El invierno de 2004 fue muy duro en Esquel. Un temporal de nieve y lluvia hizo crecer los ríos, hubo inundaciones, se cayeron puentes y también el techo del gimnasio municipal donde yo --una nena de diez años-- iba a natación. El primero de julio de ese año mi mamá parió a mi hermano menor con goteras dentro del quirófano y con un frío que calaba los huesos. En mi casa, incluso, había una parte que no se usaba porque no la llegábamos a calefaccionar, entonces dormíamos con el colchón en el comedor. Seis días después del temporal, Néstor llegó a la ciudad. Hacía poco más de un año había asumido como presidente de un país destruido y fue a Esquel para presentar un plan de obras que recompongan lo que había roto la nieve, escuchar los reclamos, tratar de reparar años de abandono estatal. También entregó subsidios. "Esta Patagonia dejará de ser el patio trasero del país", prometió en el discurso que dio desde una escuela.
Uno de los días que Néstor estuvo en Esquel, mi papá y yo habíamos ido al supermercado La Anónima. Justo en frente estaba el hotel Tehuelche. Antes de bajar del auto vimos que entraba por la puerta principal un hombre muy alto y flaco, que tenía puesto un sobretodo negro. Todavía en el Renault 18, con la calefacción prendida, mi papá limpió el vidrio empañado con la manga de la campera, lo señaló y me dijo: "acordate de esto: ese que entra ahí es el Presidente, un tipo que también es del sur". No lo decía con mucho entusiasmo, más bien cómo con un dejo de resignación. Veníamos de años duros y nadie creía en la política. Eso lo iba a entender bastante más adelante, aunque ya lo percibía.
Años después, me acuerdo del día de su muerte. Tenía 16 años y estaba en la escuela secundaria. Estábamos mejor, habíamos cambiado el auto y, con los programas de cuotas sin interés, mis papás habían empezado a comprar materiales para, muy de a poco, construir unos departamentos en el fondo de mi casa y alquilarlos. Como la guita no sobraba, mi papá, que era docente como mi mamá, se había anotado como censista y esa mañana trabajó. Al mediodía llegó a mi casa y nos dijo: prendan la tele, murió Néstor Kirchner.
Muchos jóvenes marcan esa fecha como el inicio de su militancia. Facundo Martínez es uno entre tantos. En 2010 tenía 22 años y recuerda que cuando se enteró que Néstor había muerto salió desesperado de su casa en Cañuelas para ir a Plaza de Mayo. Llegó solo con una carta en la mano y con mucha angustia. Empezó a hacer la fila para poder despedir al Presidente en Casa Rosada. Fue la primera y única vez que pasó la noche en la calle, pero consiguió ser uno de los primeros en entrar. Al día siguiente corrió detrás del auto que llevaba sus restos todo el trayecto hasta Aeroparque.
Se acuerda que en la vigilia conoció a una familia de Avellaneda. Habían sido cartoneros y vivían de la basura hasta que, con el gobierno de Kirchner, empezaron a mejorar su situación. Cobraban una asignación del Estado y arrancaron a trabajar en una cooperativa. "Yo mamé el peronismo de chiquito, pero con Néstor lo viví y pude ver la alegría de los más humildes", dice. Unas semanas antes había participado del acto que Néstor organizó con las agrupaciones juveniles en el Luna Park. En ese momento el Presidente ya estaba mal de salud pero igual fue al plenario, aunque no pudo cerrarlo, lo hizo CFK.
Mi interés por la política y la militancia, sin embargo, no empezó ahí. Empezó en 2011, cuando con un grupo de compañeros se nos ocurrió conformar un centro de estudiantes en nuestra escuela porque no teníamos uno. En octubre, exactamente un año después de la muerte de Néstor, la Dirección Nacional de Juventud convocó a un encuentro de centros de estudiantes que se iba a hacer en Buenos Aires y, como yo era la presidenta del de mi escuela, viajé.
Nos subimos a un colectivo que frenó muchas veces a lo largo de los dos mil kilómetros que nos separaban de la Capital y en todas las paradas se sumaban chicos y chicas. Todos estábamos muy entusiasmados. Esos días significaron para mí un antes y un después. Tres mil jóvenes de todas las provincias fuimos a conocer Tecnópolis y la Esma, que había sido recuperada como Sitio de Memoria hacía unos años. Cuando entramos al predio del ex centro clandestino sentí el aire denso y gris. Un gris que desentonaba con nosotros, que estábamos charlando, cantando y riéndonos. Nos recibieron las imágenes de cientos de caras en blanco y negro de pibes a los que habían matado, en muchos casos, también por militar en un centro de estudiantes. Hubo música, obras de teatro, charlas y cerró el acto una señora con pañuelo blanco en la cabeza. Era Hebe de Bonafini.
Cuando asumió Néstor yo tenía nueve años. En un principio pensé escribir en esta columna sobre él y la juventud y fue así que recopilé que, durante su mandato, impulsó una nueva Ley de Educación que fue más democrática e inclusiva que ninguna anterior; que destinó el 6,4 por ciento del PBI para la educación, la mayor participación hasta el momento; que construyó más de mil escuelas y que fomentó la educación técnica. También que se abrieron programas para que los jóvenes que abandonaron la escuela puedan retomarla y que lo hicieron más de 32 mil. Solo en el 2006 el gobierno entregó más de siete millones de libros y, además, las primeras 50 mil computadoras bajo el programa “Argentina Conectada”, que fue el germen del Conectar Igualdad, gracias al cual yo recibí mi primera computadora. Después se me ocurrió que también podía sumar a esta columna fragmentos de mi historia porque, seguramente, es similar a la de muchos y muchas a los que ese hombre flaco y de sobretodo negro nos cambió la vida.
Revisando los discursos de su mandato encontré que en julio de 2008, en pleno conflicto con las patronales agropecuarias, Néstor habló en la Plaza de los dos Congresos. Antes de terminar dijo: “Quiero decirle a los jóvenes argentinos, hermanos de la juventud, militen donde militen, hoy ustedes tienen la posibilidad de hacer el cambio en paz y en democracia que nosotros como generación no tuvimos. Por eso participen, opinen, sean transgresores. Por eso ganen las calles, recorran las universidades, los talleres, los trabajos. La juventud tiene que ser el punto de inflexión de la construcción del nuevo tiempo”. Hoy, a 20 años de su asunción y ante el avance de propuestas negacionistas y conservadoras que llaman la atención de los más jóvenes, quizás sea momento de volver a proponer un sueño.