Vi a Néstor Kirchner tres veces. Todas de noche, muy de noche, diría alrededor de las 23 o más tarde todavía. Y en los tres casos en la Casa Rosada. Esperando un poco en la antesala, el policía que guardaba la puerta la primera vez, me confesó: “uff ¿a qué hora se irá hoy?”. Los horarios estaban trastocados. “No se va más”, redondeó.
Aquella primera visita, septiembre de 2003, se dio cuando estaba en plena renegociación de la deuda con los bonistas. Delante mío habló con Roberto Lavagna, que seguramente llamaba desde Dubai, el lugar donde se presentarían los términos del canje de los bonos que tardó dos años en concretarse. Alguien le trajo a Néstor un inalámbrico y se dedicó un buen rato a criticar lo que se iba a presentar. Pero no de modo general. Decía: “el punto 31 no va así como está, tiene que ir esto otro”; “el punto 54 hay que sacarlo”. Era evidente que algunas cosas no le gustaban a Lavagna y se pusieron a discutir. “Roberto, va esto. Y punto”, remató Kirchner. Eso, por supuesto. me quedó en la memoria. Por dos razones. La primera, por lo detallista. Por su pinta, Néstor, siempre desgarbado, no me parecía alguien tan centrado en los detalles. Es cierto que se conocía la historia de que todos los días anotaba en un cuaderno la recaudación y los gastos del Estado. Pero, sobre todo, me impactó cómo se imponía a Lavagna. Veníamos de las presidencias en que los ministros de Economía eran los reyes: Cavallo, Sourrouille y el propio Lavagna durante el gobierno de Eduardo Duhalde. No lo pensé entonces, pero era el regreso de la política en todo el sentido de la palabra. Igual, me fui pensando “está chapita, un loco lindo, pero chapita”.
La segunda vez que lo vi, siempre en la noche cerrada de la Casa Rosada, fue en algún momento del primer semestre de 2005. Esa vez, arrasó con otra idea que tenía de Néstor: que era afable, contemporizador, un político tradicional que arreglaba gran parte de las cosas con acuerdos de cúpulas y chamullo. De golpe te hacía una especie de chiste del secundario: te tocaba el hombro de un lado y se reía del otro. Pero, puesto a gobernar, era una furia.
Se venían las elecciones de medio término, parlamentarias. Todos recordarán que una de las claves para la llegada de Kirchner a la Casa Rosada fue el acuerdo con Eduardo Duhalde: el peronismo bonaerense aportó los votos para aquel 22 por ciento de 2003 y luego Menem renunció a pelear el ballotage. Recuerdo que le pregunté, como al pasar, si ya estaban conversando con Duhalde sobre las listas para la elección legislativa de ese año, 2005. “¿Conversando? Nooooo”, me dijo. Yo no lograba entender. “Vamos a ir con Cristina contra Chiche Duhalde”, me adelantó. En aquel momento confrontar con Duhalde pintaba para guerra atómica. Algunos dicen que Néstor creía más en una demolición lenta del duhaldismo, que Cristina fue quien lo convenció y que Solá -entonces gobernador- acompañó la idea. No lo sé. En aquel momento, pintó para locura. Por supuesto que yo lo miraba pensando “este hombre no está bien”. Resultado: Cristina 44 por ciento, Chiche, 19. Caso cerrado.
Y la tercera vez que fui a Casa Rosada, nuevamente a una hora ridícula de la noche, me cacheteó, aunque tengo que admitir que lo entendí recién ahora, 17 años más tarde. Fue en 2006 y se estaba debatiendo una reforma del Consejo de la Magistratura. El decía que debían tener más peso los políticos, diputados y senadores, es decir los votados. Y menos peso los jueces y abogados. A mí me parecía (lo digo con vergüenza) que era politizar la justicia. Me miró fijo y me fulminó: “ah, estás con las corporaciones”, soltó con algo parecido al desprecio. Repito, casi dos décadas tardé en darme cuenta lo que me dijo y muchos otros tampoco lo vieron: de hecho, la Corte Suprema ahora volteó aquella ley sobre la que hablamos en su despacho. Recién ahora percibo lo que significa el dominio de las corporaciones de jueces y las corporaciones de abogados, de la vereda opuesta a lo progresista, en la Argentina, en Brasil, en Ecuador. Aquella noche, obviamente, me fui repitiendo “éste está mal de la cabeza”, pero en ese momento ya era un indiscutible, que tenía algo así como el 60 por ciento de aprobación en las encuestas.
No sé por qué. Pero nunca más volví al primer piso de la Casa Rosada. No hablé nunca con Cristina, menos aún con Mauricio Macri y no vi a Alberto en lo que va de su gobierno. Fueron apenas aquellas tres veces.
Tal vez es sólo casualidad.