Es un hecho: el cine contemporáneo le dedica cada vez menos su atención al mundo del trabajo, como si hubiera dejado de existir, cuando en la cotidianeidad sucede exactamente lo contrario. En los cuatro puntos cardinales, se trabaja cada vez más para ganar cada vez menos. Y de eso trata –entre otros temas- Juventud (Primavera), el extraordinario documental de ese maestro del género que es el chino Wang Bing, quién por primera vez llega a la competición oficial del Festival de Cannes.

Conocido en Argentina gracias al DocBuenosAires, que comenzó a difundir su obra desde su primer, inmenso documental Al oeste de las vías (2003), el de Wang Bing es un caso único, fuera de norma. Realizador verdaderamente independiente, al margen tanto del sistema político-institucional de su país como de los modos de producción convencionales, Bing (nacido en 1967) es -como hubiera querido Dziga Vertov- el hombre con la cámara: casi toda su obra la ha hecho en soledad, casi sin equipo técnico, viajando a donde tuviera que viajar para dar cuenta de la realidad de su país.

En el caso de Juventud (Primavera) pasó cinco años -desde 2014 a 2019- en la ciudad de Zhili, a 150 kilómetros de Shanghái, conocida también como la capital de la industria textil, sede de más de 18.000 fábricas que emplean unos 300.000 trabajadores, provenientes de las regiones rurales más empobrecidas de la cuenca del río Yangtsé. Que la gran mayoría de estos migrantes internos sean muy jóvenes, incluso todavía adolescentes, es lo que hace al corazón de la nueva película de Bing, un ejemplo del mejor documental de observación, una película que durante tres horas y media se compromete con todos y cada uno de sus decenas de personajes sin necesidad de entrevistarlos, como hubiera hecho un reportaje cualquiera de televisión, de esos que apenas si arañan la superficie de sus temas.

Película coral en un sentido estricto, sin protagonistas, el nuevo desafío de Wang Bing propone una suerte de inmersión en un mundo desconocido quizás incluso para millones de chinos de las grandes urbes. Porque Zhili City es una ciudad-factoría donde en los tristes monoblocs que se suceden sin solución de continuidad –que la calle principal se llame “Felicidad” parece una ironía- conviven los talleres de costura con los dormitorios comunes que albergan a las chicas y los chicos que trabajan 15 horas por día para poder mandar a casa la paga o eventualmente ahorrar para casarse.

Juventud (Primavera)

Hay, por supuesto, embarazos no deseados, peleas causadas por el estrés y la alienación, discusiones duras con los gerentes en demanda de una paga mejor por cada prenda terminada (no hay salario fijo ni aparentemente intervención alguna del Estado), pero lo que siempre termina privilegiando Wang Bing es la inocencia, la belleza y también el infantil erotismo de esa juventud en marcha. La circulación del deseo es una constante que se impone a la promiscuidad para dotar a la película de una rara energía, que está por encima del ruido ensordecedor de las máquinas de costura que le dan a la película una banda de sonido más auténtica que la de cualquier grupo de música electrónica.

El deseo es también el primer motor de Los delincuentes, la notable película del argentino Rodrigo Moreno que compite en la sección Una cierta mirada. El deseo de abandonar una vida gris, una rutina laboral alienante, una ciudad que cada día se vuelve más inhóspita. Inspirado en el eco del argumento de ese clásico del cine argentino que es Apenas un delincuente (1949), de Hugo Fregonese, el director de El custodio –premiada en la Berlinale 2005- hace su primera incursión en Cannes con la historia de dos modestos empleados bancarios porteños (interpretados por Daniel Elías y Esteban Bigliardi) que roban la sucursal del banco en el que trabajan para garantizarse una “jubilación” anticipada.

Pero hay mucho más en las tres horas de duración de Los delincuentes, porque la película se va convirtiendo muy sutilmente en un jardín de senderos que se bifurcan, donde la trama inicial va dando lugar a otras que se van sumando junto con nuevos personajes, hasta conformar una extraña fábula. Hay temas que van cobrando forma, como la figura del doble, con esas pantallas divididas que muestran –en espacios muy distintos y lejanos entre sí- acciones simétricas de Morán y de Román, un anagrama que sugiere de manera lúdica esa extraña sintonía de esos dos hombres que también se enamoran, en distintos momentos, de una misma mujer (Margarita Molfino).

Y está por supuesto el núcleo del film, que es la búsqueda de la libertad. Una libertad que como dice el blues de Pappo que funciona como leitmotif del film hay que perseguirla como sea: “A dónde está la libertad / No dejo nunca de pensar / Quizás la tengan en algún lugar / Que tendremos que alcanzar”. Es un milagro que ese himno del primer rock nacional conviva en rara armonía con una gramática cinematográfica que Moreno toma explícitamente de Robert Bresson para dar cuenta de la nobleza de sus personajes, a los que a su vez el film nunca deja de mirar con humor.

Es esa mirada, ese fuerte punto de vista del director el que va construyendo un mundo en apariencia realista pero que a poco de andar deja paso a una suerte de realismo transfigurado. Hacía mucho, por ejemplo, que Buenos Aires no lucía en el cine argentino como lo hace en Los delincuentes. Pero es una Buenos Aires que -a pesar de haber sido filmada hoy- resulta deliciosamente anacrónica, como si el director estuviera redescubriendo, como un arqueólogo, el estilo de una ciudad en vías de extinción, en la línea de lo que ya había hecho en Un mundo misterioso (2011).

A su vez, Los delincuentes comparte con otra película de Moreno, Réimon (2014), la inquietud por esa ecuación siempre difícil entre el dinero y el tiempo. ¿Cuántos años hay que soportar un trabajo ingrato para ganarse el derecho al ocio? Esa es la pregunta con la que Morán arrastra en su plan a Román. El derecho a tener tiempo para la lectura, por ejemplo, para reencontrarse con la poesía de Juan L. Ortiz o descubrir (en la cárcel, en un taller literario que conduce Fabián Casas) la de Ricardo Zelarayán. Esas formas poéticas son a las que Los delincuentes termina adhiriendo, como una declaración de principios.