Mi primer encuentro con Néstor Kirchner fue casual y en territorio patagónico: El Calafate, Santa Cruz, febrero de 2000.
Con mi entrañable amigo español, Fernando Operé, poeta y notable académico de la Universidad de Virginia, en los Estados Unidos, recorríamos la Patagonia en un pequeño automóvil de dos puertas. Llevábamos un par de semanas de ese viaje literario (de resultas del cual escribí Final de novela en Patagonia, y Fernando un poemario) y antes de ir al Glaciar Perito Moreno hicimos escala para almorzar en un restaurante céntrico de El Calafate, cuyo nombre no recuerdo. Llevábamos un mes viajando por caminos alternativos, parábamos cuando sentíamos hambre y sueño, y comíamos donde nos sugerían las gentes de cada comarca. En este caso nos habían recomendado el guiso de cordero de un restorán cercano a la YPF donde cargamos combustible.
Allí fuimos y nos sentamos y ordenamos el irreprochable plato, y estábamos en plena picada introductoria cuando vi que entraba Néstor Kirchner, por entonces gobernador de la Provincia de Santa Cruz, acompañado por su esposa, Cristina Fernández, entonces senadora nacional.
En aquel tiempo no sentía simpatía ni antipatía por ellos, que para mí sólo eran dos funcionarios provinciales y por lo tanto los ignoré. Pero al cabo de un minuto ella me reconoció y, con voz sonora como de quien está acostumbrada a mandar, se acercó a nuestra mesa elogiando un libro mío y algunos artículos en este diario, y nos invitó a compartir la mesa en la que su marido ya ordenaba platos y bebidas mientras ella nos hacía amables recomendaciones acerca de las bellezas patagónicas y el camino y los glaciares. Yo agradecí el gesto pero preferí, respetuosamente, declinar el convite con no recuerdo qué excusa y la acompañé hasta su mesa, donde saludé a Néstor y luego retorné donde ya humeaba el corderito que habíamos pedido. Fernando me reprochó, con prudente discreción pero hispánicamente enfadado, la grosería de no aceptar la invitación a esa mesa porque, dijo, le parecía inentendible que alguien se rehusara a sentarse a la mesa del Gobernador del Estado. Tenía razón y nunca me lo perdoné, como confesé años después en el libro Cartas a Cristina.
Mi segundo encuentro con él fue telefónico y en 2003.
Tras la brutal crisis social, económica y política que alteró al país en diciembre de 2001, y ante la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, la Asamblea Legislativa designó presidente interino a Eduardo Duhalde, quien convocó a elecciones para abril de ese año 2003. En ellas el peronismo se presentó dividido y los candidatos fueron el riojano Menem, que pretendía un tercer mandato, el puntano Adolfo Rodríguez Saá y el patagónico Néstor.
El resultado electoral fue muy repartido: Menem obtuvo el 24,45% de los votos y Kirchner el 22,25%, seguidos de López Murphy, Rodríguez Saá, Elisa Carrió y media docena de otros candidatos. Se venía el balotage, pero Menem decidió no presentarse y Duhalde renunció. Y así fue cómo, por decisión del Congreso, le tocó a Néstor completar el mandato duhaldista y gobernar hasta diciembre de 2007.
Aunque en aquellos comicios yo había optado por anular mi voto, rápidamente simpaticé con las primeras medidas del nuevo gobierno, como podrá apreciar quien recorra el archivo de este diario. Y aunque no busqué acercamiento alguno al flamante presidente, sí lo hicieron, aunque sin mi conocimiento, mis amigos Daniel Filmus –amistad que viene de los tiempos de la dictadura– y Rafael Bielsa, con quien siempre compartimos afinidades literarias. A ambos Néstor, en su primer gabinete, los había designado ministros de Educación y de Relaciones Exteriores, respectivamente.
Y fue así que una mañana de junio de ese 2003 Daniel me telefoneó a Resistencia anticipándome que me llamaría el flamante canciller, y colega en Página/12, para ofrecerme asumir como embajador argentino en Cuba. A ambos les dije que estaban locos, o poco menos, pero esa misma tarde me llamó Néstor y apenas atendí me dijo: "Mempo, necesito que se haga cargo de nuestra representación en La Habana. Es muy importante para nosotros".
—Señor presidente —le respondí respetuosamente—: le agradezco mucho el honor que me dispensa, pero no puedo aceptar por razones familiares. Y además siento el deber de aclararle que yo a usted no lo voté.
—¡Ah, por eso no se preocupe! —dijo él en el teléfono, riéndose —, a mí casi nadie me votó pero aquí estoy...
Reí yo también, reconociendo que me caía muy bien el tipo, y como para ganar tiempo le pedí precisiones sobre qué esperaba de mí como embajador.
—Quiero en La Habana alguien a quien en Cuba respeten y sé que a usted lo conocen y respetan. Y es que tenemos que negociar muy bien los intereses argentinos. Nos deben más de mil millones de dólares.
—¿Y usted espera, señor presidente, que yo cobre eso? —le dije, tragando saliva—. Debo confesarle que todavía no conseguí que me devuelva cien pesos un amigo de la otra cuadra.
Néstor rio nuevamente y, atento y elegante, me pidió que lo pensara y saludó y cortó.
El asunto terminó pocos días después, cuando les comuniqué a Bielsa y Filmus las irrebatibles razones familiares que me impedían aceptar, y les rogué que por favor me disculparan ante el presidente.
Tiempo después, y ante su silencio,
que interpreté podía ser molestia por mi negativa, le escribí una carta que
jamás supe si recibió. Pero eso no me importó demasiado porque para entonces ya
era militante de su causa.