La casa supo ser amable, rastreando el olor a comida casera se podía ir a su encuentro. La rodeaba un verde de huerta y el espíritu de columpios, bicicletas desparramadas y animales de pelo inquieto.

Sus generosos ambientes invitaban al diálogo, al manso desorden, ese pequeño desliz que transforma una pila de ladrillos en un hogar. Un zumbido permanente de televisor que nunca duerme, estampidas de risas infantiles y la mesa cubierta de tostadas con manteca.

A la familia se la solía ver en el el jardín de ingreso, ganando el tiempo en travesuras compartidas o trabajando la huerta en el terreno de atrás. La madre y sus dos hijos eran gente de una normalidad alegre. Saludaban a los vecinos -siempre prestos a brindar afectos y favores- festejaban navidades y cumpleaños. Tenían olor a la vida cuando se la celebra.

Pero eso fue antes. No se pudo precisar los cúando, mucho menos los por qué, preguntas que quedaron rondando en el tiempo como todo lo que da un giro sin explicación.

El pasto comenzó a crecer enredándose con mascotas y bicicletas en llanta que parieron lento pero constante el olor a herrumbre. Seco ya el enebro, rotos los columpios.

Antes de que los niños de risa perenne fueran callando, las paredes comenzaron a cansarse y el techo se volvió amenazante, como queriendo pedir la palabra. La casa tomó relevancia y se instaló el silencio.

Comenzó a desmoronarse. Imperceptible castillo de arena en marea alta. Dejó de ser amable y se fue tornando arisca.

Hubiera hecho falta esa vocación fundacional que trasciende vigas y relaciones humanas, sin embargo, como quien mira a un desconocido, tapiaron la mirada y voltearon el hombro buscando una guarida mezquina e individual.

Y como si el problema de los escombros fuera poco, volvió a caer el hacha impiadosa con un cambio climático que terminó por decantar cualquier elección.

Sucedieron años de un frío irreverente, los veranos se volvieron propiedad exclusiva de algunos memoriosos, volaron páginas de fuego de los almanaques y el sol terminó apagándose para siempre. Pese a ello y, desconociendo los motivos, la mala racha hizo una tregua de encantamiento: los radiadores se conservaron en perfecto estado.

Lejos de aliarse en el desamparo, cada uno de los hermanos montó mínimos albergues improvisados, tejiendo sus vidas alrededor de ese tenue calor. Y la madre, la que otrora humeaba los ambientes con inciensos de albahaca y tomillo, aquella de eterno delantal enharinado, eligió la cocina como lugar de apariencia neutral. Fue una decisión sin apelaciones, a la que se le sumaron los turnos.

Las hornallas vivas se transformaron en su espacio permanente donde se dedicó a cocinar para los hijos que debían atravesar los pasillos con camperas y bufandas. En esa espera de alimento, iban volcando novedades que Ella escuchaba y a su vez retransmitía. Porque Ella había impuesto turnos. Y así, los lazos se fueron deteriorando. Muriendo de agonía lenta pero empeñada, como cuando se esfuma la esperanza de resurrección. Muriendo al igual que las paredes con su moho crepitante comiéndolo todo. Perforando todo. Envenenando todo.

Pasaron años y, mientras tanto, vidas vividas en muñecas rusas. Como mamushkas congeladas que parían, amaban y se iban podando con pasillos de estalactitas mediante.

Verdad es que Ella narraba a cada hermano la vida del otro como película en idioma extranjero. Al principio con fidelidad, más tarde con errores y finalmente con turbios entreveros. Así, el nacimiento de un niño se relataba como de mellizas que nacerían mañana, la muerte del perro era un juego de escondite y caza y el elogio, crítica.

Sabiendo lo que decían, pero sin saber lo que finalmente al otro le llegaba, enmudecieron los relatos por un desconcierto ingenuo al principio, e inquina declarada con el correr de los malentendidos.

Sin homenaje a recuerdos, ni voluntad de acercamiento, los puentes se rompieron levándose los hábitos de júbilo. Los hermanos que alguna vez -no se sabe bien en qué lugar exacto de la memoria- habían firmado pactos de alianzas, se desencontraron en esos muros de confusión.

Aquel niño de flequillo espeso era un adulto calvo, padre de un adolescente, al que le faltaban las mellizas que nacerían mañana y el perro escondido. La niña de trenzas era una señora que pintaba canas y una enorme descendencia ignorada. Ninguno con férreo afán de abrazo y presentaciones, hartos mas bien de las emociones enquistadas en enredos emitidos por Ella.

La vida fue larga y oscura.

Una mañana de primicia se filtró un rayo de sol por los tapiales olorosos a humedad profunda. Los pequeños de generaciones invernales y cautiva historia, entornaron sus ojos para descubrir esa bola amarilla que se colaba en sus juegos. Llamaron a sus padres con infinitas preguntas, arrancaron de cuajo los cartones para admirar lo desconocido: una ráfaga incontenible reventó las estanterías vencidas cuando la puerta grande se abrió para descubrir el milagro de la nieve hecha sopa y un afuera que por fin se hizo presente.

Volvieron a completarse los almanaques y se apagaron los radiadores, como si tuvieran la conciencia limpia del deber cumplido.

Y en esos momentos de admiración y preguntas se toparon los hermanos, otrora tomadores de meriendas. Ahora desconocidos.

Levantaron sus refugios improvisados y se fueron. Cada uno partió en busca de un rincón agradable con pasto recién nacido. No hubo saludos ni promesas. No miraron para atrás y nunca más se supo de ellos.

 

Cuentan los lugareños que tiempo después de un invierno bravo, encontraron una pequeñísima casa que seguramente había sido abandonada, puesto que no tenía ni cocina ni gas. Nada había para rescatar. Solo en la puerta un enebro, algo de tomillo y un delantal enharinado.

[email protected]