El 26 de abril de 2003 publicamos en Página/12 una nota que contaba las principales propuestas en temas judiciales y de derechos humanos de los candidatos de ese año. Reflejaba un cuestionario que habían hecho varios organismos de derechos humanos. Uno de los ítems indagaba acerca lo que pensaban sobre las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y otro sobre sus políticas hacia la Corte Suprema, dos cuestiones que estaban en agenda en ese momento.
Las respuestas de Néstor Kirchner fueron: “Coincido con el pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la actual postura del Gobierno de apoyar las resoluciones judiciales sobre la nulidad de esas leyes”. Sobre la Corte Suprema dijo: “No puede haber gobernabilidad con impunidad o sin un funcionamiento sano y republicano de los poderes del Estado. El accionar de la Corte se asemeja al de las corporaciones cuasi mafiosas. Es una vergüenza que uno de los poderes del Estado utilice la extorsión como método de presión frente al Congreso y al Ejecutivo”. La Corte había declarado la inconstitucionalidad del corralito en medio de una puja con el gobierno de Eduardo Duhalde.
Mucho, lo principal de dos medidas profundamente significativas que Néstor Kirchner tomó y se convirtieron en bastiones de su gobierno, estaban en esas escuetas respuesta: el recambio de la Corte menemista y el inicio del llamado proceso de Memoria, Verdad y Justicia.
Pero nadie reparó en lo que significaban. Había que leer entre líneas y, sobre todo, había que tener alguna confianza o alguna expectativa en que la persona que las enunciaba tenía la voluntad y decisión de avanzar con medidas que implicaran, por ejemplo, cumplir con la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos acerca de anular las leyes de impunidad.
Y de todas formas, ¿por qué Kirchner decía que la postura del “gobierno actual” era apoyar las resoluciones judiciales que permitían juzgar a los represores si Eduardo Duhalde era ambiguo en público y en privado estaba en contra?
No conocíamos a Néstor Kirchner.
No sabíamos que esa línea no estaba dirigida a nosotros sino que era un mensaje para el propio Duhalde, que, poco después, con la elección definida, le ofrecería al próximo presidente que la Corte le solucionara “el problema”, y sacara, antes de su asunción, un fallo que volviera a clausurar la posibilidad de enjuiciar a los genocidas. “No vamos a hacer pactos que garanticen impunidad”, fue la respuesta pública de Kirchner, cuando comenzaron luego a escucharse esos rumores.
¿Por qué íbamos a tener confianza? Ya habíamos depositado algo de confianza en personas que de todas formas prometían poco y nada y todo había sido un desastre. También había pasado ya el tiempo de las asambleas populares como utopía de autogobierno en un país sin gobierno.
La política era tierra arrasada.
Kirchner tenía un plan y no mentía, no hacía una declaración que contradijera lo que se había trazado como horizonte pero tampoco daba pistas de más. Néstor era (y también Cristina es, lo estamos viviendo) muy cuidadoso y celoso con los anuncios. La información y las medidas se conocían cuando ellos lo definían. Le gustaba sorprender. Que pensaran que iba acordar, bajar un cambio cuando ya sabía que iba a redoblar la apuesta.
Le gustaba manejar los tiempos. A todos los políticos les gusta, pero no a todos les sale. A él, como a Cristina, le salía bien. Por eso se ofuscó cuando, al poco tiempo de su asunción, el juez español Baltasar Garzón mandó un pedido de extradición contra 46 militares acusados de genocidio en España. Garzón ya había rebotado con un reclamo similar durante la gestión de Fernando de la Rúa y, un mes y medio después de la llegada de Kirchner, decidió probar suerte con el nuevo gobierno. A Néstor no le cayó bien. No le gustaba que le marquen la cancha y, además, su objetivo era que los represores fueran juzgados en la Argentina, no en España. Pero tampoco podía oponerse a la solicitud de Garzón y, además, todavía era incierto lo que pasaría en Argentina. “O los juzgamos acá o los extraditamos”, fue su definición. En agosto, el Congreso anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y en 2005 la Corte ratificó con un fallo que eran válidos los juicios a los represores. Fueron y son juzgados aquí.
Sin la recuperación económica, el desendeudamiento, la reducción de la pobreza y la relación estratégica con los países de la región que coincidían en sus proyectos de soberanía política, el gobierno de Néstor Kirchner no hubiera sido el mismo. Pero la reapertura de los juicios contra los represores fue su marca de identidad. El 25 de mayo de 2003 dijo que era parte “de la generación diezmada”, en una definición que sorprendió a todos. Por primera vez, los desaparecidos, presos, sobrevivientes aparecían como un sujeto político en un discurso presidencial, con un presidente que se identificaba como parte de ese colectivo. La generación de los 70 llegaba al poder. La reapertura de los juicios (y muchas decisiones posteriores que acompañaban esa cosmovisión) fue la forma de convertir en acción ese sentimiento, que no fuera solo retórica. Y no fue tan fácil y sin costos, como señalan algunos para bajarle el precio.
El principal legado de Néstor Kirchner no pasa por una u otra medida. El principal legado de Néstor Kirchner fue el regreso de la política. Fue la sensación de que podíamos entusiasmarnos, identificarnos, divertirnos, sorprendernos y mejorar nuestras condiciones de vida con la política. Que podíamos sacudirnos un poco el cinismo de los noventa y la angustia y la desazón del 2001.
Este año mi hija mayor vota por primera vez y la acompaño en su desconcierto. Deseo que los nietos de la generación diezmada puedan recuperar la palabra libertad como la entendían sus abuelos. A ella le deseo la sorpresa, el entusiasmo, el sentirse parte de un colectivo que la contenga y que pueda contribuir al bien común. Algo de lo que tuvimos en esos años. Algo que le acerque la vivencia de la potencialidad de la política.