Hitler no se parecía mucho a los alemanes de los años 30, pero fue el perfecto instrumento de catarsis que canalizó no sólo las frustraciones del pueblo alemán por la humillación del Tratado de Versalles, sino también por los problemas económicos y la galopante inflación generada por las condiciones draconianas impuestas por las potencias vencedoras de la Primera Guerra, no por obra y gracia del gobierno anterior. Razón por lo cual, no solo no llegó al poder por un golpe de Estado ni por una revolución, sino por el sistema institucional de entonces. Poco después, por la misma frustración popular, logró hipnotizar a millones con su histrionismo y un odio fácil a los chivos expiatorios, inoculado desde los nuevos medios de comunicación.
Al menos en estos momentos, la política representativa no representa a los ciudadanos sino a sus miedos y a sus deseos más irracionales, barnizados, como siempre, por una capa de brutal sensatez e incuestionable obviedad. Esta ola neofascista, además, es la expresión visceral de las frustraciones sociales, exactamente cómo lo fue hace cien años. El histrionismo físico y verbal, la narrativa visceral de los Javier Milei son la catarsis de la frustración popular; de la cual el actual gobierno de Argentina es más un receptáculo que el primer responsable.
Porque la ideología importada de las colonias siempre fue manufacturada en las metrópolis imperiales para mantenerlas distraídas, divididas y funcionales, el discurso central de Milei de “destruir el establishment” es la copia del discurso y hasta el despeinado con los que ganaron Boris Johnson en Inglaterra, Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y Giorgia Meloni en Italia, entre tantos otros: todos prometieron y prometen que van a “luchar contra el establishment”.
Que el establishment, que el orden heredado es el problema, es algo en lo que todos podemos estar de acuerdo. Los desacuerdos son las orientaciones y cómo se manipula y se secuestran las aspiraciones populares.
Creo que los votantes deben hacerse una pregunta muy simple: ¿a quiénes creen ustedes que votarían los miembros del establishment? ¿A qué opción política creen ustedes que los grandes bancos, las grandes corporaciones privadas, nacionales y transnacionales, apoyan de formas directas e indirectas? ¿A qué opción política creen que apoya la oligarquía nacional e internacional, esos viejos linajes de familias patricias? O, por lo menos, ¿a qué candidato creen los ciudadanos que toda esa microelite del verdadero poder internacional quisiera ver en el provisorio y casi irrelevante poder político de cada país?
Claro, para no hablar de las transnacionales se habla de otros trans. El objetivo es distraer una discusión macropolítica a la micropolítica de una pseudoguerra cultural. La respuesta está desnuda a la luz del día, pero la han convertido en una estatua a la que pocos prestan atención. Para enmascarar una realidad incontestable, se crean brujas, comunistas y conspiraciones marcianas. Sin embargo, aun aceptando la fantasía de un poder comunista o marciano dominando la mente de las personas, ¿alguien podría ser tan necio y negar que el poder real se concentra en las finanzas y en la acumulación de capitales que nunca descansan de crear fortalezas mediáticas, ideológicas y culturales como antes los señores feudales levantaban castillos con el sudor de sus vasallos para luego enviarlos a sus guerras, a las que iban a morir en nombre de Dios?
Fracasado por unanimidad, contrafactual por tradición, el neoliberalismo fue reemplazado por el neofascismo. Pongamos, por ejemplo, Argentina: los Macri fueron reemplazados por los Milei. Aunque en teoría el liberalismo se opone al fascismo, esto nunca importó a quienes administraban el poder de las naciones. Los liberales ingleses podían, de vez en cuando, criticar la brutalidad del Imperio Británico, pero en sus teorías y ecuaciones abstractas, las colonias no existían. El problema era que los esclavos y los salvajes no entendían eso de la libertad anglosajona.
Esa tradición continuó hasta hoy, razón por lo cual los liberales y neoliberales se ponen furiosos cuando alguien menciona la existencia del imperialismo, de los poderes hegemónicos que deben ser considerados en cualquier explicación social, económica y cultural del mundo.
El liberalismo nunca, jamás fue practicado por los imperios, por las potencias hegemónicas capitalistas. Siempre fue una ideología de exportación y una práctica frecuente de las colonias. Ejemplos en la historia no sólo sobran sino que son consistentes y, sobre esto, ya nos detuvimos por años en libros y artículos.
El casamiento del liberalismo y, sobre todo del neoliberalismo con los fascismos de turno fue y es otra tradición. Bastaría con recordar desde el industrial Henry Ford hasta el mogul de los medios de prensa y de la industria cultural William Hearst, pasando por un enorme número de CEOs y millonarios, todos patriotas capitalistas y nazis sin disimulos, hasta que se inventó el discurso de “la lucha contra el comunismo”. En Asia, África y América latina abundaron los golpes de Estados promovidos y financiados por las potencias económicas y sus títeres liberales, campeones de un “libre mercado” que nunca (nunca) existió.
Los neoliberales apoyaron las brutales dictaduras militares y fascistas en abrumadora mayoría hasta encontrarnos hoy con la misma tradición: ¿o alguien podría decir que los poderosos empresarios, las corruptas y dictatoriales corporaciones traman en la oscuridad para que lleguen al poder político opciones independentistas de izquierda? ¿Sí? You’ve got to be kidding me.
Hoy todas las organizaciones y alianzas de extrema derecha, aparte de ser herederos directos de las dictaduras militares del siglo XX, se definen como liberales y campeones del “libre mercado”. ¿Casualidad? No. ¿Contradicción? Teóricamente, sí. En la práctica, nunca lo fue. Desde el nacimiento del liberalismo, pasando por la esclavitud hasta el actual imperio de las corporaciones financieras, “libertad” y “libre mercado” significan “nuestra libertad de disponer de la libertad ajena”. De ahí esos gritos histéricos de “¡viva la libertad, carajo!”
También los eslavistas del siglo XIX gritaban en los congresos y en los periódicos que la esclavitud era la única forma de expandir el orden, el imperio de la ley y la libertad. Su orden, su imperio, su ley y su libertad. Esa es la libertad liberal. Cuando los de abajo reclaman sus derechos, son vistos como los inquisidores veían a las brujas y herejes: como peligrosos instrumentos del demonio. Así, hasta los niños aprendieron a temer a las brujas, no a quienes las quemaban vivas. Del terrorismo de la Inquisición, de los imperios, de los mercaderes de la muerte, nada.
Como dicen que dijo Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima”. Hoy el neofascismo rima con el fascismo, como las prohibiciones de libros y la censura a los profesores en el Estados Unidos de Ron DeSantis rima con la inquisición que obligó a Galileo Galilei a desdecirse de su idea de que la Tierra gira alrededor del Sol, ya que el dogma, la tradición y las buenas costumbres de la gente de bien decían lo contrario.