Recuerdo verla en un sueño, sentada en el medio de la nada en un campo yermo, sólo visible en la negrura por cierta claridad volátil. Parece tranquila; me pregunto si estará como yo ahora, soñando. No distingo el verde de sus ojos, sus párpados están bajos. Me pregunto en qué lides se batirá en este intolerable presente. ¿Armará sus mandalas? ¿O solo busca atrapar sueños?
Dicen que el frío provoca más muertes que el calor. Pero el calor resulta ser algo maligno que invade todos los rincones de nuestros cuerpos. Desciende como manto caldeado que nos encorseta con el fin de inocularnos el veneno de la desesperación que nos conduce a una muerte inexorable. Se yergue como castigo inapelable dispuesto a evaporar todo lo visible. El calor cae sobre la ciudad impía que ha desafiado el equilibrio. Será el martirio de los débiles, que buscarán desesperados a partir de las primeras sombras un hálito de frescura o de esperanza. Es el suplicio de los sin techo, de los viejos que no saben qué hacer con su osamenta. Mientras caminamos en busca de la sombra de un plátano majestuoso que se halla a salvo de la extinción, la columna mercurial asciende victoriosa ante la dilatación persistente del hormigón.
El calor tiraniza el espacio que habitamos, para despabilar los rencores, las envidias, las desigualdades más infernales, como si su último fin fuera el apocalipsis, el final de todo lo vivido. Como por acción de una bomba de neutrones, solo han quedado los cauces resecos tapizados de huesos, la ciudad con sus paredes imposibles de tocar y el humo que nos impide respirar. Resultan más económicos la quema, y el gas de los escapes. Las calles atestadas de autos que han quedado como último refugio para contener el efecto feroz de la canícula.
Aguardamos que la bola roja se oculte por el oeste para salir en busca de algo fresco que amortigüe el castigo.
Pero ¿qué carajo sucede para que haga este calor?, murmura en voz baja, mientras enjuga su frente con un insuficiente pañuelito que ha sacado de su cartera. Carmen se mete sin mirar en la primera puerta giratoria; sus lentes empañados de sudor no le permiten distinguir que ha ingresado a una sucursal bancaria. Respira aliviada con la idea de que allí el tiempo no transcurre.
-¿Qué operación desea realizar?
-Ninguna– responde.
Regresa al estado de sobreexcitación preexistente, o sea, a los 38 a la sombra. Piensa: levanta primero el pie derecho, apenas nomás, como para dar un paso. Debe buscar la parada del 153 que la lleva hasta su casa. Se ilusiona con que el chofer la reconozca, el que todas las mañanas aminoraba la marcha frente a la puerta de su casa. Recuerda que debía pasar por delante del banco. La última vez que fue al médico, discutió fuerte con su marido, todavía no puede creer que le haya dicho que estaba loca. Carmen no cree que necesite ir al médico.
En su vida, había cumplido con todos los mandatos: terminó la secundaria, después su carrera universitaria, aunque nunca ejerció su profesión, como hubiera sido el deseo de su padre. Fue profesora de matemáticas en diversas escuelas y docente de primaria en escuelas de barrios humildes. La consideraban una maestra ejemplar; en la sala de profesores, sus opiniones eran valoradas. Siempre elegía los primeros grados, aunque fueran los más difíciles.
Una conducta ética frente a cualquier situación que se presentara, en el ámbito que fuera, era su principal potencia natural. No era diplomática: aunque doliera, decía lo necesario. Al mediodía de un sábado en la peatonal le sacó de las manos a la policía un alumno que llevaban detenido.
Sabe que en el momento en el que su cuerpo deja de responderle debe tomar una gaseosa, no agua. Le gusta, le da la energía que le falta. Con la mirada algo perdida busca un kiosco o un bar donde comprar una lata. Sigue en la puerta de la sucursal, al sol. El guardia le pregunta si quiere que le pare un taxi. Carmen responde con gesto afirmativo.
No recuerda su domicilio pero le indica al chofer. Le pide que doble, le dice que debe pasar el parque Alem. Cuando reconoce la zona, le señala que se detenga. Tiene dinero, paga. Está de pie frente a su puerta. Se acerca una vecina, la ayuda a buscar la llave en la cartera. Abre y la acompaña a sentarse en la cocina. Carmen la mira.
Por suerte tomé Coca Cola, le dice.
¿Qué es uno? O mejor, ¿Quién es uno? Los sueños no siempre coinciden con los motivos que los causaron, lo mismo que las historias de nuestras vidas.