Los escritos de Luis Felipe Noé integran, desde mediados de los años cincuenta del siglo XX hasta la actualidad, un torrente tan extenso y caudaloso como su producción artística. Teórico, provocador, crítico de arte, prologuista, narrador, pensador; el pintor se cruza, relaciona y dialoga con sus otros –y contradictorios– yo. “Me siento como un ómnibus lleno de gente que se pelea entre sí”, apunta en el epílogo de Cuaderno de Bitácora.
El libro-manifiesto que funda el nacimiento del Noé pintor como escritor es Antiestética. Publicado en 1965, a seis años de su primera muestra individual y a poco menos de su involucramiento en el movimiento Nueva Figuración, comienza con una irónica presentación: “Forzosamente me equivoco al escribir este libro. Me equivoco porque hablo de cuestiones abstractas y colectivas en relación con una labor concreta e individual; me equivoco porque hablo de una relación de causa y efecto; me equivoco, en definitiva, porque soy pintor y escribo. Por esto, ante todo, pido una disculpa inicial al lector. Este es un libro sobre pintura escrito por un pintor. Y, como se sabe, esto comúnmente no es tolerable”. Noé invoca el equívoco, lo enfrenta, y emprende así una continua reflexión sobre el arte que buscará dar batalla a los propósitos dogmáticos del fenómeno artístico.
La herramienta que definirá su estrategia, tanto pictórica como teórica, es el caos. En el devenir de su pensamiento-acción, Noé ensaya diferentes aproximaciones al problema señalando, sobre todo, la importante tarea de asumirlo en nuestro contexto artístico, histórico y social. Lectura política que, en sus inicios, arriesga construir nuevos valores respecto de una realidad determinada, “porque se trata de un proceso cultural de rechazo de un orden y búsqueda de otro, y es por lo tanto continuo, sinuoso y abierto, donde alternan el azar y la necesidad, la duda y la certeza, el ansia y el prejuicio”. Con el tiempo, caos pasará de ser desorden, confusión, a ser “el orden que deviene, (…) el orden vital”. En el presente, Noé lo ve como “una dinámica –de la que formamos parte– en permanente transformación”. Si el artista es un hombre emplazado en su contexto, como subraya en Antiestética, “en la sociedad actual escéptica de valores y al mismo tiempo sedienta de futuro, ser espejo de ella, revelar su imagen, no es mostrar lo que es, sino lo que está queriendo ser, lo que está destrozando”. Se trata aquí de una lectura crítica sobre el proceso creador que tritura la noción del arte como resultado para centrarse en el arte como búsqueda. Una manera de conocer que tiene la intención de “revelar aquello que nos sobrepasa, aquello que desequilibra la relación del artista con lo circundante, un circundante permanentemente móvil” y que encuentra en el caos una poiesis, un modo de hacer. Al desdeñar el mito de la unidad de la obra en su aspecto formal, y en su función social como garantía de un orden armónico que ya no existe, Noé propone una pintura de estructuración y, por ende, de visión quebrada “que refleje las oposiciones y contrastes de un mundo caótico” y que encuentre en las relaciones de tensión y choque de los elementos, justamente, el “caos como estructura”.
Al defender la teoría como un acto lúcido (“si la creación es fundamentalmente una búsqueda: ¿Qué valdrá más? ¿Un acto repetitivo sobre la tela o la toma de conciencia de lo que se quiere asir?”), Noé es un pintor que piensa y se piensa en un presente continuo. Su discurso crítico, marcado de modo constante por paradojas y por simulacros de discusión del pintor consigo mismo, parece dejar en suspenso todo aquello que obligue a una definición categórica del mundo y de las cosas, para confirmar que “un artista es un discurso móvil en la historia, nunca petrificado”.
“Yo es otro”. Un gesto soberano. Desde sus primeras exposiciones, Noé –que entre 1956 y 1961 ejerció el periodismo y la crítica de arte– escribió varios de sus prólogos. La enunciación de sus intenciones artísticas, dudas y torpezas, se construye en base a una forma de comunicatividad que reivindica la dimensión lúdica de las palabras y supera el tono ceremonioso de las presentaciones. El prólogo, género preliminar por excelencia, es travestido de múltiples maneras: entrevistas, cartas manuscritas, frases, preguntas o conectores aislados. “Mi biografía no interesa. Expuse aquí y allá y no expuse allá o aquí. Soy porteño y tengo 32 años y lo que más me importa: Creo en el arte como aventura de la permanente revelación y, por lo tanto, la revelación de la permanente aventura. Me interesa comprobar/ por mí mismo, violándolos, si los tabúes en el arte tienen sentido”, escribe a mano alzada (tachando, borroneando) en un papel membretado en la parte superior con su firma-sello para la muestra Noé + experiencias colectivas, inspirada en sus desmadres.
Noé desplaza la crónica de su vida para afirmarse, negándose, en su devenir. “No creo en los artistas que expresan su mundo sino en los que son compelidos por ese indagar, porque el artista no es de determinada manera, y luego se expresa, como es, sino que va siendo a través de su relación con su obra”. Si intentáramos detectar qué sujeto se esconde en esa relación (furtiva, imprecisa, confusa), fracasaríamos. O, lo que es peor, dibujaríamos sus límites y ahogaríamos de un solo golpe su rebeldía. Podríamos pensar, en cambio, que en sus presentaciones Noé realiza un verdadero gesto soberano: “En la comunicación –escribe Daniel Mundo, en “Lecturas traicioneras. La incómoda amistad de Georges Bataille”–, lo que el sujeto practicaría es su propio desujetamiento, el sujeto se desajusta de aquello que remite a él, sea su identidad o su soberanía. Lo más propio del sujeto, su soberanía, su identidad, no radicaría, entonces, en ser sí mismo, su esencia pura, su yo completo, un ser reconciliado; podría ser que lo más propio de sí no sea sino la entrega a otro, una entrega anterior a cualquier voluntad, no para ser-el-otro, sino porque sólo se es en la medida que se deje de ser, sólo se es en tanto no se llegue a ser”.
Así, en su segunda muestra individual, Noé. Óleos, el artista opta por dirigirse a un personaje desconocido pero cercano: “Pinto como soy y mi relación con la tela es una relación humana como cualquier otra. Como me conoces, esto ya debe serte suficiente”. Implícitamente, se asume aquí un contrato de lectura donde el destinatario es una persona involucrada en el medio artístico, un amigo, que puede comprender sus métodos sin tildarlo de informalista (tendencia en boga a finales de los años cincuenta). Y, nuevamente, su desapego a cualquier categorización: “Por lo dicho creo que soy tan abstracto como figurativo y cualquiera de las etiquetas (neoexpresionista, neofigurativo, postinformalista o, quizás, más propiamente, por la independencia de su terminología, la de la ‘nueva imagen del hombre’, como ya se utiliza en Estados Unidos para una pintura pariente de la que yo hago) pueden caberle a mi obra”. Esta suerte de clasificación desclasificada se irá repitiendo en la mayoría de sus escritos, tanto como el empeño por comprender el trabajo artístico más allá de cualquier señalamiento de la institución académica. “¿Qué es pintar hoy en día? Es ir pensando a través de la pintura sin tener prejuicios sobre lo que ella debe decir y lo que debe hacer (sean esos prejuicios figurativos o abstractos) y por encima de todos los códigos particulares y con la experiencia de todos ellos”.
* Fragmento del texto “El pintor como escritor”, incluido en el libro/catálago de la exposición Luis Felipe Noé - Mirada prospectiva. El libro, de 200 páginas (que hoy lanza el MNBA), al cuidado de Cecilia Ivanchevich, curadora de la exposición, incluye, además, la presentación del director del Museo, Andrés Duprat, el ensayo principal de la curadora, un texto de la investigadora alemana Lena Geuer, una compilación de textos críticos, una cronología biográfica e imágenes de todas las obras de la muestra. La exposición sigue hasta el 20 de septiembre en el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473.