Adjudicar los seis mil caracteres que siguen a una sola obra será siempre injusto, pero decido apostar a la primera idea que se me ocurre, elijo un disco, pum. Le doy play a “Waiting For My Man”, la primera canción de 1969: Velvet Underground Live, ese álbum doble con un culo en la tapa, del cual se dijo y desdijo que pertenecía a Lou Reed. Me acuerdo de mi primo más grande regalándome el disco unas navidades, yo recién entrada en la adolescencia. Lo miraba con desconfianza, hubiera preferido un Bon Jovi. Ahora veo poco a este primo, pero para mí fue un referente cultural infiltrado, porque no solo me dio ese disco, al cual volveré, como además en otras navidades apareció con Tangencias, un comic erótico de Miguelanxo Prado. Me intimidaron los dibujos, tuve miedo de que se me acercase alguna tia y yo me deshiciera en pudor virginal. Seguramente no lo leí tantas veces como escuché a la Velvet, pero además de los dibujos con los cuales eroticé mi existencia púber, me fascinaron los guiones, esa mirada sobre los pequeños nadas de esas parejas, el no decir demás, el cierre inconcluso, una cierta tristeza aceptada. Suena “Sweet Jane”.
Me sirvo un vino, mi hijo de 9 años juega con su mejor amiga, yo los miro y pienso que está enamorado de ella. Hace años que lo pienso, pero no lo digo y me hace reír que en este momento en que lo escribo suena “Femme Fatale”. Es uno de mis temas favoritos de la Velvet, aunque la versión que más me gusta es la que canta Nico. Me la grabó mi amiga Joana, en un cassette con tapa de cielo estrellado pintado a mano que me regaló quando me mudé a Lisboa, con mis padres. Yo tenía 16 años, me rapé el pelo, empecé a fumar cigarrillos y me lloré la vida con ese mix tape que se transformó en un icono de mi adolescencia. El papá de mi amiga tenía el bar con más onda allá en Porto, y ella siempre conocía la mejor música; me grabó de Sakamoto a The Cure, de Laurie Andersen a Bjork, de Tindersticks a las suites para cello de Bach. Yo no conocía mucho de aquello. Y la “Femme Fatale” ahí estaba, empujándome a reflotar ese disco que me había regalado mi primo, y que ahora sacaba de una caja de cartón para acomodar en mi cuarto nuevo. Y Laurie. Poco después vi a Lou Reed en vivo, en la Expo ‘98, un concierto en un lugar masivo y frio, donde me acuerdo de pensar que no se lo veía muy a gusto, despachó unos temas y se fue del escenario en cuanto pudo. En ese momento yo ya escuchaba más el disco de la banana, el primero que la Velvet Underground grabó en un estudio y con Nico, que Warhol había metido en la banda. A veces imitaba a mi padre con eso de apagar las luces de la sala cuando el resto de la familia dormia y quedarse escuchando música y encadenando cigarrillos. En mi caso aun fumaba a escondidas, así que ni bien oía algun ruido, apagaba el pucho corriendo y se iba la mística al carajo. “Heroin”, que ahora suena, entraba en esas sesiones. Sino Portishead, todo más cloacal, listo.
Un par de años después me encuentro conduciendo el Nissan Micra que mi mamá dejó de usar y se volvió casi mi casa, allí sigo escuchando el casette que me regaló Joana, entre otros: uno de Velvet Underground con el “Perfect Day” que la humanidad se encargó de gastar, otro mítico con la banda sonora de Cinema paradiso de un lado y One from the Heart de Tom Waits del otro; uno de Tindersticks, otro de Caetano. Cuántos viajes ruteros ahí, a las playas, a los bosques, al puerto, a las noches, la vida enmarcada en un auto, en una carrera de arquitectura, en esa Lisboa y en esas bandas sonoras. Seguía ahí, el Lou, la Laurie.
Hasta que los dejé. Me mudé otra vez de ciudad, y otra vez, y otra. Pasaron años hasta que un amigo puso “Sunday Morning” una mañana dominguera de sol, en Barcelona. Al rato me lo crucé a Lou Reed, en el Raval, él de negro, dos chicas todas de blanco y botas altas que caminaban con él, algunas personas sin cara que lo seguían. Imposible no parar, no mirar, el cliché de que al final es humano el tipo, camina con sus piernitas, finitas, tan tangible y a la vez inconmensurable, él y todo lo que se me cruzaba la mente mientras lo observaba, en la vereda opuesta, sin moverme. Por esa época empecé a salir con el que vendría a ser el papá de mi hijo y compartiamos esa devoción, así que volvió la Velvet Underground a la ruta, a hogares diversos, a la resaca de una fiesta con “All Tomorrow’s Parties”. Nos encantaba “After Hours”, una pequeña maravilla cantada por Maureen Tucker, la baterista de la banda; años después él se la cantó a nuestro bebé, acariciándole la pancita con unos guantes adosados a una incubadora de hospital, donde estuvo internado un tiempo. No mucho después, constaté que ya no sabía si era más fan de Laurie Anderson o de Lou Reed: ella me había entrado por las vísceras, la música, la poesía, la experimentación, los nuevos media, la persona, “Oh Super(wo)man”. La vi al poco tiempo en Buenos Aires con una performance multimedia, yo saliendo del puerperio y del concierto con ganas de hacer, de inventar, de empoderarme: me tocó su fuerza intrépida, mezclada con su simpleza, su budismo. Lo mismo sentí hace poquito, cuando la escuché charlar en la Filba. ¡Qué suerte que tuve, porque es mágica, la vas a ver y te sentís bien! Dijo que éramos todes unes fracassades, ella incluso, y que eso estaba bien, no importaba. Un encanto. Pero bueno, venía hablando de su marido, y remato con él. Se murió. Cuando emigré a Argentina y parí. Ese día llevaba puesta mi campera de cuero negra. No la usaba mucho en esa época, era cero onda bebé, con su forma ajustada y cositos metálicos, bolsillos demasiado chicos para el chupete y toda esa parafernalia maternal con la que me paseaba. Además, ya ni cerraba de tanto que había crecido yo con el embarazo. Pero ese día la llevaba, y pensé que no tendría esa campera de cuero si no fuera por él. Lo que me había transmitido esa persona, esa banda, era más que eso, que la música, que las letras, que la banda sonora de mis memorias. Era también un poco de negro y de cuero, de punk, de queer, de niilista y de experimental que permanecía, aunque no quisiera pensar en nada, aunque me preocupara nada más que por leche y eructos o que estuviera sentada en un Maru Botana comiendo un cheesecake. Suena “I’ll Be Your Mirror”.
Julia Barata es una arquitecta e historietista portuguesa, que reside actualmente en Buenos Aires. Autora de las novelas gráficas Familia y Gravidez. Ilustró varios libros, entre ellos Amigos o Malbec Mon Amour, y revistas como Crisis o Strapazin, entre otras. Participó en las antologias La calorosa, El volcán e Historieta LGBTI. Expuso individualmente sus pinturas en Viveiro (Lisboa, 2020) y Cabriolas (Buenos, Aires 2018), y colectivamente en A plena luz del dia (2022), A flor de piel (2019/2018) y Mutaciones urbanas (2019). Hace cortometrajes de animación, como Tindergraf (premio Nuevos Directores, Festival internacional de cinema independiente Indie Lisboa 2022 y premio Mejor animación nacional Festival Porto Femme 2023). Docente de Historieta Experimental y de Clínica de proyecto gráfico desde 2019.