La muerte no suele ser justa. Hay personas que uno extraña más que otras. Me sucedió con Enrique Pezzoni y ya me está sucediendo con Luisito.
El humor, el desparpajo, la memoria. Podía saber de autores, de animales, o seres mitológicos, de conjuntos de rock o de películas. La preferida entre nosotros: Zona caliente dirigida por Dennis Hopper con Don Johnson y la chica para enamorase: Jennifer Connelly.
Chitarroni tenía la posibilidad de desmitificar como de trasmitir un entusiasmo por sus autores preferidos de Nabokov a Ford Madox Ford: Historia del buen soldado.
Editó en Sudamericana varios de mis libros, como los de Ricardo Piglia, Osvaldo Lamborghini, y me contaba sus complicidades con Enrique cuando trabajaban juntos en la editorial.
Mallarme dice que la tumba exige de inmediato el silencio, pero también es cierto que nos hace hablar, recordar anécdotas tristes como alegres.
Lo conocí a Luis Chitarroni entrando a la librería Martín Fierro con uniforme de conscripto. Según él, buscando un libro de Tomas Pynchon, según mi versión, regalándole uno de Nabokov. Posiblemente, su memoria infalible tuviese razón.
Desde entonces, nos volvimos inseparables. Pasamos juntos veraneos en Colonia. Y una vez hasta tuvimos la suerte de recorrer juntos Venecia para mis cincuenta años.
Nunca conocí una persona de tal discreción, salvo cuando se enojaba y le gustaba espetar en inglés. So What en su traducción: “Que importa”.
Decía que Osvaldo Lamborghini y yo, y muchos de nuestra generación nos habíamos perdido a Los Beatles y eso era imperdonable. Y cuando nos encontrábamos en la galería Santa Fe bajo el cielo de los frescos pintados por Soldi, discutíamos de todo y de todos.
Tuvo la generosidad de prologar El frasquito, de ahí salió el infraescripto. Porque le gustaba jugar con las palabras. También: Brillos.
Si tuviera que arriesgar, diría que su autor preferido era Cabrera Infante. Hoy el título me resulta contundente: La Habana para un infante difunto. Un entusiasmo compartido era Borges.
En el último viaje me encargó un libro en alemán De Arno Smith. Era un cómico de la lengua. Le gustaba desmitificar y bastaba que uno revelara un entusiasmo exagerado por un autor que admirábamos, para que encontrara los argumentos contrarios para demolerlo.
Esos sábados al mediodía en el café Martínez en Santa Fe y Callao, discutíamos con Jorge Jinkis, Salvador Gargiulo, Diego Erlan, Maxi Crespi, y yo, desde los griegos hasta la Biblia; quiero decir, cualquier tema era motivo para hablar de literatura, en principio mal. Hasta que aparecía un autor o un libro que se imponía entre nosotros y nos poníamos de acuerdo.
Una vez pasó el cantante Moris, y Salvador y Luis se enojaron por mi desconocimiento de uno de sus ídolos. Eso nos llevó a la película de Favio que siempre recordábamos: Soñar, soñar.
De esas reuniones que habían comenzado en café: El Petit Colón cuando hacíamos la revista Sitio y se agregaban Ramón Alcalde, Hugo Savino, Eduardo Grüner y Mario Levin, diría, nos gustaba gastar la conversación. El humor incluía la seriedad.
El ultimo café donde nos reuníamos últimamente era en el Encuentro en la avenida Entre Ríos esquina Moreno. Era el nombre que cada sábado nos estaba esperando.
De sus libros, elijo su novela El carapálida para mí, el que cambia ese género que comenzó con Juvenilia. Y después sus Siluetas, esos rodeos, esas maneras de rodear el libro sin apabullarlo ni apabullarnos, ese delicado equilibrio entre la agudeza del ingenio, el estilo y la lectura.
No soy el único que lo va a extrañar. En este caso, es necesario el plural. El duelo, casi nos obliga a usar un singular que nos impone el recuerdo, la playita de Colonia, o sentarnos en donde se había fotografiado Borges, pero repito que esta pena es un plural que comparten muchos de sus lectores y a los muchos que leyó.
André Gide escribía: “Escribir es poner algo a salvo de la muerte”. Quedan sus Peripecias, entre las muchas que nos tocó vivir juntos.
Inventó La bestia equilátera. Posiblemente, lo último que recuerdo a nivel editorial de lo que entiendo cómo hacer una colección. Desde Maclaren-Ross hasta Elliott Chaze: Mi ángel tiene alas negras. Seguro que hoy las tiene.
Su sonrisa y su risa a veces socarrona, está interrumpiendo esta despedida en el momento justo. Si, importa: so what.
*Escritor y psicoanalista