En 1760 no existía la prensa amarilla, pero sí el chisme que difundía no sólo calumnias, sino también noticias en la Buenos Ayres sin diarios. Colonial, chiquita y chata, la aldea se informaba de zaguán en zaguán, en corrillos de esquina sin ochava y con los comerciantes que iban y venían a los suburbios. Por los diarios personales y por los registros del Cabildo, sede de la justicia, conocemos la crónica policial de la época, incluyendo el secuestro y maltrato de doña Juana Ponce de León y de su hijito.
Se sabe que la señora era una viuda "de buen ver", de treinta y pico, y con un hijo todavía pequeño. Doña Juana tenía casa en la ciudad pero vivía más que nada en su chacra de la Punta de los Olivos, lo que hoy llamamos Martínez, provincia de Buenos Aires. Era una zona de quintas y frutales, completamente agraria, con buena conexión comercial al mercado por las barcas que iban, venían y proveían.
La pequeña familia había pasado la Semana Santa en lo que pasaba por ciudad y el miércoles de Ceniza, terminadas las devociones, se volvían a la chacra. El transporte era típico, una carreta con dos bueyes que le gustaba manejar al pibe de diez años, ya canchero con la rienda y el boyero. La ruta era la de siempre, el camino de Santa Fe arriba y la única novedad fue que al llegar a la Calera de los Franciscanos, hoy conocida como Barrancas de Belgrano, se encontraron con un jinete que llevaba el pingo de la rienda. Eran el paraguayo Lucas Pino, domador, y su caballo resentido en una pata. Pino se ofreció a conducir la carreta a cambio de que lo llevaran, y la viuda aceptó.
Al caer la tarde ya no faltaba tanto, el hijo dormitaba en la parte de atrás de la carreta, Pino y Doña Juana conversaban. El camino de Santa Fe, a esa altura, era estrecho y encerrado entre arbustos de espinos, difícil de negociar para más de un carro. De repente, escucharon "risotadas y gritos" y vieron aparecer por la curva a cuatro jinetes. La señora no dudó que era un asalto, despertó a su hijo y le ordenó correr a esconderse, abrió una de sus maletas y sacó un pesado estribo de plata, y le dijo a Pino que había que defenderse.
El paraguayo no alcanzó a hacer nada, porque uno de los asaltantes lo durmió de un bolazo certero. La banda estaba formada por "un criollo, un mulato y dos indios", y se le fue al humo a la carreta. La forzaron entre los yuyales y empezaron a saquearla. Uno de los asaltantes, "un tape muy oscuro, petiso, bizco y picado de viruela", agarró a Doña Juana de las trenzas, le quitó el estribo y la obligó a sacarse el vestido. La señora, "sollozando", se quitó la pollera y el jubón, y esperó lo peor. Pero el asaltante le arrancó la pañoleta y sacó un cuchillo: quería degollarla sin manchar las prendas.
Lo que salvó a la señora fue que otro de los asaltantes le quiso sacar las ropas al primero, con lo que se armó una pelea. Doña Juana aprovechó y se escapó entre los espinillos, descalza y medio desnuda para los patrones de la época. Escondida, toda arañada por los espinos, mordiéndose los labios para que no la escucharan llorar, esperó que los bandidos se fueran y volvió a la carreta. Su hijo no estaba y se puso a buscarlo, tapándose con unos trapos viejos que habían quedado en la carreta.
El pibe no apareció, y la viuda comenzó a caminar hacia lo de un vecino y amigo, Ramón Castro. Fue llegar a la chacra del amigo y encontrarse a toda la familia bien armada que salía a buscarla. El domador paraguayo se había despertado del bolazo y montando su caballo rengo había ido a buscar ayuda. Doña Juana fue atendida, alimentada y vestida, mientras los hombres iban a hacer la denuncia. Poco después, dos peoncitos encontraron al chico en la costa, escondido bajo un ceibo y dormido, el pobre.
La denuncia, en esa época, se hacía ante el Comisionado de la Costa, con sede en San Isidro. El agente se presentó a la quinta de Castro, le tomó declaración a Doña Juana y al bueno de Pino, y enseguida preguntó cómo era que habían encontrado el chico tan rápido. Le trajeron a los dos jóvenes que habían obrado el milagro, uno indio y el otro mestizo, que se empezaron a contradecir en su cuento. Al final admitieron que sí habían estado en el asalto, obligados por un tal Vicentillo, peón en otra chacra cercana, que después de jugar a las cartas un buen rato se había largado al camino a asaltar a alguien, a cualquiera.
El Comisionado armó una partida y empezó a batir el campo. A un par de kilómetros del camino de Santa Fe encontraron a un indio muerto, tirado desnudo entre los yuyos. Era una primera pista y los agentes comenzaron a peinar fino la zona y a interrogar al que se le cruzara. Al final, en un caso más de "los sospechosos de siempre" le cayeron al rancho a María Agustina, "mujer de mala fama" que vivía en el camino del Fondo de la Legüa, hoy avenida de los Constituyentes. En el allanamiento encontraron la ropa de Doña Juana y las prendas de domador de Pino.
También detuvieron a la dueña de casa y a Victoriano Claudio, el criollo y jefe de la banda, y al tal Vicentillo. Todos confesaron sin dar vueltas, tal vez temerosos de la tortura que en ese entonces era legal en casos tan graves. Simplemente, habían cobrado su jornal por la cosecha de trigo, se habían gastado todo en una "mamajuana" y a las cartas, y habían decidido ir a robar. De hecho, luego del asalto se habían quedado dormidos debajo de un árbol cercano y cuando se despertaron se dieron cuenta de que estaban en problemas. Se habían refugiado en lo de María Agustina, a la que le pagaron el aguante con las ropas robadas.
Lo que sigue es cruel. El proceso y la condena tomaron un año y cuatro meses, probablemente menos de lo que tomaría hoy. Vicentillo fue condenado a muerte y lo ahorcaron en la Plaza Mayor, la actual de Mayo. Fue una "pena infame", que agregaba la vergüenza de llegar a la plaza atado a la cola de un caballo y tener el cadáver descuartizado. Era tan medieval la cosa, que los pedazos fueron colgados de garfios a lo largo del camino de Santa Fe, como advertencia a otros.
Los dos peoncitos mentirosos recibieron cien latigazos cada uno en la plaza y unos años de trabajos forzados en las calles porteñas. María Agustina recibió una docena, pero en el sótano del Cabildo para no dar un espectáculo. El que zafó fue el cabecilla Victoriano Claudio, que con otros cuatro detenidos cavó un túnel y se escapó de las celdas del Cabildo. Poco le duró porque al tiempo lo capturaron después de otros robos y lo ejecutaron en la plaza, con cola de caballo y descuartizamiento incluídos.
El balance es notable. En un par de días, los policías improvisados de la época encontraron a los culpables, les sacaron la verdad sin apremios y presentaron el caso en tribunales. Dieciséis meses después, se cumplieron las crueles condenas. La justicia actual, parece, recuerda la crueldad pero no la eficiencia colonial.