El tiempo: experiencia esquiva, a veces tembladeral, otras pausado andar. Las conmemoraciones son el recordatorio a veces brusco de eso transcurrido. Digo: 20 años de un acontecer que recuerdo. Que un poco lo siento a la vuelta de la esquina, pero las más de las veces, la historia de un país demasiado diferente. Néstor llegó a la presidencia y, rápidamente, nos hizo saber que su historia venía de mucho antes, que se pensaba como un sobreviviente de los setenta y que tenía una deuda con las y los compañeros de esos años. Que no estaba dispuesto, así lo dijo, a dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. ¿Le creímos? Poco. Aunque estaba la herida en su cara, producida por el entusiasta arribo, y una cierta desmesura que se le notaba en cada gesto. Una alegría por la política, que no a todas las personas les acontece.
Asumía en un país convulsionado, con enormes contingentes de la población en la pobreza, pero con voluntades organizativas y no pocas invenciones en el repertorio de las acciones políticas. Piquetes, asambleas, cacerolas, fábricas tomadas, habían diseñado un mapa nuevo de identidades, de formas de lucha, de argumentos. A esa indisciplina social se la quiso cortar de cuajo con dos asesinatos en el Puente Pueyrredón, y ahí la crisis se llevó puesto al gobierno y las elecciones transcurrieron. Kirchner asume en ese contexto, con el saber de esa crisis. Prometiendo, y esa fue una de las claves de su gobierno, que no habría muertos por la criminalización de la protesta social. Asume el gobierno, pero fundamentalmente asume una entera coyuntura: las responsabilidades, un modo de actuar y hacer política que no podía ser el previo a los acontecimientos de un tórrido diciembre.
Recordar una fecha es puntuar y organizar tras ella una serie de genealogías, un reacomodamiento de las herencias y también leer, con el diario del día después, lo que sucedió como ineluctable o al menos la más virtuosa de las acciones. Néstor procuró una revalorización de la política. Allí donde aún resonaban los ecos del grito airado que se vayan todos, puso en juego mil y una estrategias para mostrar que la acción de gobierno podía ser transformadora y reparatoria, que era menester atender las situaciones sociales más gravosas y a la vez impulsar la reanudación de los juicios contra los responsables del terrorismo de Estado. No aceptaba la condena neoliberal de volver impotente a la gestión pública, convertida en mera administración de una sociedad dañada. Sin ese esfuerzo de volver a considerar las condiciones en las que hacer política no es una mera extracción de recursos y esfuerzos de la sociedad, no había desmentida de los ímpetus destituyentes decembrinos.
Era un gobierno de urgencias, atenazado por las presiones de los poderes económicos, pero habitaba un tiempo extraño, en el que esos poderes estaban sacudidos por el miedo de una catástrofe social sin precedentes. De algún modo, Kirchner leía esa incertidumbre por abajo de las amenazas, y percibió que tenía un pequeño espacio para producir hechos políticos de envergadura. Así, modificó la composición de la Corte Suprema de Justicia: impulsó el juicio político a sus integrantes, algunos renunciaron, otros fueron destituidos, y se reglamentó el modo en que los jueces debían ser elegidos. De esas modificaciones surgía una Corte integrada por juristas de mucho prestigio, con perspectivas propias y diferentes entre sí. ¡Qué lejos estamos de esos años, sumidxs, ahora, en un pantano de trapisondas judiciales, expedientes amañados, y citas en escondidos lagos!
Visto desde ahora, aquellos inicios proliferaban en decisión política. Abundaban en un quehacer desde la fragilidad, capaz de leer con velocidad las fuerzas contrapuestas y las posibilidades de incidir para torcer el rumbo. Ese que llegaba, magullado y tambaleante, a la asunción del gobierno, terminaría donando su nombre para un entero movimiento político, porque sería el nombre que llevaría a muchas personas de nuevo al entusiasmo por la vida pública, a los trasiegos de las militancias, a los énfasis de la acción. Le creímos, con el tiempo, como tantas otras personas. Tanto quienes se reconocen con afecto en esa historia, como quienes lo desdeñan como productor de males para la existencia nacional, aceptan el nombre como parteaguas y bautismo. Quizás es el nombre, fundamentalmente, de esa recomposición de una política devastada. De la recomposición, también, de los antagonismos.
Alguna vez llegó, después de una derrota electoral en la provincia de Buenos Aires, a una asamblea de Carta Abierta en el Parque Lezama. Horacio González lo recibió, con hermosas palabras de compañerismo y reflexión. Néstor estaba allí porque perder no es abandonar. Antes, lo había visto en una noche demasiado fría del 2008, en la Plaza de Mayo. Sólo había un puñado de personas, ateridas y asustadas ante la ofensiva callejera de quienes confrontaban la política de retenciones móviles. Quien había sido presidente, llegó con un puñado de ministros, y la plaza retumbó de un nuevo entusiasmo y, también, de un miedo novedoso. Tan frágil era todo que el ex presidente debía estar allí. Esas escenas ya estaban prefiguradas en su modo de gobernar: rápido, sin ceremonial, dispuesto al riesgo, tramitando las cuestiones más difíciles entre otres, cultivando un pragmatismo que no era concesión a los más poderosos sino espera del momento oportuno, capaz de vivir la derrota sin que signifique una deserción.