Vamos a pie por un camino de ripio que sube y baja como una montaña rusa. Hay árboles de toda clase. Predominan unos llenos de espinas. Javier, el guía, explica que se llaman espinillos. Es infernal el griterío de los pájaros. Un pajarraco negro larga un canto largo.

-Un Re mayor -dice seguro Javier.

Le pregunto por qué no canta en un coro ese pájaro si entona tan bien.

-Porque los coros siempre ensayan de noche y él a esa hora está durmiendo -responde serio Javier.

Cuando el dueño de la hostería supo que mi intención era llegar hasta lo del Cordobés aconsejó que me acompañara un guía. Él mismo se encargó de buscarlo y también puso la tarifa. Dijo que era caro porque es el mejor guía de Capilla del Monte. Es un hombre muy delgado, morocho. Anda en alpargatas y usa una gorrita con la visera para atrás. Javier sabe el motivo por el que quiero llegar a lo del Cordobés, sin embargo no habla del tema en todo el camino.

-Usted los ha visto -pregunto tratando de no dar demasiado precisiones-. El Cordobés será consciente del riesgo que significa tenerlos encerrados ahí.

Javier no responde.

Después de haber acumulado durante treinta años estudios científicos, recortes de revistas, visitado infinidad de museos y escuchado conferencias, que me aclararan algo respecto a los extraterrestres, leí un aviso que en Capílla del Monte alguien ofrecía conocer a un grupo de marcianos por un monto no tan elevado.

Ya no soporto más el calor cuando Javier se detiene en una curva del camino y da un chiflido agudo agarrándose el labio inferior con la mano. Enseguida se escucha una voz gruesa:

-Soy vo, Negro.

Llegan dos perros enormes. Atrás de ellos aparece un hombre bastante morocho, grandote, con un sombrero de paja que alguna vez fue claro.

-¿Puedo verlos? -pregunto después de darle la mano.

El Cordobés no contesta. Lo llama a Javier, se alejan unos pasos de mí y hablan en voz baja. El Cordobés se acerca y me dice que el monto que figuraba en el aviso quedó desactualizado. Que les costaba mucho alimentarlos y cuidarles la salud. Prácticamente lo duplica. No me queda otra que aceptar. Recién una vez que le doy la plata hace que lo siga. Escondido entre unas enredaderas aparece un sendero. Entramos por ese caminito en picada rodeado de monte. Después de andar un rato, de pronto se abre ante nosotros un descampado, era un espacio grande cubierto de pasto. En el medio puede verse un círculo bien definido de varios metros de diámetro donde el pastizal estaba seco, como si alguien lo hubiera quemado.

A unos metros hay una estructura hecha en palos elevada del piso mediante varias ruedas de madera desparejas. Lo asocié con el auto de los Picapiedras.

–Es la nave de los guasones estos -dice el Cordobés.

Nos sentamos sobre unas piedras. El Cordobés tiene el mate preparado. Mientras los tomamos trato de sacarle información sobre los marcianos pero responde con evasivas. De algún lugar cercano se escucha como si hubiera una fiesta y música de cuarteto. El Cordobés sirve un mate sacudiendo el termo para sacar lo último que quedaba de agua. Se levanta y dice que lo siga. A unos metros, oculto por una maraña de árboles, hay una especie de galpón de ladrillos sin revocar. El Cordobés antes de abrir la puerta espía para adentro, después entra y me invita a sentarnos en un banco de madera.

En el fondo del quincho están ellos. Son tres. De lejos parecen bastante normales.

Al descubrir mi presencia los tres quedan mirándome fijo. No tienen antenas, ni nada raro y están muy lejos de parecerse a los dibujos que tanto coleccioné de los marcianos. Al rato uno de ellos sale corriendo en mi dirección y me abraza. Los otros dos se acercan y también me abrazan. En el tumulto siento una mano hurgando el bolsillo del pantalón. Lo miro al Cordobés para que me indique si debo poner algún límite.

-Buscan golosinas. Siempre hacen lo mismo -concluye el Cordobés.

El que metió la mano en mi bolsillo sale corriendo con un caramelo media hora y unos billetes de poco valor. Se los muestra a los compañeros desde un rincón y los otros ponen cara de ofendidos. Enseguida patea una pelota hacía el centro del local. Al instante empiezan los tres a correr detrás de ella a los gritos. Cada vez que la pelota da en la pared gritan gol y lo festejan con un bailoteo. Mientras dura ese juego el Cordobés me explica que si fuera por ellos se pasarían el día jugando a la pelota.

De pronto se detienen y cuchichean entre ellos. Puedo suponer que están tramando algo. Después se arriman al Cordobés con cierta vergüenza. El más grande le habla al oído.

-Quieren Coca Cola -dice el Cordobés, volviéndose hacia mí.

Con energía, pero al mismo tiempo cómplice, les dice.

-Ta bien, pero que sea la última por hoy.

El Cordobés agarra una botella de gaseosa cortada. De una conservadora saca hielo y una Coca Cola de dos litros. Pone bastante Coca en la botella y la completa con Fernet. Queda un producto negro con mucha espuma en la parte superior. El Cordobés prende una radio y busca música de cuarteto. Levanta el volumen a todo lo que da. Los marcianos toman del pico y bailan moviendo el cuerpo de modo exagerado, haciéndose los borrachos. Me hacen señas para que vaya a bailar con ellos. Bailo mal pero les doy el gusto para no defraudarlos. Me ofrecen la botella, acepto pese a que el brebaje me parece demasiado amargo. Terminamos haciendo un trencito del que me abro para volver al banco porque me siento mareado. Al rato, consciente de que la tarde está empezando a caer, decido que es hora de partir.

Cuando los marcianos ven que estoy por irme vienen corriendo. Me piden que me quede un rato más. Abro los brazos explicándole que está anocheciendo. Uno de ellos me retiene agarrándome de las piernas.

-Quiere irse con usted- dijo el Cordobés.

Qué problema habría, dije por cumplido pensando en que la frase iba a ser tomada como tal por el Cordobés.

-Buscá tus cosas y te vas con el señor-le indicó al marciano, que fue corriendo a buscar un bolso.

Después de decir eso, el Cordobés llevándome a un costado me dijo por lo bajo que el marciano valía diez mil dólares. Le dije que me parecía un poco caro y que no llevaba tanto dinero encima. En una negociación bastante corta aceptó dármelo a cambio de mi auto. Yo esperaba una despedida llena de congoja entre el marciano y sus compañeros. Sin embargo se dieron la mano como si fueran a verse en unas horas y hasta me pareció escuchar alguna frase en su dialecto cordobés.

Javier estaba esperándonos afuera. Se lo notaba impaciente. Cuando se despidieron del Cordobés noté que algo raro ocurría. No sé. En las miradas quizá. Como que había ciertas cosas que les quedaron por arreglar.

Desandamos el camino al atardecer, el marciano no se alejaba ni un metro de mí. Eso me daba ternura.

En la hostería, durante la cena pude ver que el marciano no era tan infantil. Se expresaba con monosílabos, pero no tuvo ningún inconveniente a la hora de elegir el vino de mejor calidad, lo mismo cuando llegó la hora del postre y aun cuando me indicó el billete que debía dejar de propina a la moza. Ya en la habitación se durmió enseguida de acostarse, largando unos ronquidos de hombre adulto. Mientras lo veía descansar como un niño bueno me imaginaba la cara de sorpresa de mis amigos cuando me vieran llegar con un marciano.

A la mañana siguiente tomamos el micro para Buenos Aires. El buen descanso había activado al marciano que se pasó buena parte del viaje pidiendo lo que sea a los demás pasajeros. Era entrador, le caía simpático a la gente que no solo le convidaba comida y gaseosas sino que hasta un reloj le regalaron. Alguien me preguntó si era mi hijo, cuando le dije que era un marciano me miró como si estuviera loco.

Cuando llegamos a Rosario el chofer del micro anunció que teníamos media hora. El marciano dijo que necesitaba ir al baño. Lo acompañé, pero cuando estábamos por entrar me dijo que lo esperara afuera. Comprendí que sentía verguenza. Mientras lo esperaba me puse a ver el tránsito en las calles a través de un ventanal. No llevé la cuenta del tiempo transcurrido, sin embargo habrían pasado cerca de veinte minutos y el marciano no salía. No quería impacientarme. Esperé otro rato y él aún estaba adentro. Temiendo se nos fuera el micro decidí entrar al baño a ver qué le había pasado. No lo encontré por ninguna parte. En el desconcierto lo primero que se me ocurrió es volverme a Córdoba y buscarlo al Cordobés. Salí corriendo para comprar el boleto, pero antes de llegar a la ventanillas entendí que lo único que me quedaba por hacer era volverme a Buenos Aires. Tuve que correr para alcanzar al micro que ya había arrancado.

Llegué al día siguiente. A quienes me preguntaron cómo me había ido les dije de manera escueta que fue una experiencia sensorial única, maravillosa, difícil de explicar. Pero sobre todo, irrepetible.

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