Ariana ataca de nuevo. Así podría llamarse el nuevo libro de Ariana Harwicz, El ruido de una época, un breve ensayo donde confronta sin miramientos sobre la escritura de estos tiempos, aunque aclara en charla desde Francia, donde vive en medio del campo y al lado de un bosque que: “este libro no es de ofensa, de provocación ni de disparar contra ningún enemigo. Mi única intención fue pensar sin miedo. Veo muchos periodistas y escritores con temor a trastabillar, a eliminarse ideas. Y entonces salen malos libros, todo por miedo a que te digan que sos racista u homofóbico, a que te cancelen del mundo”.

Pensar sin miedo como acto radical, entonces, en un libro que es más de posición que de opinión -y que recoge sus “ataques” en el espacio público: Twitter, entrevistas, conferencias, ensayos- bajo el rescate de una figura tan antigua como olvidada: la paradoja. Porque pensar, nos recuerda la escritora argentina nacida en 1977 y con obras reconocidas como Matate, amor (2012) -prontamente llevada al cine por Martin Scorsese- y Trilogía de la pasión (2022), no es sino vaciarse de los espacios cómodos de la propia ideología para entrar en el inexorable laberinto de las contradicciones, las dudas, las ambigüedades.

Casi al estilo de los aforismos, en El ruido de una época, (que inaugura la colección de No Ficción de Editorial Marciana), hay pasajes como estos: “la única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible”; “no separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador. Se examina su vida conyugal, su currículum, su prontuario, su casa, si fue infiel, si pagó los impuestos, como si fueran parte del texto ficcional. En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente”; “la libertad te la hacen pagar, y cara. El mayor temor, desde hace mucho tiempo, es menos el de desaparecer que el de asumir cada uno su parte de libertad. Se necesita un enorme coraje para eso”.

Contra toda literalidad, contra toda lectura única y cerrada, contra la reducción del ser a un solo rasgo predominante de su identidad, contra el relativismo que supone que cualquiera se convierte en escritor con tal de publicar un libro, Harwicz vuelve a rescatar la obra por sobre el culto narcisista del escritor contemporáneo.

“Lo más complejo de la escritura es narrar lo que no se ve, lo que hace Chéjov, donde lo no escrito es lo que escribe, lo que está entrelíneas. Es mucho más difícil construir la ambigüedad entre una frase y otra que invocar el personaje con identidad definida. Lo que pide el mercado es que te posiciones a priori, saber de qué lado estás como autor, si es pañuelo verde o no, si es de izquierda o de derecha. Entonces etiqueta el libro y lo define como revolucionario, provocador o progresista. Y eso es todo lo que la literatura no es”.

Toda su educación, confiesa, ha sido forjada por la UBA. De chica tenía tendencia a tomar posición férreamente por una idea. Entonces vinieron los profesores que le enseñaron el valor de la dialéctica, de la paradoja, de las contradicciones. Pensar al mismo tiempo dos cosas sin anularlas: algo puede ser bello y horroroso, una persona puede ser tierna y bestial, una idea puede ser revolucionaria y aterradora. Ese fue el germen de su amor por la escritura, admite alguien que estudió filosofía, artes, guion cinematográfico y dramaturgia.

De allí su predilección por personajes hechos de diversas facetas, que no se determinan por una sola cosa y escapan a todo sentido de normalidad, como aparecen en sus novelas La débil mental y Degenerado. “¿Y si a Borges, que me dicen que es de derecha, lo puedo leer desde otro lugar? ¿Y si contemplo la pintura como si fuera cine?”. No es únicamente leer sino cómo se lee, dejando de lado los efectos en el receptor. “Un escritor es responsable de su grito, y no del eco”, y entonces cita al poeta ruso Osip Mandelstam.

Que junten a escritoras mujeres y piensen distinto en un foro, eso para Harwicz sería un hecho revolucionario. “Hoy se celebra tanto la diversidad pero en cuanto dos o tres piensen distinto, se los aniquila y se lo tira a la fosa”. Todas las comunidades tienen sus infiernos y la literatura no queda al margen: un escritor puede ser brillante y a la vez ser un mafioso o un corrupto, como el gremio de los frigoríficos o los cirujanos. En donde existe un misterio insondable es en la escritura. Parafraseando a Pessoa, a la vez ‘la escritura prueba que la vida no es suficiente’”.

“Mi relación con la escritura es radical. Vivo en el campo, escribo cuando tengo la fuerza vital de hacerlo. Cuando entro en un libro es en estado de trance, pero a veces puedo tardar años en construirlo”, reflexiona por teléfono, mientras que en el libro escribe: “Extrañamente tengo conciencia de ser escritora todos los días. Lo siento cuando leo, cuando escucho música, cuando respondo a una entrevista o manejo por el campo de maíces y viñedos. Salvo cuando escribo”.

Mirar las cosas desde la extranjería, la marginalidad, el asombro. Un escritor, en efecto, es un moribundo. “¿Qué es eso de que el autor debe acoplarse a la mentalidad de su época y toda obra se supone autobiográfica?”. Escribir es un tiro al corazón, y rescata a Imre Kertész, Paul Celan, Glenn Gould y hasta Maradona para disertar sobre emoción, genialidad y tiempo perdido.

“Hoy pareciera que todos los artistas hablan igual: hacen los mismos libros y las mismas películas para que entren en los mismos circuitos y funcione la fórmula exitosa. Y eso anula la mirada. Sólo puede existir un escritor si es singular y para eso hay que pensar solo, y para pensar solo hay que darse la posibilidad de ser libre. Pero eso es lo más difícil”.

Escribir sin concesiones, como Kertész, que hizo el libro que tenía que hacer y no el que se esperaba de él como sobreviviente. “Sin destino termina evocando felicidad en el horror del campo de concentración, aunque Imre esté enfermo y sea un esqueleto en vida. Y a mí me parece que resume lo que más importa: que la principal responsabilidad de un escritor es con su obra”.