En abril de 2003 la pregunta que formulaban quienes observaban el escenario político era cómo podría gobernar Néstor Kirchner con un caudal electoral que apenas llegaba al 23,25% de los votos obtenidos en las elecciones del 27 de abril. Y el interrogante se prolongó aún tras el retiro de Carlos Menem antes de la segunda vuelta. Sobre todo porque la Argentina venía de un tiempo en el que, lejos de alcanzar la promesa de Raúl Alfonsín (“con la democracia se come, se cura, se educa”), había sufrido en el 2001 un profundo golpe de significado: ¿para qué sirve la democracia? Los estallidos populares del 19 y 20 de diciembre del 2001 habían reinstalado el debate en torno al valor de la democracia como tal y abierto nuevas discusiones acerca del sentido de la política. En ese contexto quedaron en evidencia las debilidades de los partidos políticos tradicionales pero surgieron otros actores de la política y también otras identidades (los movimientos sociales, entre ellos), otras redes de solidaridad, de contención y de organización social en torno a lo comunitario. Otras subjetividades emergieron.
El desafío de Kirchner y de su gobierno no era entonces tan solo sacar al país de una crisis socio económica profunda sino reconstruir el sentido político capaz de aglutinar la sociedad detrás de la propuesta y entusiasmar a buena parte de la ciudadanía en ese proyecto. Difícil es -a la distancia- saber si esa fue la visión que Néstor Kirchner tuvo en ese momento. Pero pueden marcarse algunas acciones que ordenaron el primer gobierno kirchnerista y que apuntalaron ese propósito.
Néstor Kirchner se propuso recuperar la figura presidencial en lo político y en la gestión. Asumió el liderazgo (“Vengo a proponerles un sueño: reconstruir nuestra propia identidad como pueblo y como Nación”), cargando de sentido esa misión (“Quiero una Argentina unida. Quiero un país más justo”) recogiendo las banderas tradicionales del peronismo pero también advirtiendo desde entonces nuevos aires políticos que comenzaban a asomar en el continente latinoamericano. E hizo público con qué convencimiento se empeñaba en ese propósito aún más allá de adversidades: “No vine a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”.
A la firmeza de decisiones unida a la persistencia del trabajo sumó capacidad de gestión que también se fue perfeccionando con el andar. Kirchner tuvo inteligencia para visualizar rápidamente posibles aliados en su caminar: los organismos de derechos humanos y los movimientos sociales. Se abrió a la escucha de esos interlocutores pero también de otros con miradas plurales (la “transversalidad”) y con todos se propuso “reconciliar a la política, a las instituciones y al gobierno con la sociedad”.
Y acompañó esas alianzas con gestos y con iniciativas de gestión. El 24 de marzo de 2004 en el Colegio Militar le ordenó al entonces jefe del Ejército, teniente general Roberto Bendini, bajar los cuadros de los dictadores Jorge Videla y Reynaldo Bignone. Al mismo tiempo el pañuelo de las Madres fue bandera identitaria de una política de Estado. Hechos enormemente significativos. Mientras tanto impulsaba con todos los medios a su alcance la continuidad de los juicios de lesa humanidad. En lo económico, mientras pregonaba “una Argentina con progreso social”, se empeñó en reducir el endeudamiento y evitar el ajuste, hasta llegar a pagar la deuda con el FMI.
Esos fueron algunos de los ejes que pusieron a funcionar el proyecto de Kirchner: recuperar el liderazgo desde la figura presidencial en base a un Poder Ejecutivo fuerte, rehacer el sentido de lo público y reconstruir el tejido social desde nuevas alianzas, con otros actores y permitiendo la visibilidad de otras subjetividades, aprovechar las diversidades y trabajar en la recuperación económica con el objetivo puesto en la redistribución del ingreso con los pobres en el centro.
Néstor Kirchner no se propuso dar vida al kirchnerismo. Quiso darle a la democracia un nuevo sentido en base a otras categorías, con el protagonismo de otros actores y con otro horizonte.