La destitución del presidente peruano Pedro Castillo (foto) es ilegal desde un doble punto de vista, es decir, por el procedimiento tanto como por el alegado motivo, o sea, por lo procesal y por lo penal.
En cuanto a lo primero, se violaron normas medulares que hacen al debido proceso constitucional. Se saltaron plazos, cantidad de votos (se lo destituyó por 101 votos cuando eran necesarios 104), mociones y derecho de defensa en juicio (antejuicio político, para escrutinio público de la sociedad, donde el presidente puede explayarse durante sesenta minutos). Nada de eso sucedió. Estas vulneraciones al debido proceso no constituyen una mera formalidad secundaria, sino que son corazón de un Estado de derecho. Más allá de las normas específicas reguladas por el derecho interno de cada estado para este género de procesos, hay general coincidencia de toda la doctrina internacional en que, al menos, debe respetarse el derecho de defensa y, en particular, el de ser escuchado. Lo hecho choca contra la Constitución y contra la unánime opinión jurídica comparada.
Respecto del aspecto penal, Castillo no cometió delito alguno, porque su famoso discurso no fue más que un acto político que no podía tener absolutamente ninguna consecuencia en el plano de lo realidad, lo que era de conocimiento público. Todo el mundo sabía que no contaba con el apoyo de militares ni policías. Por tanto, fue un hecho atípico y, en la peor de las interpretaciones, una tentativa inidónea, o sea, inútil para el fin propuesto. Prueba de esa inutilidad es que Castillo fue privado de libertad por su propia custodia cuando todavía era presidente, o sea, que gozaba de inmunidad, la que, como se dijo, le fue retirada en forma ilegítima, pero con posterioridad a su detención.
Argumentos absurdos
La propia Corte, al confirmarle la prisión preventiva, reconoce que su discurso no podía tener consecuencia alguna, pues para salir del paso dice -en forma insólita- que hubiese sido peligroso “en otras circunstancias”. No hay conducta humana, por banal que sea, que en “otras circunstancias” no pudiese ser peligrosa para algo: comer una manzana o hacer gimnasia es peligroso si se lo hace en lugar de prestarle ayuda al tío rico en pleno infarto.
El argumento de que Castillo fue detenido en “flagrancia” es absurdo: no hay ninguna “flagrancia” de rebelión cuando el pretendido autor terminó su discurso y se dirigía a la embajada mexicana en un automóvil con su familia, para ampararse diplomáticamente. Esa detención se llevó a cabo mediante amenazas con armas de guerra, incluso esgrimidas contra su hija menor Alondra.
Desde ese momento y hasta la actualidad, se le mantiene preso, se le impide comunicarse con sus abogados en condiciones de seguridad y privacidad, se le ha prohibido la comunicación con abogados "extranjeros" y, lo que es peor, se le impide la comunicación con su familia.
Criminalizar la protesta
En Perú se inventaron figuras extrañas, como la "cuasi" flagrancia y el terrorismo "indirecto" incorporado en 2019 y que la ONU acaba de cuestionar por ser empleado indiscriminadamente para criminalizar la protesta. Ahora la Corte acaba de declarar delictiva la protesta, lo que en algún momento se ensayó en la Argentina y con similares argumentos: afectación del derecho de circulación. Al parecer, en defensa del derecho de circulación sería legítimo dar muerte a setenta personas no armadas, incluso menores.
Las ejecuciones llevadas a cabo en represión de protestas, justificadas como “antiterroristas” por la presidenta, en ejercicio de su penoso y trágico papel, hizo inocultable la violación de derechos humanos, dando lugar a la intervención del sistema interamericano, ante lo cual varios ministros propusieron abandonarlo, por considerarlo un “adefesio" que pone “candados” a la autoridad.
No resulta extraño que se proponga dejar el sistema interamericano, tal como hizo Alberto Fujimori, cuando entre los congresistas que destituyeron ilegalmente a Castillo se halla Alejandro Aguinaga, que como ministro de Salud participó en los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura de Fujimori, pero que en lugar de estar preso ocupa una banca. Fue responsable de la esterilización con engaño de mujeres indígenas, a quienes les daban una lata de leche “Gloria” después de practicarles lo que llamaban un "análisis“. El cuadro trágico se completa señalando que las leyes “antiterroristas” de esa dictadura siguen vigentes y se aplican a los que protestan, como señala Amnistía Internacional.
Nacionalizar recursos naturales
Pero todo esto es poco comprensible si no se tiene en cuenta que este golpe de estado tiene lugar cuando es inminente la extinción del plazo de las concesiones “neoliberales” de Fujimori y, además, se aprovecha un ancestral racismo contra los serranos: “este cholo no puede ser presidente”. En esa línea un congresista se refirió a la Wiphala como un "mantel” de restaurante popular (“chifa“). Además, cuando se observó que los congresistas gastan en sus comidas cien veces más que los ocho soles diarios con que sobreviven los peruanos “de a pie”, otro respondió despectivamente “¿Qué quiere, que comamos alfalfa?”.
La verdadera razón de todo esto es que Castillo aspiraba a nacionalizar los recursos naturales, terminar con las concesiones de los servicios y explotación de recursos naturales y sancionar una nueva constitución, que reconociese la cuota indígena, en lugar de la vigente, que mezcló el sistema parlamentario con el presidencialista, en forma tal que hace ingobernable al país, de lo que da prueba la sucesión cinematográfica de presidentes en los últimos años.
El congreso peruano y el “fujimorismo” no pueden tolerar que los “cholos” como Castillo, que vienen de la Sierra y están acostumbrados a comer latas de atún en el piso, en rondas populares, sin ostentación de ningún tipo, ejerzan el poder político. Por eso –y no por un discurso- Castillo está arbitrariamente preso.
América Latina debe prestar especial atención a este golpe de estado que, si bien se inscribe como un eslabón más en la cadena de episodios de destituciones, criminalizaciones, prisionizaciones y proscripciones de líderes populares, presenta las singulares características de una escalada de arbitrariedad y violencia que las fuerzas democráticas de nuestra región no pueden mirar con indiferencia. Un gesto común por la libertad y restitución de Castillo sería más que saludable para nuestra América, porque después de esto, Castillo puede ser cualquiera de nuestros políticos populares y democráticos y, en definitiva, también cualquiera de nosotros, de los millones de habitantes de nuestros países. Si esto se le hace a un presidente ¿qué podemos esperar del derecho los ciudadanos?