UNO: El señor contador o escribano (escribo de memoria) Augusto Goerdel está casado con Helga Hauser. Ambos son católicos fervorosos. Luego del nacimiento de su primer hijo, Helga sabe que otro embarazo es una condena a muerte. Ni ella ni su esposo aceptarán protegerse de forma alguna o resistir los impulsos venéreos. Este es el esquema, la excusa, para que Onetti escriba La muerte y la niña, Corregidor, mil novecientos setenta y tres. Hay otra edición, del dos mil ocho con una foto del autor en la tapa, uno de cuyos ejemplares yace oblicuo en mi biblioteca. No recuerdo en este momento con exactitud porqué "la niña" forma parte del título. Tal vez el crimen anunciado -la muerte de Helga‑ dé como resultado el nacimiento de una niña o tal vez esta niña del título sea la hija melancólicamente reconstruida por el Doctor Díaz Grey mediante fotos barajadas en un remedo del juego del Solitario o del Póker. Las fotos‑baraja fueron tomadas por el doctor, desde el nacimiento y hasta los tres años de edad. En todo caso, la culpa colectiva, la indagación de esa culpa individual y compartida por Dias Grey, el Padre Bergner y Jorge Malabia y, por supuesto el escribano Goerdel -algo así como una encarnación del mal y la hipocresía‑ esa culpa que los atraviesa en relación a la muerte de Helga es de lo que trata en principio este texto. Por supuesto, viniendo de Onetti, hay muchas cosas más. Pero por ahora me interesa solamente esta parte. Solamente me interesa esa conexión repentina entre las palabras muerte, niña y culpa que aparece cuando llega, de nuevo, el aviso de otro cadáver abandonado en un pozo. Un cadáver de niña. Una culpa colectiva que me llega como una angustia. Y otra vez la palabra muerte.
DOS: Escribo de memoria y de un tirón, y los datos se escapan. Pero esa manera imperfecta de contar algo es, literariamente hablando, prueba de que lo narrado es real. Aunque el relato mismo se desdiga ("aparece Malabia, entrando por la puerta, increíblemente idéntico al hombre descrito en la página anterior", dice Onetti). Otra ilusión es el tiempo. "el tiempo es hijo del movimiento, y si éste se detiene, no habría tiempo, ni desgaste, ni principios, ni finales. En literatura, tiempo se escribe con mayúsculas". Escribo de memoria y de un tirón, sin detenerme más que a corregir un error de tipeo, un acento, un espacio que falta o sobra, encender un cigarrillo y depositar más tarde la ceniza en el cenicero cuadrado y transparente a mi derecha. Escribo con la angustia de una culpa que debería tener, o no. La niña muerta me reprocha algo.
TRES: Hay una foto de la niña, reciente. Lleva un cartel que ella misma pintó. Hay otras fotos, de otras niñas y mujeres, otras y al mismo tiempo la misma. Fotos con las que cualquiera de nosotros podemos jugar el mismo Solitario que Diaz Grey e imaginar las vidas y las historias que jamás ocurrirán.
CUATRO: "Debajo de un árbol, frente a la casa, veíase una mesa y sentados a ella, la muerte y la niña tomaban el té. Una muñeca estaba sentada entre ellas, indeciblemente hermosa, y la muerte y la niña la miraban más que al crepúsculo, a la vez que hablaban por encima de ella. -Toma un poco de vino -dijo la muerte. La niña dirigió una mirada a su alrededor, sin ver, sobre la mesa, otra cosa que té. -No veo que haya vino -dijo. -Es que no hay -contestó la muerte. -¿Y por qué me dijo usted que había? -Nunca dije que hubiera sino que tomes -dijo la muerte. -Pues entonces ha cometido usted una incorrección al ofrecérmelo -respondió la niña muy enojada. -Soy huérfana. Nadie se ocupó de darme una educación esmerada -se disculpó la muerte. La muñeca abrió los ojos" (Alejandra Pizarnik, Devoción).
CINCO: Onetti escribió uno de los finales más conmovedores en Cuando ya no importe, mil novecientos noventa y tres, no recuerdo la editorial, creo que fue su última novela. ‑No hubo ni habrá un cementerio marítimo para la niña muerta en el pozo a medio hacer en un campo sembrado, a metros de una calleja de tierra elemental. Aunque, estremecedoramente, hubo un día repugnante del mes de agosto, frío, lluvia y viento, y una capa de tierra que no protege de la lluvia y, como ya fue escrito una lluvia inacabable. El tiempo es producto del movimiento. El texto se desdice. Las fotos múltiples jugadas como naipes. El juego de las vidas posibles. Ahí afuera hay imbéciles asesinos que confunden el falo con el pene. Idiotas que prefieren una pared limpia. Seres perversos con los que no puedo reconciliarme. Seres como el contador ‑o escribano‑ Augusto Goerdel. Abyectos portadores de la muerte. La niña muerta me reclama algo. Tal vez sea ponerle palabras a lo incomprensible, a lo inenarrable, ese abismo donde habitan los irredentos. Pero no puedo. La poesía es un arma, decía una pared que fue silenciada para tranquilidad de matadores y cómplices. Un arma que empuño pero no sabré usar. No hay, para mí, poesía posible ni palabras al alcance de la mano temblorosa cuando lo inesperadamente brutal se escribe ‑otra vez‑ con niñas y mujeres muertas.