El 24 de mayo de 1973 José María Alesia, un trabajador naval, tuvo un accidente mientras soldaba en el fondo de un barco en construcción en los astilleros Astarsa. Murió pocos días después a consecuencia de las quemaduras sufridas. El accidente, en la víspera de la asunción de Héctor Cámpora, motivó la toma del astillero por parte de un grupo de militantes sindicales de orientación clasista que un año antes había organizado una agrupación que disputaba la conducción del sindicato naval de la zona, el SOIN (Sindicato de Obreros de la Industria Naval). Unos días después, el 2 de junio, el Ministerio de Trabajo obligó a la empresa a reconocer todas las demandas de los huelguistas, y la agrupación que había impulsado la toma, inserta dentro de la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), frente sindical de la organización guerrillera Montoneros, celebró su primera victoria.
La toma de fábrica tuvo grandes consecuencias. Astarsa era el astillero privado más grandes del país, y una empresa que además fabricaba locomotoras, tractores, y piezas de soldadura pesada: un monstruo modelo de una Argentina que estaba en vías de industrialización. En su directorio había marinos retirados y algunos de los apellidos con más peso político y económico del país. Tenía todos los componentes para que allí se actuara el drama de los años setenta, sobre el que vamos y venimos de manera recurrente porque hay algo allí de lo que no podemos salir: los setenta son muchas cosas pero son, también, la historia de una posibilidad. Era el ring ideal para la lucha de clase, y a él se subieron los trabajadores navales.
Los militantes que organizaron la toma esperaban “generar conciencia”. La mayoría de sus compañeros que participaron no sabían el camino que iniciaron cuando decidieron acampar en los talleres y mantener como rehenes a sus jefes y capataces. La toma, a escala individual y colectiva, puso en juego fuerzas y actores que cobraron dimensiones impensadas en el contexto complejo de la primavera camporista. Numerosos testigos lo vieron entonces y lo recuerdan hoy como un hecho fundacional. Para algunos trabajadores fue la conciencia de la posibilidad de cambio en sus propias manos; para los militantes, la forma de impulsar un frente de masas combativo; para los sectores dominantes, el descubrimiento del miedo ante el avance de la movilización obrera y el comienzo de los preparativos para frenarla y revertirla.
En algo menos de tres años, entre mayo de 1973 y el golpe del 24 de marzo de 1976, los integrantes de la Agrupación Naval Peronista José María Alesia (bautizada así en homenaje al obrero muerto) vivieron la experiencia probablemente más intensa de sus vidas. Su proyecto fue salvajemente derrotado. Desde el año 1974 pero sobre todo a partir del 24 de marzo de 1976 veintiocho trabajadores y militantes sindicales, algunos de sus familiares, esposas, y conocidos, fueron secuestrados, asesinados y desaparecidos. La afrenta de ese otoño de 1973 no iba a ser perdonada con facilidad ni por la patronal, ni por la burocracia sindical, que veían cómo las bases más combativas iban ganando espacios en sus cotos de caza.
La toma de fábrica, una herramienta de lucha frecuente en esa época, fue exitosa y esa experiencia marcó a los navales para siempre. Pasaron varios días rodeados por la policía, acunados por la solidaridad de sus familias y el barrio, y con algunos de sus jefes de rehenes. El Ministerio de Trabajo tuvo que acceder a todas sus demandas: remoción de los jefes de seguridad e higiene, participación en el control de la producción, reincorporación de los activistas despedidos. El ministro era de la UOM, y meses después dijo en un acto que a los “bichos colorados” se los exterminaba con el peronismo, el mejor insecticida nacional. Los trabajadores navales que habían tomado el astillero eran esa plaga a exterminar, y su agrupación era peronista y montonera. Su victoria les dio el control y el poder por un tiempo, pero los puso en el ojo de la tormenta. Algunos de ellos se habían insertado en el astillero para hacer trabajo político, como el “Chango” Sosa. Otros, como el “Tano” Mastinu o el “Huguito” Rivas, crecieron como delegados por su capacidad de trabajo y por su compromiso hasta hacerse enormes. Extendieron su agrupación a otros astilleros, como Mestrina, donde aparecieron delegados como el “Macaco” Rezeck. Todos nombres de una épica obrera jalonada con la vida de un barrio obrero como los que ya no existen, porque el poder represivo los aplastó. El “Bocha”, que ya no está, dejó el astillero en 1978: le daba asco la cárcel en la que se había transformado la fábrica en la que había aprendido a ser feliz y a tomar el poder en sus manos. “Carlito”, el delegado suplente del “Tano”, dejó el astillero en vísperas del golpe: un responsable les advirtió a los más comprometidos que no volvieran, porque se venía el golpe. Hizo muchas cosas después, pero nunca dejó de ser un trabajador naval.
“Jaimito”, Luis Benencio, habló con palabras emocionadas de lo que habían hecho esos años: “¿Por qué, durante ese tiempo, fuimos distintos? O sea, distintos en nuestras vidas, distintos en cómo veníamos armados desde atrás, de antes. Y siempre me pareció que la respuesta adecuada era esa humanidad que habíamos logrado desplegar entre nosotros Que fue una búsqueda permanente de algo parecido a la felicidad, y que para nosotros, no tenía sentido si no era compartida.” El 24 de marzo de 1976, el Ejército acordonó los astilleros, y se llevó a delegados y militantes con listas que había proporcionado la empresa y el sindicato, el SOIN. Pero en mayo de 1973, durante los días de la toma, los trabajadores navales de Tigre, por unos días, tomaron el cielo por asalto. Dicen que el experimenta esa sensación nunca se olvida de ella. El que conoce sus historias, tampoco.