Parece que fuera el paisaje el responsable de iniciar el drama. Ese lago helado de Le Bourg-d-Oisans en el que le gusta nadar a Joanne casi como una prueba, como si entrenara para una competencia en la que jamás va a participar, como si de esa manera, superando el frío, exigiendo al cuerpo cierta resistencia, pudiera crear una posibilidad épica frente la rutina de sus días como profesora de natación. En ese desafío se establece un pacto con Vicky, su pequeña hija, la encargada de hacer sonar el silbato cuando su madre llega a los veinte minutos de un nado constante porque después de ese tiempo en el agua su vida peligra y ella podría ser como Ofelia, un bello cadáver flotando en el lago.
En Los cinco diablos (un film que se estrenó la semana pasada en la plataforma Mubi) todo el entorno emana un riesgo en esos alpes franceses. Vicky lo sabe porque tiene una sensibilidad desmesurada en su olfato. La niña lee el mundo a partir de su nariz, comprende algo imposible de transmitir a los seres que la rodean. Ese sentido del olfato que la ubica en una condición casi de anormalidad para esa comunidad pueblerina, adquiere un valor definitivo con la llegada de su tía Julia (Swala Emati) a la casa donde Vicky vive con sus padres. Desde ese momento la conformación familiar se vuelve más inquietante porque el parecido físico entre Julia y Vicky evoca para ese pueblo los comportamientos pirómanos de su tía que hace algunos años desataron una tragedia.
Vicky encuentra en su olfato prodigioso una forma apasionada de indagación. Se convierte en una alquimista, arma frascos con los nombres de las personas de las que captura algún elemento para concentrar su olor, casi en un acto de fetichismo. Vicky sufre hostigamiento en el colegio, en gran medida por el racismo del lugar (Jimmy, su padre es africano) y también porque los xadres de sus compañerxs ven en Vicky el germen de Julia. Pero esa cualidad sobrenatural le permite a Vicky habitar una realidad onírica donde descubre datos fundamentales sobre la historia de su madre y su tía, el vínculo amoroso, casi secreto que tuvieron antes que ella naciera y que la naturaleza incendiaria de Julia dejó trunco.
La película se cuenta desde un lenguaje propio del espacio, desde ese olfato casi animal de Vicky, un componente difícil de capturar cinematográficamente pero que la inteligencia de la niña va convirtiendo en un virtuosismo refinado, en un recurso cada vez más instrumental donde ella logra entrar en el inconsciente tanto de su madre como de su tía, en una fusión de esas tres mujeres donde, por momentos, parecen ser una misma persona. El rostro de Sally Dramé adquiere una adultez que nos desconcierta como si lo entendiera todo y eso perturba a su madre pero no sorprende para nada a su tía. Las dos poseen una cualidad de videntes, como si una potencia que trasciende lo humano habitara en ellas. Vicky desarma ese mundo adulto y se acerca a él de un modo que supera su propia experiencia.
Léa Mysius, la joven directora, sostiene su trabajo en los silencios y las miradas. Hace de Vicky una narradora testigo, observadora, en un comienzo, de ese matrimonio apagado entre Joanne ( Adéle Exarchopoulos) y Jimmy ( Moustapha Mbengue) pero a lo largo de Los cinco diablos, la niña se convierte un poco en la autora de lo que allí sucede. Los personajes adultos padecen un desasosiego que la niña logra decodificar porque tiene un conocimiento total de la acción gracias a sus viajes al pasado. Si bien se ha catalogado a este film como fantástico, en realidad lo que hace Léa Mysius como directora y guionista es valerse de saberes ancestrales, como si recuperara esas prácticas de las brujas del medioevo y las tradujera al siglo XXI donde la sensualidad de los sentidos, la desmesura de los impulsos de Julia y de Vicky generan pavor en esa sociedad, en gran medida porque no dejan de tener un componente racional, porque a su manera establecen un orden, como se manifiesta en la adoración que siente Vicky por su madre que la lleva a moldearla con su comportamiento como si buscara construirla a su antojo.