Un índice de inflación que roza el 8 por ciento mensual, el más alto en décadas en Argentina, debe mover a los economistas y cuadros políticos de la coalición gobernante, incluso al colectivo político progresista al que los autores de la nota adscriben, a una seria reflexión y a la revisión de los postulados dogmáticos que llevan al campo popular una y otra vez al mismo callejón sin salida. Se debe hacer, al menos, por sentido pragmático, para no entregarle el gobierno al neofascismo en cualquiera de sus expresiones, venga éste con ropajes de halcón o de paloma.
Hay un diagnóstico que, desde la crisis de 2001, forma parte del sentido común de la heterodoxia política y académica según el cual el modelo sustitutivo de importaciones fue interrumpido y reemplazado por otro de valorización financiera. Más allá del ruido que pueda hacer la palabra modelo aplicada a un contexto histórico, lo cierto es que el consenso puede leerse de la siguiente manera: la Dictadura militar argentina de 1976 reemplazó un capitalismo caracterizado por altos salarios y ganancia industrial por otro donde la actividad manufacturera fuera desplazada del centro de la escena en favor de un modelo de acumulación basado en una valorización financiera de carácter básicamente rentista y, junto a él, la preeminencia de la renta diferencial de la tierra, dando como resultado la desindustrialización y la concentración. Es necesario aclarar que esta es una síntesis en extremo esquemática que no reemplaza a un vasto corpus académico en el cual estas expresiones generales pueden encontrar matices y excepciones.
Desde el punto de vista histórico, el diagnóstico es correcto al ubicar al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional como el parte-aguas de las últimas grandes etapas de la política nacional. Esto es básicamente indiscutible no sólo por el consenso progresista sino porque además así ha sido formulado en los documentos que ADEBA elaboró en 1978 con un diagnóstico de la situación nacional junto con una propuesta de laboratorio político dirigida al Ministerio del Interior del gobierno dictatorial y genocida.
Ha sido señalado que las intervenciones en política económica del gobierno dirigido por Martínez de Hoz se han materializado en la pesada herencia de la Ley de Entidades Financieras, la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y la estatización de la deuda privada, dando luz a un nuevo orden y un nuevo régimen de regulación de la vida económica en la posdictadura, cuyo efecto más pernicioso (y menos estudiado en sus efectos políticos) ha sido la introducción de una moneda extranjera en el mercado interno de los argentinos como rasgo sobresaliente de nuestra economía bimonetaria.
Pero las aguas analíticas se chocan con la realidad en cuanto a la caracterización del modelo financiero se refiere, revelando serias inconsistencias sobre todo entre el periodo posterior al fin efectivo de la dictadura cívico-ecleciástico-empresarial. Si bien es cierto que se verificó un proceso de concentración y, sobre todo, de centralización del gran capital, y los salarios reales tuvieron una tendencia secular decreciente, lo cierto es que también la actividad manufacturera no perdió su centralidad como palanca de acumulación de la economía argentina.
Si el tamaño efectivamente importa, debe señalarse que, por ejemplo, el valor agregado sectorial del sector industrial representa 1,88 veces la suma del de los sectores agropecuarios y financieros en su conjunto en los últimos veinte últimos años. A ello deben agregarse datos aún más notables como la escasa preeminencia de la actividad crediticia en el Producto Bruto Interno que convierte a la economía argentina en un caso prototípico de subdesarrollo financiero. Esto no resulta sorprendente en cuanto se verifica la capacidad de resistencia, especialmente sindical, del bloque popular, cuya base material abreva, en gran parte, en la producción industrial.
Lo que sí es motivo de consternación es la falta de registro de los mencionados datos empíricos por parte de los sectores progresistas y su sobreestimación de la valorización financiera como del papel del bloque agrario. En gran parte esto es justificable dado el rol político preeminente de estos sectores como proveedores de la moneda dura. Es un factor disciplinante en las crisis cíclicas a las que se ve sometida la sociedad argentina con la doble finalidad de transferir enormes porciones de renta a los sectores con capacidad de formar activos en el exterior y, al mismo tiempo, refundar el sentido de las prácticas sociales socavando el pacto democrático, como pudo observarse en los últimos meses y años en la escena política local. Sin embargo, no se constata este poder de fuego en las características del modelo de acumulación ni en el volumen del mercado financiero. ¿Dónde hay que buscarlo, que no sea en la anomalía capitalista de una economía bimonetaria?
El patrón monetario vigente en este período es parte vital en la construcción de este clima de época. Para entender esto es necesario tomar en cuenta que la moneda no es una sustancia sino una relación social. Así como la mercancía encubre las relaciones de explotación en la producción, la moneda -su contraparte en el sistema capitalista- oculta la reproducción de dichos vínculos en el intercambio y consolida la distribución regresiva de la riqueza social que se produce como consecuencia de ellos.
En el caso de Argentina, ello explica por qué, con relativamente poco volumen y envergadura, los bloques financiero y agrario pueden producir enormes transferencias de riqueza como lo haría cualquier política monetaria convencional. No es casualidad que las experiencias neoliberales proporcionen dólares baratos en base a endeudamiento externo para adquirir y valorizar activos en esa moneda de modo de hacer más efectiva su política paralela, es decir paraestatal, de gestión de la moneda.
Sin embargo, las razones invocadas no nos eximen, como colectivo, de reemplazar un diagnóstico investido de la ideología dominante, más propio del monetarismo y sus dogmas, por otro con bases históricas y científicas. El vivir sumergido en las prácticas sociales de la cultura neoliberal no significa que deba aceptarse esta realidad como un dato inmodificable y sus supuestos como el escenario en el cual deban desarrollarse los programas progresistas. La aceptación acrítica conduce a ignorar los datos duros, a subestimar las fuerzas propias y a un esfuerzo de sobreadaptación francamente inconducente.
En materia monetaria, esto implicó la discusión de esquemas alternativos de patrones monetarios, que, o bien reafirman la preeminencia del dólar como reserva de valor o, alternativamente, hacen hincapié en la necesidad de monedas indexadas, no viendo que la inflación es un fenómeno esencialmente de puja distributiva en el marco de un conflicto hegemónico entre fracciones de la burguesía, por un lado, y entre ellas y los componentes altamente institucionalizados del bloque popular, por otro.
Esta consideración histórica, si bien no está del todo soslayada en los análisis de los intelectuales del campo progresista, no suele ser tenida en cuenta a la hora de proponer soluciones que tiendan a superar el marco de la economía bimonetaria. Y como un perro que se muerde la cola, las propuestas hoy vigentes, o bien se parecen mucho a las formuladas por el mainstream neoliberal local, o bien son directamente impracticables por lo complicado de su formulación y posterior administración.
La construcción de un patrón monetario único: un Estado que acuña una moneda en uso de sus facultades inherentes a su monopolio como emisor legal, debe además posicionarla para que sea aplicada como el instrumento de una estrategia hegemónica multidimensional por parte de los sectores populares dentro de un programa que abarque otros instrumentos políticos y económicos en un efecto de retroalimentación donde la moneda única juega un rol absolutamente preeminente.
No es un problema técnico ni cultural, es un problema político. Para ello es necesario decodificar las prácticas sociales instaladas por el genocidio reorganizador (1975-1983), las cuales, lejos de obedecer a un hábito cultural, son el producto de la violencia física y económica ejercida y racionalmente administrada por los sectores dominantes contra la mayoría objetivamente encolumnada en el bloque popular.
Tal administración racional de la violencia se materializa en leyes y regulaciones debidamente planificadas. Se hace imprescindible para nuestro colectivo de pensamiento el desenmascaramiento de la situación, la calibración de las fuerzas propias, y el abordaje de los múltiples aspectos de la construcción de una estrategia de hegemonía como tarea principal y prioritaria. No está en riesgo apenas el gobierno de turno, o el resultado de las elecciones, sino las bases mismas del pacto democrático y civilizatorio inaugurado en 1983.
* Economista
** Licenciado en Ciencia Política