectores son privilegiados testigos de esa travesía y de esa entrega.