Fronteras calientes ha habido, hay y habrá, así como bagatelas usadas de pretexto para enfrentarnos los unos contra los otros. La frontera que divide la República Dominicana de Haití; la línea entre Corea del Norte y del Sur. También matanzas entre camaradas por borracheras; puertas que se olvidaron abiertas e hicieron caer imperios milenarios.

Morteros, el pueblo cordobés de los veranos azafranados, vecino de la provincia de Santa Fe y próximo a Santiago del Estero, tenía su propia blasfemia interna: una frontera caliente que lo cortaba por la mitad.

La vía del ferrocarril Mitre que iba, al norte, para Suardi y, desde el sur, venía de Brinkmann, sentenciaba un Morteros al oeste y otro al este. Mis amigos y yo estábamos al oeste y nos autodenominábamos “Losss jinetesss”. Los del este eran denominados por nosotros “Losss rebañosss”. Se ve que padecíamos una influencia nórdica de Santiago del Estero y no dejábamos palabra sin la ese hípercorrecta de sus respectivos plurales.

Recuerdo aquellos días con avaricia, como si me gustara numerarlos para saber que los sigo teniendo. Hasta mis 23 años la calidad de las imágenes es minuciosa, sin sobreexposiciones ni fondos oscuros, con una única fuente de luz y un ajuste impecable del balance de blancos. Después de entonces y hasta hoy, es necesario forzar la mirada para identificar algo. Una evaporación, un ribete confuso, un puercoespín crestado sobre un campo de cortezas.

En algún sentido, recordar es tratar de ponernos a salvo de la inevitabilidad de nuestras vidas. Recordar es transcribir incorpóreamente nuestro propio dictado. Con los años, uno va transfiriendo la memoria de sus partes rotas, porque la vida nos impide mostrar las mejores.

A partir de la vía del Mitre y hacia el este, para nosotros se terminaba todo. Literalmente, era el fin del mundo. Sabíamos que allí habitaban los integrantes de “Los rebaños”, pero la certeza de que del otro lado las casas eran carpas de beduinos porque a ello los obligaban las tormentas de arena, no se apoyaba en evidencias creíbles.

Lo de las tormentas de arena vaya y pase, porque alguna vez habíamos visto el aire color de león enrollándose sobre sí mismo con venas azules hinchadas a punto de estallar. Pero lo de las tiendas negras de cuero de cabra o “casas de pelo”, con los pacientes camellos esperando su turno, “Los jinetes” bebiendo té o diciendo sus oraciones vespertinas, sin dudas era obra de una imaginación malévola ante la falta de conocimiento. No innovábamos: los iluminadores de mapas ancestrales colocaban sobre las extensiones que no conocían a monstruos y a demonios, y las llamaban terra incógnita, todavía no exploradas por el hombre. Que en este caso veníamos a ser nosotros, pibes de 9 o 10 años.

Entonces, empezamos a buscar pretextos para armar una bronca. Al principio los usuales: una pelota no devuelta, un barrilete perdido. Como ninguno prendió, pasamos a la hermenéutica bíblica y las intuiciones místicas, todo transmitido por lenguaraces, porque no nos hablábamos. Finalmente, nos embarcamos en la guerra por la misma razón que las hay desde que el hombre se irguió: si existíamos los unos, no podían existir los otros.

Siempre a través de los deslenguados acordamos las condiciones: lugar, hora, número de integrantes del batallón. Como símbolo de que era a muerte, no fijamos duración. Tanta era la confianza que nos teníamos que cedimos la localía y aceptamos ir a oriente, a cambio de libertad absoluta para elegir las armas.

Una mañana, recién empezados los preparativos, quise ser el jefe y me largué con un sonsonete que había aprendido de memoria, inspirado en un reglamento para servicio en el ejército: “En un batallón todos somos uno, todos tenemos las mismas fortalezas y debilidades, lo que le pasa a uno nos pasa a todos”.

Los pibes me prestaron la misma atención que si se hubiese extendido una epidemia de trastorno por déficit de atención. Viví algo que luego la vida me estamparía en el carácter como un tatuaje: el liderazgo no se puede pedir; debe ser otorgado por los futuros liderados. O negado.

Mejor me fue cuando propuse -como cosa de mi creación- formarnos como el manípulo romano, dato que plagié del “Lo sé todo” de Larousse. O sea: formar entre los once o los doce que éramos, un óvalo, ofendiendo con el frente sin descuidar el contrafrente, munidos de una especie de escudo que cada uno hizo a su modo. Tablas de lavar, tapas para tachos, fuentones invertidos de chapa galvanizada.

En cuanto a las armas, cada uno tuvo la libertad que habíamos conseguido para todos. Yo había sacado de “Aventuras en el paraíso”, serie en la que el capitán Adam Troy capitaneaba la goleta Tiki, la certeza de que la madera curada por el mar era la más resistente. Eso me hizo ensayar una técnica japonesa, el yakisugi o madera flameada, porque Morteros es absolutamente mediterráneo. Tras ocasionar varios micro incendios, me llevé un bastón de durmiente del obrador, y con eso me sentí sobradamente armado.

En formación, salimos de la casa del Dante hacia el campo de Marte, ubicado en el lado este de la estación de trenes. La contienda fue breve y se cuenta igual: nos molieron a palos. Un par de nosotros, por amor propio, retrocedía dándole estocadas al aire, que con ser poco era más que lo que habíamos hecho hasta ese momento.

“Escapar no es rendirse” dijo uno, más tarde. “La disputa todavía está sin resolver”. Bastó un segundo para que nos diéramos cuenta de que no había disputa, y pasamos a otras cuestiones pendientes y menos degradantes.

A veces eso puede ser la memoria, soltar y distanciarse sólo para que te vengan a buscar. A veces, los que más se esconden son los que más necesitan ser encontrados. A veces, buscás algo, lo encontrás, y recién entonces te das cuenta de que no es lo que creías estar buscando.

Pero era el año ’62, veníamos de esquivar codos, rodillas y capelladas, y ¿quién podía saber para qué avatar iba a ser útil que nos preparáramos?