Durante la espera en la audiencia de un juzgado de paz del conurbano bonaerense, me crucé con el “Gran Salvador”.
Su apodo se lo habían puesto en José C. Paz porque su nombre y la rápida acción para los inconvenientes mecánicos, lo identificaban como el Santo del auxilio ligero de la ruta 202.
Mi relación había sido indirecta, pero lo había escuchado nombrar muchas veces por su particular devoción en temas filosóficos, mientras mechaba el cambio de una manguera recalentada o una abrazadera falseada.
Mientras tanto, en la vereda del tribunal, la mayoría de los que pasaban lo saludaban. Escuché algo llamativo, cuando el vendedor de adaptadores eléctricos que tenía su puesto a pocos metros, le preguntó: -¿Salvador vos acá?-.
El comentó al pasar, con su libro en la mano: -Vengo a tramitar un permiso para salir al exterior con mi hijo. Quiero hacerle conocer las calles del Mayo Francés-.
Pero también me encantaría mostrarle el Ponte Vecchio de Florencia, e ir a la academia para ver la obra de Miguel Ángel en persona. Le quiero preguntar al señor Juez si me da permiso para llevar a Italia un “David” falso de yeso que tengo en el living, y que a la noche ronca más que un Rambler en un Garage cerrado de 2 x 2.
-¿Cómo una estatua va a roncar?- le preguntó al Gran Salvador de la ruta 202.
Inmediatamente, el rey de la mecánica ligera contestó: -Creo que es su resentimiento y lo expresa así, siempre quiso ser una escultura y no le da para más que una estatua.
Allí se abrió un debate que no estaba en ningún plan de esa mañana.
Esa es la diferencia entre lo estático de un pensamiento: estatua para un cementerio o una tumba, y lo que es un pensamiento cultural: escultura.
Salvador, que era conocedor de abrir tapas de motor donde el agua se mezclaba con el aceite, sabía muy bien unir el aburrimiento en la espera de un trámite burocrático y la pasión del pensamiento creativo.
Frente a ese escenario se dio una zona de anticonfort y todos se pusieron a buscar en su móvil la diferencia entre dos cosas que parecen lo mismo, o se describen con un mismo resultado, pero no tienen nada en común. -Un ejemplo podría ser un líquido lubricante y un refrigerante-, dijo el mecánico lector de Simone de Beauvoir.
A continuación expresó, casi con el dedo levantado como en una clase magistral: -La estatua es para dar un premio en una sociedad de fomento, o para decorar una carnicería. Los jardines de Borges que se bifurcan buscan la escultura, porque la literatura está donde se quiere dar vida-.
Continuó su reflexión, casi como un monólogo; -la mecánica ligera y los movimientos del ’68, tienen el mismo horizonte: la imaginación al poder. En mi caso, encontré el poder siendo un mecánico del Gran Buenos Aires y eso se lo quiero agradecer al Mayo Francés. Tengo un chevrolet 400 modelo ´68, en honor a esa revolución-.
Mientras la charla continuaba en las puertas del juzgado, me di cuenta que ya no alcanza con una buena presentación digital para detener el tiempo y repensar. Desde que el Power Point quedó como un pollerudo con la tecnología, hay nuevas formas de presentar ideas. En resumen, creo que el relato de un mecánico salvador, puede formar parte del secreto de ser uno mismo. O adaptarse a la realidad ampliada con sentimientos celulares que tienen nervios y corazones virtuales.
Por eso, el que sea verdadero ganará la batalla, y la identidad en estos vientos de cultura exitista, es lo único que emociona. Es este sentido, me hizo reflexionar un falso contacto en el velocímetro de la vieja Gilera 200, que buscaba un experto en filosofía de taller. Finalmente llegué a la conclusión de que puede haber poesía turca de la buena, en los aburrimientos de un trámite burocrático. Esa prosa característica de los encuentros en las veredas del Gran Buenos Aires, sigue siendo la mejor lectura del mundo intelectual.