La dolarización supone la eliminación de la moneda nacional y su reemplazo por el dólar estadounidense. Ello implica la pérdida de soberanía monetaria, es decir, la capacidad que tiene un país para emitir moneda a través de su Banco Central. De esta manera, la cantidad de dinero en circulación estaría determinada por la cantidad de dólares que haya en esa economía.
En la actualidad el Banco Central cuenta con muy pocas reservas internacionales netas (alrededor de 2000 millones de dólares), con lo cual una dolarización sólo podría llevarse a cabo con una fuerte devaluación. Entre los cálculos más optimistas se menciona un dólar a 800 pesos, en tanto otros hablan de un precio del dólar que podría alcanzar hasta los 10.000 pesos.
Este valor depende de varios factores. Si se dolariza a un tipo de cambio que cubra solo los pesos en circulación pero no los depósitos bancarios, en los bancos quedarían “dólares virtuales” o “argendólares”, es decir, valores sin ningún respaldo real en la nueva moneda, con lo cual ante una corrida bancaria el Banco Central no podría intervenir, dando como resultado un corralito bancario. Si se dolariza a un tipo de cambio que también cubra los depósitos bancarios (que son más del 70 por ciento del dinero total), el tipo de cambio sería mucho más alto. En cualquier caso, a menor o mayor nivel, sería una maxi devaluación respecto a los valores actuales.
En el actual contexto no hay posibilidad de dolarizar sin devaluación previa, porque la única alternativa para evitar esto sería contar con un gigantesco préstamo externo por parte del gobierno de Estados Unidos, el FMI o el sector privado. Algo que, más allá de que incrementaría notablemente la deuda externa, no tiene posibilidades de lograrse tras el mega endeudamiento en el que incurrió el gobierno de Macri.
Una devaluación semejante reduciría significativamente los salarios reales y otros ingresos fijos. La inflación en pesos generada por ese salto del tipo de cambio implicaría una pérdida de poder adquisitivo enorme. Por ejemplo, en la actualidad un salario de 220.000 pesos son unos 1000 dólares al tipo de cambio oficial y más o menos la mitad (500 dólares) al tipo de cambio financiero. Ese salario alcanza hoy en día para adquirir una canasta básica de bienes y servicios que necesita una familia tipo de cuatro integrantes para no ser considerada pobre (unos 200.000 pesos que son 900 dólares al tipo de cambio oficial o unos 450 al financiero). Si se realiza una dolarización con un tipo de cambio a 2000 pesos, dicho salario pasaría a ser el equivalente a 110 dólares.
Pero los precios de los bienes y servicios no se reducirían de igual manera. Por ejemplo, el trigo (pan, pastas, galletitas, etc.) o la carne son bienes que se exportan y, por lo tanto, tienen su precio fijado en dólares. Lo mismo sucede con los bienes importados, sean celulares, bananas o zapatillas. De esta manera el costo de la canasta básica se mantendría relativamente inalterado en dólares o a lo sumo bajaría un poco si los servicios no aumentan en la misma proporción a la devaluación, mientras que los salarios nominales en dólares caerían fuertemente. Siguiendo el ejemplo, la canasta seguiría costando cerca de 900 dólares, mientras que el salario se reduciría a 110. De esta manera, un salario que antes alcanzaba para comprar un poquito más que una canasta básica pasaría a poder comprar un octavo de la misma. Es fácil imaginarse cuánto aumentarían la pobreza y la indigencia en ese caso, transformando la delicada situación social actual en una catástrofe de magnitudes imponderables.
Un camino ineficiente y peligroso
La devaluación previa a la dolarización generaría una escalada muy fuerte de los precios medidos en pesos. Se podría pensar que, una vez adoptado el dólar, en el mediano plazo podría mitigarse la inflación al eliminar las expectativas de devaluación, pero esto se haría a costa de consolidar la pulverización de los salarios y demás ingresos fijos, congelando una distribución del ingreso mucho más regresiva que la existente antes de dolarizar.
No obstante, es posible pensar que les trabajadores no se conformarán con una pérdida de ingresos semejante y reclamarán por aumentos salariales y jubilaciones. En caso de que se consigan aumentos, la situación devendría en una crisis de balance de pagos dado que habría una inflación en dólares que haría menos competitiva la producción local, aumentando las importaciones y contrayendo las exportaciones, fomentando así el endeudamiento externo, la desindustrialización y la pérdida de empleos, tal como sucedió en la década de 1990.
La Convertibilidad, implementada en 1991 por Domingo Cavallo como ministro de Economía del entonces presidente Carlos Menem, tuvo relativo éxito en controlar la inflación, pero ello se hizo a costa del desguace del patrimonio público, la destrucción de buena parte del aparato productivo, la pérdida de derechos laborales y un aumento exponencial de la deuda externa.
Además, las condiciones en las cuales se implementó la Convertibilidad no están dadas en el presente: esta política cambiaria pudo ser implementada, tras un nuevo episodio hiperinflacionario, gracias a las privatizaciones de las empresas públicas -lo que encareció notablemente bienes y servicios esenciales- y a un enorme endeudamiento externo. Hoy casi no quedan empresas públicas para vender y la Argentina quedó fuera de los mercados financieros internacionales luego del mega endeudamiento en el que incurrió el gobierno de Cambiemos, y la idea de que la sola presencia de un presidente amigable con los mercados puede generar una lluvia de inversiones extranjeras ya se vio refutada por lo ocurrido con Macri.
El trauma de la Convertibilidad
Aun cuando estuvieran dadas las condiciones para llevar adelante una dolarización, debe recordarse que un régimen parecido, la Convertibilidad, terminó con la peor crisis económica en la historia del país, no sólo por su duración –casi cuatro años– sino también por su intensidad: la economía se contrajo un 10,2 por ciento entre 1998 y 2001 y otro 10 por ciento en 2002, a la vez que se incrementaron el desempleo -que alcanzó al 20 por ciento de población activa- y los niveles de pobreza -que llegaron el 50 por ciento. Este cuadro social fue acompañado por un empeoramiento en la distribución de ingresos, profundizándose el incremento de la desigualdad, que alcanzó un récord desde que se empezó a medir en 1974, con un Gini de 0,55. Por otra parte, la deuda externa más que se duplicó, pasando de 61,3 mil millones de dólares en 1991 a más de 140 mil millones en 2001.
La bancarrota del esquema de Convertibilidad quedó en evidencia con la proliferación de cuasimonedas provinciales y nacionales (Patacones, Lecop, Lecor, etc.), la confiscación de los depósitos de los ahorristas (“corralito bancario”) y el default de la deuda pública. El panorama social se completaba con miles de desocupados organizados cortando calles y rutas, empresas abandonadas por sus dueños y recuperadas por sus trabajadores, el resurgimiento del trueque como forma de abastecerse de bienes esenciales y sectores medios movilizados en asambleas, entre muchas otras manifestaciones, en tanto a nivel político se produjo la renuncia del presidente De La Rúa, precedida por la de Cavallo (que había retornado como ministro de Economía) y una sucesión de cuatro presidentes en diez días.
La salida de la Convertibilidad a inicios de 2002, llevada adelante por el senador y presidente provisional Eduardo Duhalde, implicó una mega devaluación del 200 por ciento, una caída del salario real del 35 por ciento, la pérdida de una parte de los ahorros bancarios, la ruptura de contratos y juicios en tribunales internacionales, entre muchas otras cuestiones. Pero su sostenimiento, de haberse podido llevar a cabo, o peor, su profundización a través de la dolarización, solo hubiese prolongado el ajuste, la destrucción del aparato productivo, la falta de trabajo y la pérdida de ingresos. El abandono del “uno a uno” permitió, aunque no sin costos, una posterior recuperación de la actividad productiva y del empleo.
La Convertibilidad fue un corsé del cual fue muy difícil salir, pero eventualmente se pudo porque nunca se abandonó la moneda nacional. En definitiva, fue una cesión de soberanía transitoria. En cambio, tal como lo demuestra la experiencia ecuatoriana, recuperar la moneda nacional después de un proceso de dolarización es mucho más difícil lograr. Es imperioso confrontar con este tipo de salidas aparentemente “mágicas” que no resuelven ninguno de los problemas estructurales de la Argentina sino que, por el contrario, sólo los profundizan.
* Investigador del CONICET/FLACSO e IDESBA-CTA
** Investigadora del CONICET/LESET e IDESBA-CTA.