Esnifó directo del papel y un ardor profundo, que arrancó en el puente nasal, punzó en el entrecejo y le explotó con luminiscencias blancas en el interior de la nuca, le hizo pegar un manotazo al volante de la camioneta y la bocina sonó atronadora en la oscuridad que ya rasgaba la intermitencia azul rebotando rítmica entre los galpones del noroeste.

-¡Ah, qué carajo le puso a esta mierda! –gritó el policía a la vez que se friccionaba desesperadamente la nariz.

-Pará un poco con eso, pelotudo -bufó su compañera, una piba flaquita de pelo oxigenado que superaba apenas el metro sesenta y a la que el peso y el tamaño del arma en la cintura le impedían sentarse con comodidad.

El agente, un tipo de cara lampiña que aparentaba 20 años aunque ya rozaba los 30, soltó de pronto un rugido profundo y le pegó tres, cuatro, diez puñetazos más al volante hasta casi quebrarse las manos. Con el último golpe hizo tronar de nuevo la bocina y la mantuvo sonando, como un coro lastimoso, hasta la última nota de su aullido de dolor.

-¡Qué hijo de puta! ¡Ay, qué hijo de puta! ¡Ay, qué hijo de puta! –empezó a gritar, presionándose la nariz y los ojos con fuerzas como si quisiera hundirlos hasta el fondo de la cabeza, donde latía estridente y punzante el ardor luminoso que lo torturaba.

La compañera lo miró espantada.

-¿Pará, por favor, calmate, qué te pasa?

-¡Ay, qué hijo de puta! ¡Ay, qué hijo de puta! -repetía y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás como un autista en crisis.

-¡Boludo, te saltaron los chocolates! ¡Tirá la cabeza para atrás! Dejame manejar, te llevo al hospital.

Quería ayudarlo, pero no se atrevía a tocarlo.

-¡Concha de su madre! ¡Qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta!

El agente puso en marcha la camioneta y aceleró a fondo. La sangre le fluía de la nariz a chorros.

-¡Ay, qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta! -repetía mientras esquivaba, zigzagueando, los autos que transitaban la avenida a esa hora oscura y húmeda de la tarde otoñal. Con el zarandeo, voló uno de los conos anaranjados que llevaba en la caja trasera y cayó sobre el capot de un taxi estacionado.

-¡Pará, por Dios, nos vamos a matar! -gritó la flaquita y accionó la sirena.

Se metió a cien en la barriada de la Gorda Grace y encaró a fondo hasta la canchita, donde terminó clavando la camioneta de trompa en el barro de la zanja que la rodeaba. Bajó y enfiló hacia el pasillo donde funcionaba el kiosco del Chancho, el capitán de los pibes que comandaba la matriarca. Desfallecía afónica, la sirena, por el golpe y la luz azul delataba intermitente los ojos de los curiosos que, arrancados de los chismes y las novelas turcas, espiaban desde todas las ventanas.

-¡Chancho y la concha de tu madre! ¡Salí ya, hijo de puta!

-¿Qué querés ahora? ¡Tomatelás, milico, ya te llevaste lo tuyo; mandate a mudar que estamos laburando acá!

-¡Salí ya, la concha de tu madre! ¡Si yo me muero por tu culpa, vos te morís conmigo!

-Y qué tengo que ver yo si vos te morís, mugriento, qué te hice yo.

-¡Qué mierda le pusiste, hijo de puta!– Al decir esto, un dolor explotó por sobre los otros que ya padecía y lo hizo caer de rodillas.

-¿Duele? Eso te pasa por pillo rastrero. Qué tenés que andar manoteando lo que no es tuyo, gil.

-¡No vas a vender nunca más esa mierda, hijo de puta!

-¿Y quién me lo va impedir? ¿Vos? Hacé tu laburo y correme a los mugrientos del Chuky. Sacales la merluza a ellos, ratón. O pagala, si querés de la buena.

El agente se presionó la cabeza con las dos manos, la tortura era cada vez más intensa. Desesperado, se puso de pie y trató de apuntar, temblando, hacia el fondo. Pero antes de que pudiera siquiera poner el dedo en el gatillo, vio un destello débil en la ventana y al instante oyó el disparo seco de matagatos que pegó cerca de sus pies. El proyectil levantó polvo e hizo un chispazo al rebotar en el pavimento para por fin incrustarse en el guardabarros de la camioneta.

-Tomatelás, perro; ¡cucha, juira!

Sintió miedo y ganas de llorar, además del dolor profundo y la euforia confundiéndose con la intermitencia azul del patrullero. Era intolerable. No sabía si darse la cabeza contra la columna de hormigón del cableado o responderle el fuego al Chancho. Se dio cuenta de que temblaba y percibió sucio el calor de la orina deslizándose por entre las piernas. Y a la par que se meaba, vio una sombra que saltaba desde detrás de un macetón de lata ubicado en el centro del pasillo, tratando de alcanzar la salida; apretó el gatillo por reflejo y desde el primer fogonazo supo que la había cagado. La sombra cayó pesada en la carrera y ahora yacía inmóvil, en el piso, junto a una caja de alimentos con el logo de la municipalidad.

-¡Qué le hiciste al pibe, hijo de puta!

-¡Yayo! -gritó una mujer saliendo de una de las casas linderas. Corrió hacia el pasillo y se arrodilló delante del bulto inerte.

-¡Yayo! ¡Yayo! ¡Me lo mataron al Yayo!

Yayo -vio el policía-, era un mocoso.

Los vecinos de toda la cuadra salieron de sus casas y empezaron a acercarse al pasillo. Los más jóvenes levantaban piedras, palos, se cubrían la cara por sobre la nariz con remeras atadas de las mangas a la nuca. La policía flaquita, parapetada detrás del patrullero, abandonó la posición y corrió hacia donde estaba el compañero.

-¡Qué hiciste, pelotudo, nos van a linchar!- Intentó sacar la pistola para intimidar a los que empezaban a rodearlos; pero el arma se le escapó de las manos y una piba que se abalanzó corriendo fue más rápida que ella para levantarla.

- ¡Yayo! ¡Yayo! ¡Me lo mataron al Yayo!

El agente sintió una punzada más profunda que las anteriores y un destello pintó de blanco todo lo que pensaba. El dolor era cada vez más insoportable. Levantó la pistola. ¡Tirá, tirá!, le gritaba la compañera. Sin llegar a pensarlo, porque no podía, porque le dolía todo lo que se movía dentro de su cabeza, se apoyó el caño debajo del mentón y se disparó.

No murió enseguida, ni se sintió caer como un cyborg privado de pronto de su fuente de energía, tal como lo vieron los otros, alrededor. Desplomándose en cámara ultra lenta, alcanzó a parpadear cinco veces antes de apagarse. Y desde su agónica perspectiva, las secuencias se dieron así:

Uno: cerró los ojos y la luz híper blanca lo cegó con dolor; abrió los ojos y en la semipenumbra fría vio llegar las piedras que volaban lentas hacia ellos, hacia él.

Dos: cerró los ojos y el blanco estridente le serruchó el dolor con más dolor; abrió los ojos y vio, en un plano ahora inclinado, a la flaquita de pelo amarillo tratando de cubrirse la cabeza con las manos.

Tres: cerró los ojos y la niebla de neón excitado le aplastó el cerebro con un puño de hierro por el cual se escapaba, interminable, como arena mojada, la sustancia gris que lo venía acosando desde que tuvo uso de razón; abrió los ojos y, ya en un plano completamente lateral, vio el patrullero en llamas y a su compañera de rodillas, extendiendo los brazos, pidiendo clemencia.

Cuatro: cerró los ojos y las púas luminosas de la sinapsis acelerada le rayaron como vidrio molido hasta el último nervio transmisor del dolor; abrió los ojos y vio, en el rebote del cuadro, el día que ingresó a la policía, a la madre que lo esperaba, a la novia que lo quería. Y oyó la voz de su padre sonando deforme, como derritiéndose: vos eras un buen pibe, le decía.

 

Cinco: cerró los ojos y vio fundiéndose en el blanco todas sus calles, toda su vida; abrió los ojos y el dolor, que ya era fuego quemando adentro y afuera, se estiraba, se expandía, se aferraba, no se iba.