¿Por qué es tan difícil cambiar el mundo que, desde hace décadas, se halla desbordado por crisis económicas y ambientales, explotaciones laborales asfixiantes, abusos desmedidos y un interminable sufrimiento humano? ¿Por qué se vuelve tna dificultoso que las sociedades se transformen radicalmente? ¿Por qué en momentos en que se denuncian tantas injusticias, no se implementan las transformaciones que pongan fin a ese sufrimiento?
Nos dicen que el 1 % de la población concentra el 22 % de la riqueza del planeta, que el 50 % más pobre solo tiene el 9 % de esa riqueza, y pese a ello en el mundo entero todavía predominan los proyectos elitistas, las formas de organización del trabajo abusivas y denigrantes. Incluso en aquellos países más ricos en los que el porcentaje de la clase media ha retrocedido y se han reducido los derechos de sus clases trabajadoras, aun no existen movimientos sociales duraderos capaces de cambiar radicalmente las circunstancias adversas de la vida. ¿Por qué las clases subalternas, marcadas por el maltrato y la injusticia, no se rebelan permanentemente? ¿Por qué, cuando lo hacen, luego una buena parte vuelve a caer en la elección y la adopción de las políticas conservadoras que reestablece la opresión que habían logrado superar? ¿Qué permite que eso suceda?
Las respuestas dadas desde el ámbito de la ciencia política, la sociología o el pensamiento crítico han tenido distintas orientaciones. Las lecturas conservadoras consideran que no existen motivos para rebelarse, que la sociedad distribuye equilibrada y espontáneamente sus recursos según los méritos y la eficiencia de sus integrantes, etc. En la medida en que se trata de primitivos relatos legitimadores del orden existente, no vale la pena profundizar más en los fundamentos de su mediocridad.
Desde la izquierda política, que busca cambiar el orden de cosas existente, la explicación más fácil y que prevaleció a principios del siglo pasado, es que, si bien existen muchas injusticias, muchas desigualdades y una opresión asfixiante, aun no se han generado las “condiciones objetivas” para que la crisis llegue a un punto de estallido final. Esta fue la respuesta que, desde principios del siglo XX, dio la socialdemocracia y, después de mediados del siglo, gran parte de los partidos comunistas del planeta. Afirmaban que, para que sucedieran los cambios, había que esperar que las “condiciones objetivas” madurasen, que el desarrollo industrial se profundizara a fin de fortalecer al proletariado, que las desigualdades se intensificaran, etc., de tal manera que, sobre esa base “desarrollada”, recién podían producirse procesos de sublevación social.
Está claro que se trataba de una mirada pasiva frente a la realidad, pues condenaba la acción de los revolucionarios a una actitud de paciente espera a que esas condiciones objetivas madurasen, ya fuera a través de mayores procesos de industrialización, de descampesinización de la fuerza de trabajo o de empobrecimiento de más amplias capas de la población, fruto de políticas de ajuste, despido o crisis económicas. Una versión más sofisticada en su argumentación por su carácter académico es lo que hoy se llama “aceleracionismo”. Se trata de una nueva corriente filosófica que habla de que se deben acelerar los procesos de tecnologización de la producción social, de globalización de las interdependencias colectivas, de ampliación del “intelecto general”, capaces de crear materialmente condiciones de asociatividad planetaria que desborden la limitada forma privada capitalista de apropiación de la riqueza.
En ambos casos esto se refiere a que las “condiciones objetivas” aceleradas, intensificadas, agudizadas, desaten contradicciones en el interior del capitalismo, así como condiciones de posibilidad de algo distinto a este que lleven a la gente a sublevarse. Mientras tanto, uno puede quedarse tomando café en su cubículo de la universidad, agenciar ONG ambientalistas o asesorar esquivamente a gobiernos de derecha, sin tener ataques de remordimiento moral porque no hay “condiciones objetivas” para la transformación revolucionaria.
Se trata, ciertamente, de una mirada pasiva, y muy propia de toda la filosofía europea resultante de las derrotas de las revoluciones a partir de los años treinta hasta hace poco. Y es que ¿cómo saber cuándo están “maduras” las “condiciones objetivas”? ¿Cómo medir esa madurez?
El capitalismo no tiene límites absolutos, como no tiene límites la mutación de las formas mercantiles capaces de realizar las ganancias empresariales.
Podrá tener límites temporales, como lo muestran las crisis económicas cíclicas a lo largo de su historia, pero también estas podrían ser el punto de arranque de un nuevo ciclo de acumulación y dominación.
Y es que las llamadas “condiciones objetivas” de las sociedades, en gran parte, son una manera de cristalizar, de materializar las propias “condicione subjetivas”, por lo que, en la sociedad, lo objetivo y lo subjetivo son dos maneras de enunciar, en tiempos históricos diferentes, dos aspectos de la misma realidad social en movimiento.
Pero, además, ¿Es la “inmadurez de las condiciones objetivas” de inicios del siglo XX igual a la de mediados de siglo? Y esa nueva “inmadurez” ¿no ha sido ya superada con creces, incluso con el riesgo de llegar a la putrefacción en la segunda década del siglo XXI? Tenemos así, más que una explicación de la imposibilidad de cambiar el mundo, una justificación de la abdicación ante las injusticias.
Fragmentos iniciales de La comunidad ilusoria (Sudamericana), donde Álvaro García Linera reflexiona acerca del rol de lo político, lo público y la rebelión en tiempos de incertidumbre mundial.